Hugo Chávez es el hombre que puso a
Latinoamérica nuevamente de pie.
Como venezolano, llevó adelante una
singular revolución de la física: convirtió en opacos a los
millones de pobres de su país, que hasta ese momento habían sido
transparentes para una “maiamizada” burguesía compradora. Y esos
cuerpos, en los que ahora rebota la luz, ocuparon el centro de la
política, el centro de la economía y comenzaron a decidir sobre su
propio destino. Hombres y mujeres de tez oscura, hijos y nietos de
aquel brutal y apasionado mestizaje que pobló nuestro continente y
fue la tropa de las batallas de la Independencia, se reconocieron
como ciudadanos de primera clase, como obstinados sujetos de derechos
largamente postergados.
Como suramericano, hizo virar en 180
grados la visión estratégica de su país. Giró su mirada, puesta en el mar Caribe con su norte en Florida, hacia el extensísimo sur,
hacia las riquezas del Orinoco, hacia la abundancia torrencial del
Amazonas, hacia el Brasil potente, hacia la lejana Cuenca del Plata.
Sus compatriotas descubrieron que formaban parte esencial de un
inmenso continente y que ese balcón abierto al topacio del Mar de
las Antillas era también la piedra angular capaz de revincular la
patria de Petion, Morazán y Martí a la de Perón, Allende, Vargas y
Haya de la Torre.
Este hijo de la Venezuela profunda, con
un gran conocimiento de su pueblo, con la facundia de Cantaclaro y de
los hombres del llano, se convirtió, por lealtad a su pueblo, en el
caudillo popular suramericano más querido por su pueblo.
Y por gallardía y valor, el comandante
llegó a ser el caudillo indiscutido de las fuerzas armadas
venezolanas. La representatividad de su pueblo y la jefatura de las
FF.AA han sido y son los dos grandes soportes de su liderazgo
revolucionario.
Y por visión continental, Hugo Chávez
es el nuevo estratega de nuestra Patria Grande. La gran batalla de
Mar del Plata lo tuvo, junto con el gran hijo de la Patagonia que fue
Néstor Kirchner, como protagonista central. En esas históricas
sesiones de la Cumbre Americana, frente a las cámaras televisivas
del mundo entero, Chávez y Kirchner pulverizaron el intento yanqui
del ALCA que convertiría nuestros países en meros espectadores, sin
voz ni voto, del dominio imperialista. Nunca como hasta ese momento
el gigante, al que se enfrentaron Santa Anna y José Martí, Manuel
Ugarte y Albizu Campos, había sufrido una derrota semejante. Los
manes de diez generaciones de hispanoamericanos fueron reivindicados
en las discusiones de Mar del Plata. Los Estados Unidos de América,
que según Simón Bolívar “parecen
destinados por la Providencia para plagar de miserias la América en
nombre de la libertad”,
se retiraron del balneario del sur derrotados y casi sin
aliados.
El comandante Hugo Chávez, este
hombre, acaba de reconocer públicamente la posibilidad tan temida
por millones de compatriotas de América Latina de no poder continuar
con su mandato. Chávez es plenamente conciente del papel que juega
en la consolidación de un futuro de justicia y dignidad para su
pueblo y de unidad para la Patria Grande. Y con esa responsabilidad
sobre sus hombros, Chávez ha enfrentado la emboscada de la
enfermedad y de la muerte con la misma hidalguía y firmeza con que
asumió la representación de los postergados de su tierra. El
cáncer, al que seguramente le dio la ventaja de una incansable y
triunfante campaña electoral, se ha tomado una revancha. Chávez les
ha hecho saber a los suyos que la cosa es seria y ha mencionado al
hombre que, de manera indiscutible, considera el único capaz de
llevar adelante su legado venezolano y continental: el antiguo
conductor de omnibus Nicolás Maduro.
La revolución bolivariana no quedará
acéfala. Las ambiciones menores no prevalecerán porque el gran
caudillo, con serenidad y sabiduría, ha aventado toda discusión.
Alguna compañera, conmovida por la
inmensidad de la noticia, exclamó: “¡Qué mala suerte tenemos
los latinoamericanos!”
Creo que la dolorida expresión no
corresponde exactamente a nuestra realidad. Los suramericanos hemos
tenido la suerte sin par de tener contemporáneamente una pléyade de
extraordinarios dirigentes a la altura del destino histórico de
nuestros pueblos, de enorme estatura moral, de singulares capacidades
de conducción, de aguda visión e indoblegable voluntad. Pocos
lugares en el mundo pueden exhibir un cuadro semejante. Esa
contemporaneidad que nos había sido esquiva desde los tiempos de la
Independencia, esa presencia simultánea de Chávez, Néstor, Lula,
Cristina, Dilma, Correa, Evo, Santos, Mujica, Lugo, Humala ha sido una
extraordinaria fortuna, una suerte sin parangón. Estos doce años
del siglo XXI, gracias a estos hombres y mujeres, le han dado al
continente el empujón definitivo para iniciar un camino de grandeza,
soberanía y prosperidad sin posible retorno.
Hemos sido afortunados los
latinoamericanos. El futuro ha vuelto a estar en nuestras manos.
Mientras tanto, los pueblos al sur del Río Grande -“la América
ingenua que tiene sangre indígena, / que aún reza a Jesucristo y
aún habla en español”- están
orando a su Dios y a sus dioses, por la salud del guerrero herido.
Buenos Aires, 10 de diciembre de 2012
Usté es un capo, don Julio ¿Lo sabía? Se probó la camiseta del Diego y se le quedó estampado en la espalda, como un tatuaje, el N° 10.
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