En esta página publico los artículos escritos por mí en los últimos años, sobre política argentina, política latinoamericana y política internacional, que considero más interesantes y de actualidad. Visite mi blog con temas periodísticos y literarios http://jfernandezbaraibar.blogspot.com
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20 de febrero de 2018
15 de febrero de 2018
9 de febrero de 2018
Volver, salga pato o gallareta
En 1985 el Centro Editor de América Latina editó un libro que se llamó La Argentina Exilada. Sus recopiladores me pidieron que escribiese algo sobre aquellos años. Hoy he vuelto a encontrarme con ese texto.
En el
mes de agosto de 1977, una noche fría y lluviosa, tomé, junto a mi
mujer y dos hijas, un avión de AA que nos depositó -26 horas
después- en el aeropuerto de Arlanda, en Estocolmo, Suecia. Tenía
treinta años.
Detrás
mío dejaba mi infancia y mi adolescencia en Tandil, mis estudios de
abogado en la Universidad Católica Argentina,
mis años de formación intelectual y política, y la década más
apasionante que haya vivido mi generación: que, de manera
épica, se inicia el 29 de mayo de 1969 en Córdoba. Dejaba también
cantidad de amigos y compañeros, una punta de sueños no realizados
y dieciocho meses de pesadilla. También dejé una gata, Almendra,
negra y sedosa, que según tengo entendido creó una importante
familia de gatos.
En
diciembre de 1969 me afilié al entonces Partido Socialista de la
Izquierda Nacional. Milité en el movimiento estudiantil y representé
a la Agrupación Universitaria Nacional en el Congreso de la FUA de
1970, donde obtuvimos la dirección en unión con otros sectores
nacionales. Fue la FUA de Teruggi, como se la llamó. Por primera
vez, el movimiento estudiantil reformista reivindicaba el 17 de
octubre de 1945 y el peronismo. Teruggi fue asesinado en 1976. Vaya
este recuerdo como homenaje a su patriotismo y a su convicción
socialista.
De
esta época estudiantil guardo con orgullo una carta del general
Perón, en la que nos expresaba sus coincidencias con las banderas de
aquel X° Congreso de la FUA.
Fui
cofundador del Frente de Izquierda Popular, en 1971, Desde ese
momento hasta 1977 , cuando abandoné el país, miembro de la Junta
Nacional de este partido. Dirigí el periódico partidario Izquierda
Popular desde 1973 hasta 1976. La actividad política me permitió,
entre otras cosas, recorrer el país casi en su totalidad. Conocí a
Perón en una entrevista en el 72 en la casa de la calle Gaspar
Campos, junto con Jorge Abelardo Ramos, Jorge Enea Spilimbergo, Blas
Alberti y otros compañeros de la dirección del FIP. Volví a verlo
al año siguiente, cuando aceptó que nuestro FIP lo llevase en la
fórmula presidencial en las elecciones de Julio de 1973.
Profesionalmente
he hecho ingentes esfuerzos para ganarme el pan como periodista.
Trabajé en Panorama, Confirmado y Cuestionario, entre otras
revistas. Pero mi mayor experiencia profesional ha sido en
publicaciones políticas.
En
1977 decido irme del país. Por un lado, el clima de terror impuesto
por la dictadura se hacía insostenible. Comienzan las anónimas
amenazas telefónicas a la redacción de Confirmado y la sugerencia
de la Secretaría de prensa al dueño de la revista de que
prescindiera de mis servicios. El doctor Agulla, en un gesto que lo
honra, me explico el planteo hecho por el capitán Carpintero
-secretario de prensa de Videla- y me comunica su decisión de no
hacerlo efectivo. No obstante ello me aconseja abandonar el país y
durante varios meses continúa pagándome el sueldo pese a que
virtualmente ya no concurría a la redacción.
Simultáneamente,
el FIP vivía una honda crisis interna. Las relaciones entre los
compañeros, comúnmente fraternales, se habían enrarecido y un
clima de despotismo autoritario por parte de sectores de la dirección
sofocaba la vida política interna. La discusión planteada -que
hacía a las posibilidades de una vida interna democrática y a la
coexistencia de líneas internas unidas por la concepción
estratégica de la Izquierda Nacional- llevaba un enfrentamiento con
un grupo de la dirección que podía terminar en una ruptura no
deseada por mi parte, en ese momento. Por otro lado, nuestra
organización partidaria tampoco estaba en condiciones de mantener la
seguridad personal de los militantes.
Por
todas estas razones decido con mi mujer irme del país. Hice conocer
mi decisión a la dirección del partido y me puse a su disposición
para lo que pudiera ser útil en mi nueva residencia.
Me
fui de la Argentina con un espantoso sentimiento de derrota. El
terror del Estado oligárquico imperialista y la demencia de los
grupos armados no dejaban lugar para la política. Día a día
desaparecían amigos, conocidos, parientes. Martínez de Hoz se
alzaba omnímodamente sobre las ruinas de la industria nacional y la
desaparición y el asesinato de miles de argentinos.
Lo de
elegir Suecia fue simplemente que unos amigos se habían trasladado
hasta allá unos meses antes. En tren de tener que irnos, pensamos
que lo mejor era un páis donde conociéramos a alguien y donde, por
estos amigos, sabíamos cuáles eran las condiciones. Quizás haya
jugado también el recuerdo inconsciente de alguna película de
Bergman, de Vilgot Sjöman. O simplemente la distancia enorme entre
el Polo Sur y el Polo Norte. De todas maneras hacía allí nos
fuimos.
El
viaje fue horrible. Por primera vez en mi vida sufrí de mareo. Todo
el cruce del atlántico lo pasé en el pequeño cuarto de baño del
avión. Creo que me saqué de adentro todo lo horrible con que me
había cargado en los últimos tiempos.
Temblando
y vacío aterrizamos en Arlanda.
En
los primeros tiempos soñaba que, por alguna razón, regresaba a la
Argentina y no podía volver a salir. Me despertaba aterrorizado. Los
primeros tres años fueron verdaderamente caóticos en el plano
personal. Me aboqué casi obsesivamente a estudiar sueco. Las noches
eran interminables. Acostumbrados a la vida vertiginosa de Buenos
Aires, nos abrumaba la tranquilidad provinciana de Estocolmo y la
falta de amigos y lugares de encuentro. No obstante ello, la
situación me daba un necesario respiro para la reflexión personal.
Por
supuesto, atravesamos una brutal crisis en nuestra relación de
pareja. Lo que ocurre, creo entender, es que de repente te encontrás
carente de todos los filtros y amortiguadores que te da el vivir en
tu país: la familia, el trabajo, la militancia, los amigos. Y te
encontrás absolutamente a solas con tus fantasmas. Has convivido con
ellos durante años, pero sin darte cuenta que están ahí. Y de
pronto brotan y quedan sueltos bailando una danza obscena. Creo que
también juega, en este sentido, la situación de extrañamiento, de
encontrarte en tierra extraña. Como nadie te conoce, jugás con la
fantasía de hacer lo que se te dé la mismísima gana.
Es un
poco como la fantasía omnipotente de los viajes. De todas maneras,
en mi caso esta crisis no terminó con la separación. Aunque la
incluyó en alguno de sus apasionantes capítulos. Lo cierto es que
en el exilio los matrimonios o las parejas se deshacían con una
velocidad mucho mayor que acá.
Otro
tema es el de los chicos. Mis hijas tenían siete y tres años cuando
llegamos a Estocolmo. La mayor comenzó la escuela primaria y la
menor en una guardería. Tengo la sensación que el idioma fue para
ellas un problema infinitamente menor que para nosotros, los adultos.
Crecieron perfectamente bilingües, manteniendo el castellano -o el
argentino- como idioma del hogar y de relación con los
latinoamericanos y el sueco como idioma social. Por nuestra parte, lo
que intentamos fue darles un cierto ámbito de seguridad, de apoyto,
para que no se sintieran más raros o marginados que lo estrictamente
impuesto por la propia sociedad.
Desde
un principio, yo me aferré a la idea de que me había visto obligado
a irme de mi país y que esto era algo que lo tenía que manejar con
la mayor objetividad posible. En ningún momento soñé con la idea
de radicarme en algún otro país, pensando que allí estaría mejor
o menos mal. Convencido de que el “mal” viajaba conmigo, me
dediqué a hacer mi estadía en Suecia -por todo lo que ella durase-
tan positiva como fuese posible. No viví por lo tanto lo que
llamábamos el “síndrome de la valija hecha”. Los que vivían en
España añoraban vivir en Venezuela porque era más cerca de la
Argentina, los que vivían en Suecia soñaban con el sol y la alegría
española y los que estaban en España suspiraban por las ventajas de
la sociedad de bienestar escandinava. Todo ello no era sino la
angustia de no poder estar donde querían, esto es, en nuestra
patria. Yo creía entender esto, de modo que traté de arraigarme en
Suecia, conocer su idioma, su gente, su historia y su sociedad y
desde un primer momento decidí que al único país adonde me mudaría
sería a la Argentina.
No
puedo negar que en los primeros tiempos se me cruzó por la cabeza la
idea de no volver nunca más. Creo que en algún momento a todos los
que estuvimos afuera la Argentina se nos representaba como un paraíso
inexorablemente perdido.
Esa
sensación desapareció completamente el 2 de abril de 1982. Recuerdo
que la colonia argentina en Estocolmo había organizado una
manifestación ante la embajada argentina en protesta por la
represión a la movilización popular en Plaza de Mayo del 30 de
marzo. Cuando los diarios suecos aparecieron con titulares catástrofe
anunciando la recuperación militar de las islas, un grupo de amigos
-Jorge Grondona, Luis Monsalve, María Isabel Santamaría, María
Inés Walter, Jorge Ocampo, entre otros- nos conectamos con los
organizadores de la marcha y les sugerimos transformarla en un acto
de repudio a la piratería británica y de reafirmación de nuestros
derechos sobre las Malvinas. Lamentablemente no fuimos so
suficientemente convincentes y sólo logramos que la columna
manifestase primero ante la embajada argentina y luego ante la
inglesa. A partir del 2 de Abril nuestra pertenencia a Argentina y a
América Latina se convirtió en quizás la primera experiencia de
lucha en el exilio. De pronto veíamos que la opinión pública
expresada por los grandes diarios e incluso por las autoridades, que
haste el día antes se había solidarizado con nuestros reclamos, se
tornaba hostil. Fueron inútiles nuestras visitas a las distintas
redacciones tratando de explicar la legitimidad de la posición
argentina. También lo fueron nuestras entrevistas con distintos
dirigentes, tanto del oficialismo socialdemócrata como de la
oposición. Olaf Palme -el primer ministro- y Pierre Schori
-hombre fuerte de la cancillería- escucharon sonrientes nuestras
argumentaciones y con cordialidad y firmeza trataron de explicarnos
que todo no era más que el sueño ebrio de un dictador de tierras
calientes. Cuando la flota británica iba en camino a Puerto
Argentino, organizamos una manifestación ante la embajada inglesa en
Estocolmo, frente a la cual quemamos una Unión Jack adornada con el
tradicional símbolo de la piratería. El matutino socialdemócrata
no vaciló en titular en primera página “La manifestación más
pequeña del año”. Efectivamente habíamos logrado reunir a 19
patriotas que así expresaron su repudio a la ocupación colonial y
su sentimiento nacional.
En
estas jornadas se hizo evidente para mí que muy poco era lo que los
latinoamericanos y los argentinos teníamos para hacer en el Norte.
Lástima y conmiseración despertaríamos siempre y cuando
expusiésemos nuestras llagas, nuestros muertos, nuestras miserias.
Pero ni bien, por las vías más inesperadas, nos poníamos de pie y
tomábamos lo que era nuestro, la piedad se convertía en
indiferencia, sino en abierta hostilidad. Tengo como satisfacción
personal el haber logrado convencer de la legitimidad de nuestra
causa a dos ciudadanos británicos, compañeros de trabajo, con
quienes discutí durante largas noches boreales la información de la
prensa inglesa. La derrota de Puerto Argentino tuvo como resultado la
decisión de regresar a la Argentina.
Regresé,
por primera vez, el 9 de Julio de 1982. Fue una experiencia
relativamente traumática. En primer lugar, yo venía con el espíritu
inflamado por las jornadas malvineras. Y encontré un Buenos Aires
más derrotado aún que el que había dejado en 1977. Charli
García cantaba “No bombardeen Buenos Aires” y la mayoría
de los amigos estaba convencida de haber sido engañada por Galtieri.
Mi entusiasmo, mi convicción sobre que la experiencia de Malvinas
tendría consecuencias incalculables sobre nuestro desarrollo
político sonaban como una carcajada en un velorio.
Por
otra parte, siete años en la sociedad de bienestar me habían
borrado los reflejos condicionados propios de nuestra escasez y
nuestra crisis. Para decirlo más concretamente: vivir en el Norte -o
por lo menos en Suecia- significa conseguirse un trabajo de 6 a 8
horas diarias de lunes a viernes, cobrar un sueldo de 800 o
900 dólares, tener entre 67 7 horas de tiempo libre por día, tener
asistencia médica gratis cubierta por el Estado, contar con piletas
de natación, campos de deportes y actividades sociales sostenidas
por el municipio y calcular si este mes me meto en un crédito a 18
meses para pagar un equipo de vídeo o una computadora personal. No
voy a explicar lo que la palabra vivir significa en nuestras costas
porque forma parte de la experiencia de los lectores..
A los
seis meses de haber vuelto, me encontraba desocupado, sin
perspectivas laborales, con mi mujer y mis hijas en Estocolmo
esperando el telegrama que les dijese “vénganse”´. Decidí
volver al Polo Norte. Pero esta vez, sí, viví la pálida del
exilio. Le había vuelto a tomar el gusto a Buenos Aires. El
bienestar nórdico se me hacía como una especie de muerte por
congelamiento. Recuerdo uno de los cuentos árticos de Jack London,
donde el protagonista muere congelado en Alaska. Es una muerte dulce.
Un suave sopor lo invade mientras siente que, lentamente, empieza a
perder toda sensibilidad. Un Nirvana helado lo recibe en sus brazos
para no soltarlo más.
Mi
mujer y yo decidimos volvernos, salga pato o gallareta. Acá estamos.
Ocho años más viejos, o más maduros. Con muchos recuerdos. Con
inolvidables y solidarios amigos en el Polo Norte.
Con
palabras de Miguel Hernández:
"Lo
que hay de venir, aquí lo espero
cultivando
el romero y la pobreza.
Aquí
de nuevo empieza
el
orden, se reanuda
el
reposo, por yerros alterado,
mi vida
humilde, y por humilde, muda
y
Dios dirá que está siempre callado".
Buenos
Aires, 1983.