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18 de mayo de 2015

Marcelo Sánchez Sorondo y nuestro laberinto

Marcelo Sánchez Sorondo, don Marcelo, fue un dirigente histórico del nacionalismo argentino, director de Azul y Blanco, un periódico doctrinario con el que intentaba influir en las FF.AA. Allí fue secretario de redacción Juan Manuel Abal Medina (padre), hasta que se convirtió, en 1972, en Secretario General del Movimiento Peronista, por decisión de Perón. En su regreso al país, el general Perón reconoció a esta corriente intelectual y política e invitó a Sánchez Sorondo a ser candidato a senador nacional por la Capital Federal en las elecciones de 1973. Integró, entonces, la lista del FreJuLi y compitió, en ballotage, con el candidato a senador por la UCR, el joven profesor de Derecho Procesal, el cordobés Fernando de la Rúa. La ciudad de Buenos Aires prefirió votar a un cordobés liberal, que a un verdadero porteño nacionalista. Así se inició la carrera política del procesalista que terminó en el helicóptero del 2001.
Don Marcelo, fallecido en 2012, pocos días antes de cumplir sus cien años, era un brillante escritor y un cultísimo historiador político. Obviamente alejado del marxismo y de toda concepción materialista, sus interpretaciones sobre nuestra historia contienen siempre el agregado de un conocimiento de los personajes y del ambiente social al que pertenecieron, con una mirada proustiana, como si se tratara de viejos recuerdos o historias familiares contadas en la mesa. Miembro de la clase dominante que surge con Julio Argentino Roca, Sánchez Sorondo ve el proceso histórico argentino, sobre todo a partir de 1853, con el sentimiento de formar parte de esa casta de hombres que intentaron forjar lo que el llama “la República posible”, pero tiene la inteligencia y largueza en la mirada que le permite, además, percibir los límites sociales, políticos, ideológicos y económicos de ese intento.
Estoy llegando a las últimas páginas de lo que, creo, ha sido su último libro, “La Argentina por dentro”, editado por Sudamericana en 1987, que tenía desde hace tiempo en mi biblioteca y cuya lectura había postergado injustificadamente.
Quiero transcribir un largo párrafo de ese libro, para ofrecer al lector una muestra del estilo preciso, de relojería de don Marcelo, y la pulcritud de las reflexiones psico-sociales de un hombre cuya experiencia vital está en las antípodas de las innúmeras masas que se expresaron tras estos dos caudillos, Yrigoyen y Perón:
Nada más distinto, más opuesto incuso por sus temperamentos respectivos y sus formas de actuación, que las dos personalidades de Yrigoyen y Perón. Son dos mundos individuales, dos cosmovisiones que no guardan entre sí semejanza alguna. Desde luego, Yrigoyen pertenece en cuerpo entero al siglo XIX, cuya vigencia se extiende aquí hasta la primera posguerra, al paso que Perón es decididamente un hombre del siglo XX. Mientras aquel se escuda en su reserva, ceñida por su introversión, éste, en apariencia llano y accesible, ostenta una prodigalidad verbal desbordante que se fue derramando, estrepitosamente, en la vida pública argentina. En Yrigoyen, pues, la nota original y más llamativa era el misterioso ascendiente que a pesar, o mejor dicho, a causa de su retraimiento ejercía sobre las masas a las cuales jamás se dirigió directamente. Perón, en cambio, para tomar posesión de la mayoría y convertirse a su vez, en el ídolo del pueblo se valdría del instrumento de la palabra que se concertaba con una sonrisa gardeliana y un matiz sentimental, a su modo inédito en el escenario de nuestra política. Contribuía a ello la presencia en verdad insólita de Evita, cuya incorporación a esas faenas viriles, que hubiera sido inconcebible para el estilo de Yrigoyen, marca la inmensa distancia psicológica que media entre el relativo anacronismo del uno y la imperiosa modernidad del otro”.
Yrigoyen transmitía sus consignas como si fueran secretos en el trato directo con los correligionarios a los cuales seducía por contagio, por trasmisión traslativa de su imagen efectuada, paso a paso, y de individuo a individuo. Con otro ritmo, Perón desde el balcón y la voz estentorea del megáfono o através de la radio, que penetraba hasta en los hogares más cautivos por la distancia y la soledad, difundía sus mensajes con la potencia vertiginosa de un huracán. Yrigoyen desde el llano con sortilegios milagreros conquistó al pueblo y luego, en andas del sufragio, al Estado. Perón, a la inversa, fue aupado primero por el proceso militarque se inicia en 1943 y le entrega algunos resortes decisivos del gobierno -la Secretaría de Trabajo, el Ministerio de Guerra, la Vicepresidencia- y merced a su utilización oportuna y copiosa desde el poder alcanza su enorme proyección popular. Ambos eran “populistas”, pero Yrigoyen si no en doctrina, en la práctica era tolerante frente a sus contestarios, mientras Perón se deslizó por una pendiente autoritaria que lo indujo a la represión de los opositores. A pesar de su mesianismo mayoritario, Yrigoyen no deprimió las libertades ni extendió las dimensiones del Estado porque no fue, por cierto, un dictador, y aunque en su decadencia tuvo favoritos no consintió exprofeso la adulación. A la inversa, Perón se propuso montar un enérgico y pragmático sistema de poder, acrecentó con nuevos cometidos y controles el volumen de la administración y permitió sin repugnancia que a su alrededor fermentara un tufo de adulonería insoportable. Yrigoyen no transgredió los fueros del Poder Judicial y al menos durante su primer período no manejó a su antojo a los parlamentarios del radicalismo ni pretendió nunca acallar la oposición de los grandes diarios. Perón, que al través del jucio político renovó la composición de la Suprema Corte, dispuso discrecionalmente de la mayoría parlamentaria y controló los medios de información, contralor que el manejo discrecional y burocrático de las cuotas de papel hizo aun más exigente respecto de la prensa escrita, algunos de cuyos órganos no vaciló en clausurar o “expropiar”.
Mas adelante, en el mismo capítulo, Sánchez Sorondo se refiere al supuesto fascismo de Perón:
Ahora bien, afirmar que Perón y el fenómeno político que engendró son una especie criolla dentro del género contemporáneamente alumbrado por los totalismos es una interpretación que a fuer de simplista añade poco o nada al análisis del tema y, por lo tanto, no ayuda a ofrecer evidencias acerca de las significaciones del nuevo movimiento de masas y de esa seducción con que lo atrajo y lo formó a su vera el joven coronel del 43. Toda jefatura personal de tipo aglutinante tiene características similares expresadas en la relación carismática. Pero ese denominador común, considerado en abstracto, no permite auscultar las diferencias proporcionadas por la riquísima diversidad de los procesos políticos; no suministra el conocimiento de los contenidos existenciales. Incluso el desencuentro cronológico que separa al peronismo de las dictaduras europeas, es es, el sincronismo entre los comienzos peronistas y el descalabro inminente de aquellas, muestra a las claras cómo la reminiscencia fascista en aquella etapa de nuestra política nacional fue una vibración póstuma, un eco tardío y falto de resuello. Tales reflejos de un estilo asequible al temperamento de Perón no trascendieron a la masa de los y corifeos, al espíritu festival del pueblo”.
Así, aunque contagiosa, resulta a la postre estéril la asociación de ideas que forzando rezagadas conexiones de época pretende inducirnos a creer que la experiencia peronista es tan sólo un calco de las precedentes autocracias occidentales y que, en consecuencia, no hubiera siquiera existido sin ellas. Por el contrario, en la medida en que las derivaciones de la posguerra acentuarán la soledad y el ensimismamiento de nuestro país, el peronismo fue mostrando su perfil nativo, sus elementos de actualidad nacional. En este sentido, la autonomía del proceso peronista respecto delas influencias foráneas ofrece pruebas incontrastables: no hay como hechura del pueblo argentino nada más nuestro y, por ende, más intransferible. De ahí que por ser la revelación de una circunstancia argentina Peón no tuvo émulos en nuestra América. La indudable disonancia de Perón respecto de los valores del Estado de Derecho responde, pues, a connotaciones exclusivamente nacionales”.
Hasta aquí, y a modo de muestra gratis, la prosa de don Marcelo Sánchez Sorondo. Como se ve hay aquí más conocimiento del país, más solidez argumentativa y consistencia analítica que en las tonterías acumuladas en millones de “papers” por Halperín Donghi, Romero y sus epígonos. Y no faltan en la descripción que hemos leído, y en la totalidad del capítulo en cuestión, juicios críticos al modo con que Perón ejerció ese poder que había creado. Ni el enfrentamiento con la Iglesia, ni la quema de algunos templos, fueron episodios gratos a la memoria de este inteligente y pródigo hijo del “ancien régime”, ni la prisión de los dirigentes opositores, como Ricardo Balbín o Federico Pinedo fueron celebrados por él y sus conmilitones. Pero hay en estos párrafos, y en todo este libro, un profundo hálito argentino y una, hoy escasa, visión del “continuum” histórico que significa una sociedad, un delgado pero firme cabello de Ariadna que guía al Teseo contemporáneo a adentrarse en nuestro propio laberinto.
Cuando el presidente de los EE.UU. reprocha a nuestros presidentes latinoamericanos por su machacón historicismo, releer a Marcelo Sánchez Sorondo, como releer a Jorge Abelardo Ramos, a José María Rosa o a Fermín Chávez, es un necesario ejercicio de autonomía intelectual. Porque eso somos, el producto de ese laberinto, y del conjunto de tradiciones de pensamiento que se metieron en él para enfrentar al Minotauro mitrista.
Buenos Aires, 18 de mayo de 2015.

1 comentario:

  1. Germán G. Justo12:55 p.m.

    Hablar de Marcelo Sánchez Sorondo es remitirme a mi infancia, el "Circulo del Plata" y Nené Matienzo.

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