Fuerzas Armadas y política nacional
Este artículo es el resultado de una recopilación de notas que
salieron publicadas en el periódico Pregón de la
Izquierda Nacional, entre agosto y octubre de 1989. El
FREJUPO había ganado las elecciones de ese año, y la existencia de
importantes sectores nacionalistas en el seno del Ejército,
iluminados, por un lado, por la experiencia malvinera y, por el otro,
por la perversa resolución de Alfonsín a la cuestión de la
violación de los derechos humanos por parte de los militares
procesistas. Esos sectores, ideológicamente confusos y políticamente
débiles, aparecían, entonces, como una posibilidad capaz de
entroncarse con el triunfo popular de aquellas elecciones.
La razón para sacarlo nuevamente a la luz es que el clima de apasionada y vibrante discusión democrática que hoy vive nuestro país, el renacimiento de un nuevo y actualizado patriotismo continental y la pasión latinoamericana que ha despertado en nuestros pueblos la partida del comandante Hugo Chávez Frías, hacen posible reabrir esta discusión, quizás una de las más decisivas y estratégicas. Las reflexiones llegan, obviamente, hasta 1989. La discusión sobre el papel de las FF.AA. en un proceso nacionalista, -democrático, transformador y latinoamericanista no puede quedar congelada en aquella fecha. Se hace necesaria su reapertura.
La cuestión de las FF.AA. ha adquirido un sentido trascendental
puesto que, por primera vez en varias décadas, existe en su seno una
fractura de carácter estratégico, a la vez que un conjunto de
fuerzas antinacionales, de izquierda a derecha, pretende mantener el
esquema impuesto por los “libertadores” de 1955.
Según informaciones y reportajes aparecidos en diversos medios de
prensa, el gobierno del doctor Menem estaría listo a declarar un
indulto para los miembros de las Fuerzas Armadas afectados por
procesos judiciales. Se ignora, al momento de escribir estas líneas,
cuál será la extensión y las características del mismo, aún
cuando diversas declaraciones permiten interpretar que existirían
tres grupos distintos de potenciales destinatarios de la medida
presidencial: los ex altos oficiales condenados por delitos contra
los derechos humanos durante la dictadura militar; los oficiales
procesados, sin sentencia, por el mismo tipo de delitos, y los
oficiales con proceso por insubordinación y actos de indisciplina
militar a raíz de los hechos de Semana Santa, Monte Caseros y Villa
Martelli1.
No cabe duda que esta situación es parte de la nefasta herencia que
el gobierno electo de Menem recibió de Raúl Alfonsín. Pero no es
menos cierto que la cuestión militar ha arrastrado sus trágicas
consecuencias a lo largo de los casi cuarenta años que van desde el
cuartelazo gorila de 1955. Presentar el indulto como “la
solución al tema militar”, abstrayéndolo de las condiciones
que gestaron la actual situación, es tan erróneo como enfrentar
abstractamente a los militares acusándolos de la totalidad de las
desgracias que han aquejado, durante estos cuarenta años, a este
desafortunado país.
El Ejército en 1945
La aparición del peronismo en las jornadas de Octubre del 45 es
inseparable de la existencia de un poderoso y joven sector del
Ejército enfrentando a la vieja conducción liberal creada por
Agustín P. Justo. Este sector logra, en 1943, asumir la jefatura del
arma y la dirección política del país. A partir de ese momento, el
Ejército se involucra directa y activamente en la vida económica
nacional. Las tendencias nacionalistas industrialistas, soterradas
durante toda la Década Infame, desarrollan su programa: un
capitalismo nacional autónomo, de fuerte intervencionismo y con una
importante participación del sector público a través de grandes
empresas estatales.
A partir del 17 de Octubre, establecida la alianza de ese Ejército
nacional a través de Perón –su único e indiscutido caudillo- con
las grandes masas populares y, especialmente, con los trabajadores,
las FF.AA. se convierten en un factor determinante en la actividad
política y económica del Estado. Ante la ausencia de una real
burguesía y, por lo tanto, de un partido que la expresase, los
cuadros del ejército involucrado en la industria pesada cumplían su
papel, y la institución militar reemplazaba al inexistente partido
burgués. El Ejército encuentra una finalidad, una función
vinculada al país como totalidad, a la vez que desarrolla su propia
y específica función. La defensa de la soberanía territorial y de
la independencia nacional era, a la vez, el desarrollo de la
industria pesada, la nacionalización de los transportes, los
recursos naturales y las comunicaciones, el fortalecimiento del
mercado interno y el bienestar popular.
Durante casi diez años reina una total unidad en las Fuerzas
Armadas. El conjunto de la oficialidad, con excepciones marcadamente
minoritarias, coincidía con los objetivos y fines del movimiento
popular.
El Ejército gorila en 1955
En las vísperas del golpe de 1955, el ejército se vuelve a
dividir. La fracción oligárquica que, durante los diez años de
gobierno peronista, había intentado levantarse, sin éxito, contra
la legalidad constitucional, logra su objetivo. Un sector católico
reaccionario se une a la minoría liberal y triunfa el 16 de
septiembre de ese año. Meses después, los elementos nacionalistas
reaccionarios son desplazados, a través de un incruento golpe de
estado. El Ejército nacional es desmantelado en sus cuadros, los
oficiales liberales que Perón había pasado a retiro por su
actividad conspirativa son reincorporados, así como los funcionarios
policiales enjuiciados por torturas y asesinato2.
Se establece, después de los fusilamientos del 9 de junio de 1956,
una nueva unidad, aún cuando los objetivos de esa unidad son
diametralmente opuestos a los de la década anterior.
La industrialización es reemplazada por el catecismo liberal; el
papel del Estado, por el credo de la privatización; el mercado
interno, por la apertura de la economía y el bienestar popular, por
la destrucción de las organizaciones gremiales. Se inicia un período
nefasto caracterizado por lo que un autor nacionalista, Aníbal
D’Angelo Rodríguez, describió de esta manera: “la suprema
desvergüenza de los generales abrepuertas que saltan de las palmas
sanmartinianas a los despachos de las sociedades anónimas”.
Durante todo ese nuevo período la unidad estratégica de las Fuerzas
Armadas es total. Los enfrentamientos, aunque serios, de la década
del 60 –azules y colorados- estaban determinados por diferencias
tácticas. El antiperonismo cerril del 55 discutía con un
antiperonismo de nuevo cuño, auspiciado por los EE.UU., que
intentaba integrar a un sector del peronismo, limándole todos los
elementos revolucionarios y nacionalistas El proyecto era la
integración de la Argentina al sistema generado en Washington y las
Fuerzas Armadas argentinas se convertían en un destacamento de un
Ejército Mundial en lucha contra el comunismo, cuyo Estado Mayor era
la OTAN.
“Este Ejército –sostiene el mismo autor- que ha
terminado por ser, como estructura, una inmensa burocracia uniformada
que le cuesta carísimo al país y no le devuelve nada, ni siquiera
el ejemplo de un retiro de digna pobreza o el de la vergüenza que
antes llevaba a un oficial deshonrado a pegarse un tiro en la cabeza.
A este Ejército, tarde o temprano, el país le pedirá rendición de
cuentas y le exigirá una transformación total y a fondo. Porque la
Nación necesita un Ejército. Pero no éste”.
Illia y el antiperonismo “democrático”
El Ejército de la Revolución Libertadora se hizo nuevamente cargo
del poder en 1966. El doctor Illia había significado la posibilidad
de impedir el triunfo peronista por medios constitucionales. Desde el
gobierno impidió, en complicidad con la dictadura militar brasileña,
el regreso del general Perón a la Argentina y trató de dividir al
justicialismo, aprovechando la lejanía obligada de su jefe y la
necesidad del sindicalismo de generar una conducción propia que
diese más autonomía a las negociaciones gremiales, desvinculándolas
de la política de conjunto que imprimía Perón. Cuando las
elecciones de Mendoza –en las que se presentaron dos fórmulas
peronistas, una impulsada por el general y la otra por parte de la
dirigencia sindical- demostraron la inviabilidad de esa política, el
papel de Illia, como mejor discípulo de la Libertadora, pierde
sentido. Será el momento para que los militares impidan lo que el
sistema constitucional no puede impedir: un triunfo electoral del
peronismo. Onganía, el nuevo jefe del Ejército oligárquico,
derroca a Illia y, después de un coqueteo intrascendente con algunos
jefes sindicales y empresarios nacionales, nombra a Krieger Vassena
ministro de Economía. Se iniciaba la llamada “Revolución
Argentina”. La oligarquía, que había hecho el golpe
“democrático” del 16 de septiembre de 1955, asumía, a través
del ejército “azul”, la dictadura.
El Cordobazo y el regreso de Perón
El destino posterior de esa “Revolución Argentina”, con
sus “tiempos”, sus ridículas pretensiones ideológicas y sus
obtusos ministros generales, terminó, como es sabido, en el
Cordobazo y la ola de insurrecciones populares del interior. El
Ejército encontró en Lanusse a su nuevo jefe para dar la batalla
contra un Perón que era, a los ojos del conjunto del país, el único
capaz de dar salida a la grave crisis política generada por la
proscripción del pueblo argentino.
Aún en esas duras jornadas, las FF.AA., formadas bajo la advocación
de la Marcha de la Libertad y el odio gorila al “tirano prófugo”,
lograron mantener su unidad política y, por lo tanto, institucional.
Las insurrecciones populares y masivas del 69 y el 70 no permitieron,
pese a su estratégica importancia, generar una nueva y definitiva
relación de fuerzas en la sociedad argentina y parte de esa energía
revolucionaria terminó en el callejón sin salida del terrorismo y
la lucha armada.
Esto ùltimo –es importante remarcarlo- había estado ausente de
las grandes movilizaciones del ’69 y el ’70. La tan promocionada
existencia de francotiradores en el Cordobazo constituyó un fenómeno
puramente individual y sin ninguna conexión organizativa. Se
trataba, como muchos testimonios de la época lo demuestran, de
afiliados radicales cordobeses que guardaban sus armas de la época
de la Revolución Libertadora. Es más, se puede afirmar que el
terrorismo y la lucha armada, en sus dos grandes organizaciones –ERP
y Montoneros- nace al margen de las grandes movilizaciones y como
fenómeno de clase media estudiantil que reniega de la lucha de
masas.
Y estos grupos, si bien durante cierto período son usados por Perón
como amenaza potencial a la dictadura oligárquica, lograron un
objetivo sustancialmente distinto al que pretendían realizar:
unificar al conjunto de las FF.AA. frente a la agresión que sufría
como cuerpo. La teoría de la lucha contrarrevolucionaria, aprendida
en los manuales franceses escritos por los torturadores de patriotas
argelinos, se convierte en la nueva doctrina militar.
Cuando el general Perón retorna en 1973 a la primera magistratura ya
no controla, como en 1945, a su Ejército. Este es profundamente
hostil a la política que Perón formula para el conjunto del país
y, encima, ve en el viejo general al jefe de las bandas terroristas.
La amenaza que estos grupos significaban para el propio gobierno de
Perón y el notorio carácter antiperonista que su accionar
encerraba, es ignorado por los estrategas de la guerra
contrarrevolucionaria. Al morir el general Perón, los herederos de
la Revolución Libertadora sólo esperan el momento para dar un nuevo
zarpazo.
El 23 de marzo de 1976 las dos organizaciones armadas estaban
políticamente derrotadas. Aislados del conjunto del movimiento de
masas, del pueblo que libraba en el seno del movimiento nacional
enconados combates para reencontrar el cauce revolucionario, tanto el
ERP como Montoneros sólo producen ataques suicidas que concitan el
repudio popular. Ya en vida del general Perón, el odio cipayo del
ERP se dirige contra el propio caudillo nacional. Los ataques y
provocaciones a las Fuerzas Armadas exasperan a éstas contra los
grupos terroristas y contra el gobierno popular. El Primero de Mayo
de 1974, Perón expulsa a los Montoneros de Plaza de Mayo y termina
con la ficción del peronismo de este grupo. Los escarceos de la
guerrilla rural en Tucumán no logran jamás pasar del nivel
propagandístico. No hubo en ningún momento ocupación territorial
ni victorias estratégicas. Ante la orden de la Presidencia de la
Nación de terminar con el accionar de este grupo armado, el Ejército
–cuya cúpula liberal quiere usar el peligro subversivo como
subterfugio del golpe- encierra al foco tucumano, lo hostiliza y lo
mantiene como muestra de la “amenaza” que se cierne sobre la
Argentina. El ataque al cuartel de Viejobueno alcanzó el punto
culminante de la desesperación suicida de los grupos armados. El
pueblo repudiaba el salvaje tiroteo que se desarrollaba ante sus ojos
y veía diariamente acercarse el fin de la soberanía popular. Los
altos jefes militares preparaban, con José Alfredo Martínez de Hoz,
la conspiración que puso fin al tercer gobierno justicialista. Y
aquí comienza la última etapa de los libertadores.
Dice el publicista Daniel Zolezzi: “Cuando los altos mandos
decidieron responder al terrorismo empleando sus mismo métodos,
obligaron a sus subordinados a un modo casi clandestino de actuar que
menoscababa su vocación de soldados. Así comenzaron los jóvenes a
resentirse; resentimiento que exacerbó el aval que los generales
dieron en nombre de toda la fuerza a la ruinosa política económica
del Proceso, generadora de la devastadora deuda externa”. Un
digno exponente de ese Ejército, el general retirado Ramón G. Díaz
Bessone, pretende responder a estas certeras acusaciones y, al
hacerlo, revela su empecinada ignorancia y su poca visión: “La
economía tuvo una sustancial mejora respecto del gobierno de la
señora de Perón, y si bien evidenció fallas y errores de los que
fueron protagonistas, hombres que ocuparon funciones públicas
después del Proceso, y aún hoy, errores de los que nadie estuvo ni
está exento, no admite ninguna comparación con la ruinosa política
económica del gobierno de Alfonsín que es reconocida como la peor
de que se tenga memoria”.
La ira y el orgullo herido le impiden ver al jubilado general lo que
sus propias palabras evidencian: la continuidad de Martínez de Hoz
en la economía de Alfonsín. Pero es mucho pedir a nuestro autor que
afirma: “Recordemos que la inmensa mayoría de la población
recibió con alivio al Proceso. Leamos los diarios de aquel tiempo,
cuyas noticias no eran producto de la censura”. Pero como más
adelante agrega que “en 1955 la Plaza de Mayo desbordó de
pueblo para recibir al general Lonardi”, nos excusamos de
comentar su idea sobre la popularidad. Más rico es, sí, lo de la
prensa sin censura en tiempos del capitán Carpintero. Los grandes
diarios apoyaban sin reservas la restauración oligárquica y los
grupos de tareas se encargaban de los que no lo hicieran. Pero más
allá de entrar en inútil polémica con el ex ministro de
Prospectiva (sic), su testimonio ilustra con claridad la profunda
miseria intelectual de aquellos generales.
Los guerreros del Atlántico Sur
La Guerra de Malvinas vino a poner fin a esta oprobiosa dictadura de
burócratas uniformados al servicio del imperialismo. Quiero citar
nuevamente a Zolezzi, puesto que su filiación impide toda crítica
maccartista: “Los mandos altos, que eran a la vez poder
político, encararon la guerra como si la misma no hubiera nunca de
salirse de pautas más o menos normadas: invasión, mediación y
acuerdo… no atinaron a dar al conflicto el carácter integral que
la guerra moderna posee”. Y termina con esto: “Ni durante
lo más cruento de los combates se pensó en confiscar la propiedad
enemiga, algo que los ingleses hicieron con todo esmero en las dos
guerras mundiales”.
“Otros militares, que por su grado no participaban del manejo
del gobierno, veían las cosas desde una óptica totalmente
diferente. No hacían el gobierno, hacían la guerra… y sufrían
las consecuencias de las improvisaciones en que habían incurrido los
mandos… Las cúpulas de las fuerzas malgastaban sus esfuerzos en
derrocar a la junta que conducía la guerra en lugar de encaminarlos
en el mejor resultado del conflicto”.
El Ejército de la Libertadora mostraba así su abyección. Y el
conjunto de las Fuerzas Armadas comenzaba a vivir su primera y
profunda división desde aquel 16 de septiembre de 1955, de dolorosa
memoria en los trabajadores y el pueblo: los que enfrentaron con las
armas al enemigo colonial y los que habían entregado el país a esos
mismos enemigos.
En julio de 1982, un grupo de generales derrotistas, encabezados por
el ínclito Cristino Nicolaides, da un golpe de Estado y depone al
general Leopoldo Galtieri, por haber enfrentado a Inglaterra y EE.UU.
en la batalla de Malvinas. Es este mismo general Nicolaides –autor
de la célebre frase “el Ejército ha decidido dar un giro de
360 grados”- el que entroniza a Bignone en la presidencia de la
República y organiza la salida que desembocó en el triunfo
electoral del doctor Raúl Alfonsín.
El radicalismo había tenido estrechas relaciones con el gobierno del
Proceso. El general Suárez Mason era uno de esos contactos. Dice
Rosendo Fraga, en su libro Ejército: del Escarnio al Poder
(1973-1976): “…el dirigente radical (Ricardo Balbín)
aprovechó la oportunidad para pedir por el general de Brigada
Guillermo C. Suárez Mason, ‘amigo’ del radicalismo, a quien en
el Ministerio de Defensa se pensaba pasar a retiro por su pasado
antiperonista. El pedido de Balbín, coincidente con gestiones
realizadas ante Vicente Solano Lima y el propio círculo de Perón,
tuvo éxito, y Suárez Mason fue designado segundo comandante de
Institutos Militares”. Para que no queden dudas, en una nota,
Rosendo Fraga agrega: “Durante el exilio en el Uruguay de 1951 y
1955 Suárez Mason estuvo afiliado a la UCR y en esa época
estableció sólidas vinculaciones con la cúpula de dicho partido”.
El propio Raúl Alfonsín, aún en vida de Balbín, visitaba a su
antiguo compañero de estudios y entonces ministro de Interior, el
general Albano Harguindeguy. Más de treinta dirigentes radicales de
Córdoba se convirtieron en intendentes procesistas durante la
gestión de Menéndez en aquella provincia.
De la caída de Puerto Argentino a las elecciones
Durante la Guerra de Malvinas, Alfonsín se había presentado como el
dirigente político más proclive al derrotismo. Sacó del olvido en
que se encontraba sepultado al anciano ex presidente proscriptivo,
Arturo Illia, y lo presentó como la alternativa al gobierno que
guerreaba con el colonialismo inglés. Cuando los oficiales
encabezados por Nicolaides deciden dar el golpe probritánico, ven en
Alfonsín al hombre que les puede sacar las castañas del fuego.
También lo ven La Nación y los grandes diarios oligárquicos.
El Ejército se encuentra completamente desprestigiado a los ojos del
pueblo. Han sido siete años de feroz dictadura que han transformado
la economía del país. Una guerra perdida y una merecida fama de
torturadores y criminales que recae sobre la cúpula militar
responsable del Proceso, hace imposible la continuidad del gobierno
de Bignone. Las fuerzas económicas que se beneficiaron con la
política de Martínez de Hoz y Alemann, la oligarquía y el
imperialismo, no los necesitan más. Desde los mismos lugares que
habían silenciado toda crítica a Videla y sus secuaces aparecen
ahora las terribles denuncias. Alfonsín, como me lo dijera un alto
funcionario de la cancillería argentina de entonces, era la última
posibilidad de crear un gran partido de derecha. Tenía la ventaja,
además, de atraer para esa política a los sectores progresistas de
las clases medias.
Mientras tanto los oficiales que habían combatido en Malvinas
volvían silenciosamente al continente. Sin terminar de comprender
veían cómo se les daba la espalda, cómo el sistema político los
ignoraba, mientras que los que no habían sabido conducir la guerra,
se sumaban a la desmalvinización. “Después de la derrota, los
combatientes fueron sustraídos de la vista del pueblo, como si
fuesen el símbolo de una lucha que debía olvidarse. Comenzaba desde
los altos mandos la ‘desmalvinización’ que, con énfasis
continuaría el alfonsinismo”, dice Daniel Zolezzi en su
artículo que ya hemos citado. Y agrega: “El enfrentamiento
entre los ‘combatientes’ y los sectores ‘oficiales’ de las
fuerzas ya se planteaba de viva voz; y los más jóvenes sumaron al
reproche de la mala conducción de la guerra, el de toda la
conducción política impresa al país durante los años del gobierno
militar, que por razones de obediencia profesional se habían visto
forzados a consentir”. Insistimos en la importancia de estas
consideraciones, puesto que provienen de un hombre de extracción
nacionalista y con amplios contactos con la oficialidad del Ejército.
“El sector ‘oficial’ de las Fuerzas Armadas, el que conducía
el proceso, prefirió abrir las compuertas electorales –aún a
costa de ciertos riesgos- a correr el peligro de ser relevado por el
sector ‘combatiente’ que impugnaba tanto su escasa aptitud para
conducirlo en la guerra, como su tolerante cohabitación con la
‘patria financiera’ que había llevado al país a la bancarrota”.
Alfonsín, por su parte, denuncia “un pacto sindical-militar”,
lo que le permite asustar a la clase media, mientras arregla con la
cúpula antimalvinera.
El Juicio a las Juntas3
Desde estas mismas páginas hemos criticado duramente la manera en
que Alfonsín intentó dar solución al problema de los delitos
contra los derechos humanos cometidos por el Proceso. Se negó a
iniciar un juicio político contra ese período y sus responsables.
Esto hubiera permitido establecer la relación causal entre esa
política de terror y el plan económico aplicado por Martínez de
Hoz, relación que fue y es sistemáticamente ignorada por los países
imperialistas que se horrorizaron por la crueldad sin límite de
aquel régimen. Su compromiso con la cúpula heredera y albacea del
proceso le impidió descabezar a esas FF.AA., reincorporar a los
oficiales nacionalistas expulsados por los procesistas y
redemocratizar a los cuadros de oficiales.
Por el contrario, Alfonsín se dedicó, después de condenar a las
Juntas y a algunos militares como a Camps –entregado por sus
camaradas como mal menor-, a roscar con los generales más
procesistas, persiguiendo y relegando a los oficiales que habían
combatido en Malvinas. Estos sentían que toda la furia alfonsiniana
recaía sobre sus cabezas, mientras que aquellos generales a los que
veían como culpables de la derrota eran desprocesados y sus
responsabilidades diluidas en el espeso mar de los zargasos de la
burocracia judicial. Cada uno de los distintos Jefes de Estado Mayor
del ejército que se sucedía en el cargo ratificaba la voluntad
alfonsinista de sostener a la cúpula liberal antiperonista heredada
de la Libertadora y el Proceso. El juicio a la Junta que condujo la
guerra de Malvinas fue el símbolo de la entrega y claudicación de
la política de Alfonsín.
En este marco se produjeron las rebeliones de Semana Santa y,
a consecuencia del notorio incumplimiento de la palabra empeñada por
el presidente, las de Monte Caseros y Villa Martelli. Los oficiales
rebeldes apelaron a una especie de desobediencia armada para
detener la persecución de la que, sistemáticamente, eran objeto.
Alfonsín, convencido del poder transformador de la realidad que
tienen las palabras, intentaba negar lo que era evidente, la
necesidad de negociar con un sector del ejército que no respondía a
los generales que él nombraba.
Por otra parte, y para atraerse a los generales liberales dictó las
leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Con ellas daba respuesta al
pedido de poner fin a los interminables procesos que se prolongaban
ya por cinco años y se aseguraba la lealtad de la cúpula liberal.
Mientras tanto, todo el sistema imperialista, de izquierda y de
derecha, ponía el centro de la cuestión alrededor de los oficiales
expresados por Seineldín y Rico. Tanto Julio Fernández Torres, como
Ríos Ereñú y Caridi4
habían participado en el golpe del 55. El primero de los nombrados
siendo teniente, tomó la Escuela de Tropas Aerotransportadas en
Córdoba, el 16 de septiembre de aquel año. Como oficiales
superiores tuvieron decisiva participación en el golpe del 23 de
marzo de 1976. Fueron, en el ejercicio de sus cargos, la correa de
transmisión de la política norteamericana en el área. Pero el
peligro para la prensa progresista eran los carapintadas.
Así se llega a la sangrienta farsa de la toma del cuartel de La
Tablada. Con él, entre otras cosas, la política militar de Alfonsín
perdió absolutamente toda credibilidad.
El Indulto: el remedio y la enfermedad
Era vox populi que el sector conocido como carapintada
simpatizaba con el doctor Carlos Menem, durante la campaña
electoral. Se suponía que la asunción del actual presidente
impediría la cristalización de una cúpula militar
pronorteamericana y antimalvinera e incorporaría de pleno derecho a
los militares cuyas carreras habían sido postergadas por el
sectarismo liberal de Alfonsín y Caridi. Muchos observadores
llegaron, incluso, a interpretar que el indulto era un recurso
necesario para terminar con los enfrentamientos internos del arma. Es
cierto, que el indulto a los actos de indisciplina de Semana Santa,
Villa Martelli y Monte Caseros, parecía el resultado necesario de un
cambio de orientación en la suprema conducción del Ejército y el
final de las persecuciones generadas por el antimilitarismo liberal
de los radicales. Algunos imaginaron que el indulto a los militares
procesados por violaciones a los derechos humanos, aún cuando a
disgusto, era un paso necesario para finalizar con un tironeo que no
daba solución al problema y sólo servía para irritar a los
elementos más recalcitrantes. Pero la finalización que todo este
proceso ha tenido con la consolidación aparente del general Cáceres
y la destitución definitiva del coronel Seineldín, dejan la
impresión de que por una vía reglamentaria se ha violado el
espíritu asignado a aquel indulto presidencial. Todo esto parece
haber servido para reivindicar el ejército del 23 de marzo de 1976 y
dar de baja al del 2 de abril de 1982. El viejo profesionalismo de
cuño liberal, base de operaciones de la política imperialista en
nuestras FF.AA. parece haber ganado espacio en las últimas semanas.
La historia del Ejército no está cerrada. Si en el seno del
movimiento nacional se libran poderosos combates para definir el
rumbo del gobierno popular elegido el 14 de mayo, en el seno de las
organizaciones castrenses, deben aún librarse fuertes luchas para
dotar a la Patria de un Ejército dispuesto a defenderla.
1
Se refiere a las insubordinaciones de los oficiales medios,
denominados “carapintadas” por el periodismo comercial, y que
reclamaban contra la arbitraria política de Raúl Alfonsìn, que
enjuiciaba oficiales de menor graduación, mientras ratificaba la
conducción liberal de las FF.AA.
2
Ver Alejandro
C. Tarruella, Juan
Ingalinella, el crimen sin paz, en
Historias Secretas del Peronismo,
Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2007, pág. 177.
3
Estas líneas reproducen el parágrafo con el mismo titulo del
artículo Fuerzas Armadas y política nacional”, aparecido
en Pregón de la Izquierda Nacional, octubre de 1989.
4
Los tres fueron Jefes del Estado Mayor del Ejército durante la
presidencia de Alfonsín.
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