El 25 de abril de 2005 escribí y publiqué el artículo que acompaña estas líneas introductorias. Lo vuelvo a publicar en la tarde en que los periódicos de todo el mundo anuncian la abdicación del Papa Benedicto. Como he leído muy pocas reflexiones políticas y estratégicas sobre este hecho de parte de los sectores que reivindican el proceso de liberación y unificación suramericana, creo que refrescar algunos conceptos vertidos hace ocho años pueden ayudar a iluminar el sentido político de esta abdicación, la primera en varios siglos, de un Papa.
En la nota hablaba de la importancia que tenía el hecho de la nacionalidad alemana de Ratizinger. Y estoy convencido que ello también tiene importancia en su abdicación.
Europa -y quedó claro en el reinado de Benedicto que Europa y la primacía católica sobre Europa era el centro de sus preocupaciones político teologales- vive hoy la más importante crisis económica en más de doscientos años. La hegemonía del capital financiero, del cual también hablo en esta nota, ha arrastrado a países, hasta ayer de gran potencial económico y de alto nivel de vida, como Francia, a límites de deterioro impensables hace una década. Los países de desarrollo capitalista más tardío, como Italia, España, Irlanda y Grecia -para mencionar solo algunos- se encuentran en un callejón sin salida ni retroceso posible. Alemania, la potencia derrotada en la Primera y en la Segunda guerras mundiales, es hoy la única capaz de mantener unificada la Comunidad Europea. Y el arma de esta superioridad no son ni la Werhmacht ni la prodigiosa capacidad de producción de su capitalismo tecnologizado, sino la supremacía de su sistema bancario y financiero, el poder meramente monetarista del marco y la inexorable sumisión de todas las economías europeas a su hegemonía. Ignoro, como no podía ser de otra forma, el peso que estos hechos que aquí trato de describir han tenido en la decisión de Ratzinger. Pero estoy seguro que todo análisis que prescinda de estos elementos tiene más de moralista que de política.
Mientras tanto la Iglesia Latinoamericana, en estos años de reinado bávaro, ha vivido una gran confusión táctica, alejándose aún más de los deseos y objetivos de las masas latinoamericanas que se sienten identificadas con su mensaje religioso.
11 de febrero de 2012
La
asunción del cardenal bávaro Joseph Ratzinger a la silla episcopal
romana, convirtiéndolo por ello en jefe espiritual de alrededor de
unos mil cien millones de fieles católicos de todo el mundo, parece
haber generado una conmoción en la prensa comercial de las grandes
capitales occidentales. Esta conmoción a veces llega a confundir a
amigos y compañeros, seguramente bien intencionados, que quedan
presos de un falso dilema, de un erróneo planteo del tema.
Lejos
de mí está el meterme en los abstrusos territorios de la teología
y la exegética. Dejo la tarea a quienes se han especializado o
interesado particularmente en el tema. No pretendo reflexionar ni
sobre el cielo ni sobre el infierno. La distancia que media entre el
Olimpo y el Hades es el objeto de estas líneas. Tan sólo, este,
para los creyentes, valle de lágrimas.
La Reforma y el surgimiento de los estados nacionales
Lo
primero que sorprende a un espectador de buena fe, preocupado por las
grandes líneas históricas y no por los temas que impone el New York
Times o el Clarín, es la nacionalidad del nuevo Pontífice. Joseph
Ratzinger es alemán, de la zona sur de Alemania, de Bayern o
Baviera, donde el catolicismo siguió siendo la religión
prevaleciente, pese a la adopción del luteranismo por parte del
resto de Alemania. Al observar esto descubrimos que el último Papa
de esa nacionalidad rigió sobrela Iglesia Católica a principios del
siglo XVI, contemporáneamente a la sublevación religiosa del
agustino Martín Lutero, y de los príncipes alemanes que en la Dieta
de Worms asumieron su desafío, que dividió para siempre la unidad
religiosa de la llamada Cristiandad, es decir la península de
Eurasia que iba del Atlántico hasta los dominios del Zar.
La
ruptura de Lutero con Roma, la traducción de la Biblia al alto
alemán –llevada a cabo por el agustino al amparo del Gran Elector
de Sajonia- da origen a una interminable serie de rebeldías de
príncipes germanos y de levantamientos campesinos, bajo banderas
religiosas. Tomás Münzer, al frente de su ejército de desarrapados
campesinos funda el anabaptismo, bajo las premisas de su utopía
inspirada en el cristianismo primitivo, y el monje escandinavo Olaf
Peterson, al amparo del fundador del estado sueco, el rey Gustavo I
Vasa, traduce a su idioma la Vulgata y crea una iglesia nacional.
Alberto de Brandenburgo, impulsado por los vientos que Lutero ha
generado, ocupa los territorios de la Orden Teutónica y la disuelve,
dando origen a Prusia, que al cabo de trescientos años se
convertiría en motor de la unidad estatal alemana.
La
aparición de estas rupturas con el obispo de Roma, a la que hay que
agregar la de Enrique VIII y la fundación de la iglesia anglicana,
no es otra cosa que la expresión de la aparición incipiente de los
estados nacionales y el proceso embrionario del capitalismo
primitivo. Eran las necesidades objetivas de ese protocapitalismo las
que llevaban a la ruptura con el universalismo tanto de las antiguas
formas imperiales -herederas del Sacro Imperio Romano Germánico,
sedicente continuador del Imperio Romano-, como del carácter
universal -católico quiere decir, justamente, universal- del
cristianismo.
En
efecto, hasta el concilio de Jerusalén, narrado en los Hechos de los
Apóstoles (capítulo 15) los seguidores de Cristo no eran sino una
secta judaica. El monoteísmo del Viejo Testamento se caracteriza por
ser una religión propia y exclusiva de un pueblo, el pueblo judío a
quien el Creador mismo eligió para la misión de mantener la fe y
adorarle. Convertirse al monoteísmo veterotestamentario significaba,
entonces, integrarse al pueblo elegido, diferenciarse de los otros
pueblos de la tierra. El tema central que se discute en Jerusalén es
si los seguidores del Cristo deben o no circuncidarse según el rito
de Moisés –operación litúrgica que integraba al circunciso al
pueblo judío-. Los Hechos recogen las palabras de Pedro, con las
cuales argumenta que si Dios ha determinado que los gentiles
(gentil es la traducción de goi, todos los que no son
judíos) debían ser evangelizados y no hizo diferencia entre judíos
y no judíos, qué razón habría para convertirlos previamente en
judíos (Hechos, capítulo 15, 7-12). A partir de ese encuentro los
seguidores del Crucificado dejan de ser judíos para convertirse en
una religión de aspiración universal, para todos los pueblos
humanos. Y fue, a decir verdad, esta decisión la que permitió la
expansión del cristianismo en el ámbito del imperio romano, imperio
también universal por definición.
La
ruptura de este universalismo fue un momento necesario en el
desarrollo de las fuerzas productivas gestado durante los largos años
de la Edad Media y que comenzaron a hacer eclosión, justamente, con
el Renacimiento y la Reforma. No era tan sólo la concuspicencia y
los celos lúbricos de Enrique Tudor, ni el afán neuróticamente
polémico de Lutero, la causa profunda de su rebelión religiosa y
política. Detrás de ellos se expresaban las fuerzas que requerían
la conformación de una unidad lingüística, de un sistema jurídico
en función de un mercado nacional, de una autoridad religiosa
propia, es decir, de un sistema material y espiritual que rompiese la
ya arcaica unidad de un Imperio y de una Iglesia universales.
En la
Europa del siglo XVI la unidad religiosa del Papado se presentaba
como un obstáculo para el desarrollo de fuerzas económicas y
políticas que pugnaban por quebrar el corsé de hierro de un mundo
que ya se tornaba anacrónico.
En
ese sentido, todas las confesiones surgidas del estallido de la
Reforma se convirtieron en religiones capitalistas o cuyos postulados
teológicos y morales propendían y alentaban los presupuestos
superestructurales para ese desarrollo, mientras que la Iglesia de
Roma, en términos generales, quedaba fijada a la visión arcádica
de una supuesta armonía medieval, con su ordenamiento estamental,
sus preceptos antiusurarios, su teoría del precio justo y la
ordenación de la Ciudad Terrestre a la Ciudad Celeste.
El
sistema exegético del protestantismo, su revalorización del Antiguo
Testamento, y su moral fueron -como se ha encargado de demostrarlo el
tantas veces citado Max Weber- el abono intelectual y espiritual
sobre el cual se desplegaron las fuerzas del capital, del lucro
privado, de la libertad de comercio y la libertad de venta de la mano
de obra.
La Unión el fin de los estados nacionales
Quinientos
años después el capitalismo, por lo menos el capitalismo de los
países centrales a cuya historia nos estamos refiriendo, se ha
convertido en un abominable monstruo imperialista cuyo desarrollo se
ha vuelto el principal impedimento para el desarrollo del conjunto de
la humanidad.
Los
estados nacionales que permitieron aquel surgimiento han agotado su
proceso histórico y comienzan a aparecer otras unidades y
protagonistas. El establecimiento definitivo de la Unión Europea
pone punto final no sólo a la milenaria disputa entre francos y
germanos, sino que establece nuevos límites a la discrecionalidad de
los estados miembros. La vieja universalidad católica -el Imperio
romano- vuelve a encontrarse a sí mismo en el continente que lo vio
nacer. Y a lo largo de esos quinientos años las religiones nacidas
con la Reforma -el luteranismo, el calvinismo, el anglicanismo, el
metodismo, para no hablar de los anabaptistas, menonitas y sectas
campesinas similares- se han convertido en iglesias provincianas.
Nacidas al calor de la lucha por la constitución de un estado
nacional se agotan en la entropía del estado que las cobijó o que
ayudaron a construir. No significan ya una amenaza para Roma.
Este
análisis deja entrever, entonces, el sentido histórico y político
que tiene la elección de Joseph Ratzinger. Pareciera que el Cónclave
romano pretendiera poner punto final a la historia que comenzó aquel
día en que Martín Lutero clavó sus 95 Tesis en la puerta de la
iglesia de Wittenberg, reintroduciendo en la grey católica, con
plenos derechos, a los rebeldes teutones. Si las condiciones
histórico-sociales que dieron origen a aquella rebeldía han
comenzado a desaparecer, parecería que la Iglesia intenta hacerse
cargo de esa situación. Como ha dicho, semanas atrás, Alberto
Methol Ferré en La Nación: “Pienso que para
el pueblo y la Iglesia alemanas y para la Unión Europea es
indispensable un papa católico alemán, que cerraría el ciclo de la
gran herida de la Reforma en el corazón de Europa”.
Por
otra parte, como me apuntaba días atrás el mismo Methol Ferré, el
nombramiento del alemán reintroduce a la cultura alemana en el mundo
civilizado de la cual había sido expulsada por el triunfo de los
aliados. Desde la caída del Tercer Reich, hace ya sesenta años,
Alemania, los alemanes y, sobre todo, la cultura alemana han llevado
sobre sus espaldas el baldón infamante del nazismo -esa teogonía
pagana occidental-, de los campos de concentración, de las cámaras
de gas, deAuchswitz y Treblinka. Baldón infamante que no ha cedido
ni ante el propio nombramiento de Ratzinger. La prensa occidental que
ha callado la relación económica directa entre la familia Bush y el
Tercer Reich, entre la IBM y la Alemania nazi, ha acusado de mala fe
al actual Papa por su pertenencia a la Juventud Hitleriana y su
participación como soldado de la Wermacht en la Segunda Guerra. Y
muy pocos o ningún comentarista bien pensante ha salido al cruce de
esta maliciosa y artera interpretación de los hechos.
Esta
carga impuesta por los vencedores del 45 ha significado en los hechos
que Alemania, factor decisivo, junto con Francia, de la Unión
Europea, tenga que ceder ante los galos en el terreno de la
influencia cultural y moral. Cuando se trata de cuestiones vinculadas
a la economía y a los avances industriales y tecnológicos, Alemania
aparece como la voz autorizada y exitosa. Pero cuando se trata de
reflexionar sobre cuestiones vinculadas a los problemas más
profundos y complejos de la condición humana, Alemania se siente
obligada a cederle la palabra a Francia, la misma de la Guerra de
Argelia, de la primera guerra de Vietnam, de las explosiones atómicas
en el atolón de Muroroa, la inventora de las técnicas de la guerra
contrarrevolucionaria, es decir de la tortura y la destrucción
física y psicológica del enemigo prisionero.
La
elección de un Papa alemán contribuiría así, por parte de la
Iglesia, a disolver y superar este artificioso estigma, reintegrando,
con plenos derechos, a un pueblo caracterizado por un pensamiento y
un arte que constituyen un hito en la historia humana.
La rigidez doctrinaria
La
prensa occidental y sus émulos locales, tipo Clarín y Página 12,
han puesto el acento crítico en lo que sería una cierta rigidez del
nuevo Papa en temas vinculados a la doctrina católica y a la moral.
Explico, para los lectores que no me conocen, que no soy católico en
el sentido personal del concepto, aunque no podría dejar de serlo en
el sentido cultural del mismo. Pertenezco a una sociedad y a un
continente donde el catolicismo constituye una especie de marca en el
orillo, que va mucho más allá de las convicciones o de la fe
personales.
Soy
agnóstico, pese a, o a causa de, una larga formación católica.
Hice la escuela primaria y secundaria en un colegio de los Hermanos
de la Sagrada Familia, estudié Derecho en la Universidad Católica
Argentina y mi primera militancia política fue en un grupo católico
producto de la ebullición de ideas de fines de la década del 60.
Desde hace años adscribo a un pensamiento agnóstico y laico y
carezco de todo sentimiento religioso. De modo que no me une a la
Iglesia ninguna convicción religiosa, por lo que mi punto de vista
no tiene ninguna finalidad apologética.
Estoy
convencido de que la firme adscripción a un sistema de ideas, a un
corpus doctrinario, no es un defecto sino una virtud. La capacidad de
defender firmemente este sistema, en el convencimiento de que su
debilitamiento doctrinario sólo trae aparejados prejuicios a la
causa que uno sostiene, no me parece algo reprochable sino un rasgo
elogioso en un hombre o una mujer con verdadero sentido de la razón
de ser de su paso por la tierra. Mi enemistad con Margaret Thatcher
no radica en su rigidez doctrinaria, como rasgo psicológico de la
verdugo del Belgrano, sino, justamente en el sistema de ideas e
intereses que defendió con firmeza y ahínco.
Ignoro,
dada mi antedicha condición de agnóstico, qué problemas puede
acarrearle a los creyentes católicos la supuesta rigidez papal
respecto a temas tales como la existencia o no del demonio como
entidad personal o del cielo como un lugar físico concreto o un
lugar ontológico espiritual. Pero estoy convencido que esa es una
cuestión que deberán resolver los propios católicos en el ámbito
de sus instituciones teológicas comunitarias.
La rigidez moral
El
tema de la rigidez moral tiene, sí, otras connotaciones. Alejado
como estoy de todo moralismo cerril y de todo juicio sobre la vida
privada de mis semejantes, que no tengan consecuencia en lo público
y social, creo estar en condiciones de aportar un punto de vista que
se aleje, justamente, del aspecto privado, personal, e intente
analizar las implicancias que esta discusión tiene en el ámbito
público, el de la política y la lucha por un mundo mejor.
Al
parecer el nuevo Papa, mantendría una continuidad con su antecesor
con respecto a cuestiones vinculadas al sexo. El divorcio, la
masturbación, la homosexualidad, el tema del género, el uso del
preservativo y el control de la natalidad, el aborto y las relaciones
sexuales extramatrimoniales serían el núcleo de un conflicto en el
que Benedicto XVI expondría un punto de vista que la prensa
comercial llama rígido y que, sin embargo, no es otro que el que ha
caracterizado a la Iglesia Católica -y, por otra parte, a todas las
confesiones religiosas- desde siempre. Con esto quiero decir que
tengo la impresión de estar ante un problema inventado, creado por
el sistema de prensa imperialista con un designio que trataré de
explicar.
A
partir de las derrotas sufridas por las revoluciones del mundo
colonial y semicolonial y de la implosión del viejo bloque
socialista de Europa Oriental, el Occidente imperialista –dueño
absoluto del poder mundial- convirtió en pensamiento oficial,
divulgado por el sistema de prensa gráfica y electrónica, un
sistema ideológico basado en el más absoluto relativismo
filosófico, en un inmanentismo materialista vulgar, hedonista y
consumista, para el cual toda aspiración de trascendencia humana
–material o espiritual- se presenta como un mero relato moralizador
que coarta la absoluta y autocentrada libertad individual. Una
especie de neolibertinismo para consumidores con poder adquisitivo se
convierte en acompañante del neoliberalismo que se impone urbi et
orbi. No hay límites para la ambición, en el plano de la economía,
como no hay límites para el goce sensual en el plano íntimo del
individuo. La desenfrenada carrera por el enriquecimiento personal,
generado por un sistema económico mundial que ha vencido todas las
barreras a ello, es acompañada por una incentivación desenfrenada
de los deseos y las pulsiones, demoliendo, en el plano de la cultura,
las barreras inhibitorias a su consumación.
En
realidad, esto, en sí mismo, no es nuevo. El libertinismo
aristocrático o burgués fue siempre un rasgo característico de la
sociedad de clases que obligaba al más estricto puritanismo a sus
sectores humildes y trabajadores, mientras toleraba los excesos de la
juventud dorada y hasta se permitía teorizar al respecto. Desde el
Marqués de Sade o Chaderlos de Laclos hasta los románticos ingleses
como Lord Byron, Charles Swinburne u Oscar Wilde, la trasgresión más
brutal o humillante se convertía en el núcleo irreductible de la
libertad humana… de su clase dominante. Lo nuevo ha sido su
elevación a doctrina universal y para todas las clases sociales.
Este
sistema de pensamiento no es ingenuo. La nueva etapa del capitalismo
metropolitano se ha caracterizado por una preeminencia hegemónica
del capital financiero en detrimento de la producción. Trasladado al
mundo semicolonial este esquema multiplicó por cientos las
devastadoras consecuencias que había producido en los países
centrales. Millones de seres humanos fueron arrojados al desempleo, a
la desocialización, a la marginación y la exclusión sociales. Pero
ahora esos lúmpenes desproletarizados, esos millones de jóvenes que
jamás conocerán la disciplina de la fábrica o la oficina disponen
de una ideología que hace superflua la integración laboral: son
libres para realizar sus deseos. Y además cuentan con las
posibilidades liberadoras que les proporcionan la cocaína, el crack
o el éxtasis. Toda la actividad humana que, hasta ese momento, se
caracterizaba por la lucha por la dignidad social y la independencia
nacional, por la aspiración a una vida mejor, a la superación
personal por el trabajo y el estudio, se ha convertido, de pronto, en
una cuestión que se traslada de la cabeza al bajo vientre de la
humanidad. Y la instancia ha logrado tal éxito, que aún quienes
continúan luchando por los antiguos ideales, se sienten obligados a
incorporar este programa neolibertino, ante el miedo de quedar como
conservadores o reaccionarios.
Las
consecuencias de esta política objetiva del imperialismo han sido
nefastas. El “descontrol”, como situación permanente y
provocada, ha generado millones de niñas pobres convertidas en
madres abandonadas a los catorce años. Padres de la misma edad que
ante la imposibilidad material y espiritual de hacerse cargo de lo
hecho abandonan hijo y madre sin siquiera la posibilidad de elaborar
la culpa. El SIDA se ha convertido en la principal causa de
enfermedad y muerte en los jóvenes pobres y desocupados y las drogas
pesadas, como mercancía de consumo masivo, constituyen un azote -y
un miserable medio de subsistencia- para la juventud de las barriadas
humildes.
Días
atrás, el diario Clarín publicó una afirmación del, entonces,
Cardenal Ratzinger según la cual consideraba a la homosexualidad
como una desviación de la naturaleza sexual humana, pero que la
absolvía como pecado y que recomendaba la castidad.
Ahora
bien, ¿qué se pretende que diga la Iglesia, que ya bastantes
problemas tiene con la homosexualidad de sus pastores? ¿Que
convierta la liturgia del “Creced y Multiplicaos” adaptada a
contrayentes del mismo sexo? La castidad es la recomendación que la
Iglesia da, no solo a los homosexuales, sino a todos los amantes
fuera del matrimonio. ¿Y sobre la base de esta argumentación se
pretende diabolizar con el estigma de la rigidez al nuevo Papa?
Ser
homosexual o heterosexual, practicante del amor libre o de la
autosatisfacción sexual sigue permaneciendo en la esfera de las
íntimas determinaciones humanas. Pretender que la Iglesia Católica,
cuya jurisdicción solo vincula a quienes creen en sus artículos de
fe, se adapte a estos gustos personales es de una superficialidad tal
que hace sospechar sobre sus intencionalidades.
Es
desde esta perspectiva política y revolucionaria que la rigidez
moral del nuevo Papa tampoco se me presenta con la dramaticidad que
la prensa comercial pretende darle.
América
Latina es básicamente católica. Gran parte de la feligresía de
Benedicto XVI vive en nuestra Patria continente. Solo deseamos que la
tenga en cuenta y que su gestión apostólica contribuya, desde su
particular esfera de actuación, a nuestra liberación nacional y al
bienestar y dignidad de nuestros pueblos.
Todo
lo demás son patrañas pergeñadas por quienes quieren confundirnos
para perdernos.
Interesantísimo tu aporte en toda su extensión desde asuntos como la interpretación del origen de la iglesia ANGLICANA de Enrique TUDOR hasta el presente con ‘descontrol’ y supuesta libertad de realizar todos los deseos.
ResponderBorrarEs verdad: vivimos, por lo menos hasta ahora, en una sociedad 'vacía' de significado y trascendencia donde sólo vale, sólo 'triunfa' el que más tiene, el que más puede: el hedonismo más descarnado.
Que vigencia de esos versos del gran vate, en sus dos acepciones semánticas, DISCEPOLÍN: “la panza es reina y el dinero es Dios” y completando el contexto:
“Lo que hace falta es empacar mucha moneda,
vender el alma, rifar el corazón;
tirar la poca decencia que te queda,
plata, plata, plata… y plata otra vez…
Así es posible que morfés todos los días,
tengas amigos, casa, nombre… ¡lo que quieras vos!”
“la razón la tiene el de más guita?”
Respecto de HITLER entiendo que en su afán desmedido y loco de potenciar a ALEMANIA sólo consiguió con su derrota militar dejarla fuera del mundo. Quemó etapas; 68 años después de la derrota, si consideramos la 2ª GM como una batalla, perdida obvio, la guerra (en lo económico hoy) la está ganando ALEMANIA.