El 21 de febrero de 1998 se cumplió el sesquicentenario de la publicación del célebre Manifiesto del Partido Comunista, editado por una imprenta de Liverpool. En aquellos ya lejanos años escribí este artículo que hoy he encontrado entre mis papeles. Gobernaba en Argentina Carlos Menem, en los EE.UU. Bill Clinton era el presidente en su segundo mandato y, sólo seis meses después, el tema de la pasante y un cigarro puesto en un equívoco lugar ocuparía los titulares de los diarios del mundo entero. De la Rúa era el flamante Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires y lejos estábamos de la pueblada del 2001.
No obstante, muchas de las reflexiones que aquí expuse mantienen una corrosiva actualidad.
Ciento
cincuenta años del Manifiesto Comunista[1]
En Bruselas, a fines de 1847 y principios de 1848, dos
exiliados políticos alemanes de 29 y 27 años, escribieron un pequeño folleto,
que salió a la luz a principios del mes de febrero de 1848. El folleto llevó
por título "Manifiesto del Partido
Comunista". Sus jóvenes autores eran Carlos Marx y Federico Engels.
Pocos meses después, la revolución levantaba sus barricadas en París y se
extendía como una llamarada por toda Europa. En febrero de este año se cumplen
ciento cincuenta años de la publicación de ese documento histórico, la primera
declaración teórica y política del movimiento socialista y revolucionario que,
encarnando las aspiraciones y deseos de la clase obrera, pretende instaurar un
nuevo régimen político y social basado en la abolición de la propiedad privada
de los medios de producción.
Entre su primera afirmación: "Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo"
y la última y famosísima:
"¡Proletarios de todos los países, uníos!, se encuentra resumido el
pensamiento que nutrió a la Revolución de Febrero de 1848, la Comuna de París
de 1871, la Revolución Rusa de 1917 -que instauró el primer estado obrero en la
historia de la humanidad-, la fracasada Revolución Alemana de 1919, la
Revolución China, la Revolución Coreana, la Revolución Vietnamita y, en nuestra
América Latina, la heroica Revolución Cubana.
A lo largo de esos años, se han levantado miles de
críticos anunciando los errores e inexactitudes de este famoso folleto, de una
extensión no mayor a unas 25 hojas mecanografiadas. En este aniversario, la
plutocracia imperialista celebra, junto a lacayos y bufones del mundo
dependiente, y acompañada por una corte de filósofos, comentaristas,
periodistas y publicistas de toda laya, la aparente derrota de las ideas y
consignas lanzadas por aquellos jóvenes alemanes. Vale la pena analizar,
entonces, cómo se ha ejercido sobre su texto la crítica del tiempo y qué
párrafos conservan todavía la lucidez y lozanía que convirtieron al marxismo en
el pensamiento más potente y transformador generado por Occidente en los
últimos 500 años.
EUROPA
EN 1848
Los autores del Manifiesto veían ante sí el incipiente
desarrollo del capitalismo en algunos países de Europa Occidental. Tenían con
respecto a la Revolución Francesa, la misma distancia que hoy tenemos con el
final de la Segunda Guerra Mundial, cincuenta y nueve años. Vastos sectores de
Europa eran básicamente campesinos y la revolución industrial y el maquinismo
aún no habían desplegado sus transformaciones. En EE.UU. y Brasil existía la
esclavitud y en Rusia no se había declarado la libertad de los siervos. Todos
los países europeos -incluida Francia- eran gobernados por testas coronadas. El
ferrocarril era un novedoso medio de transporte. La navegación era todavía
fundamentalmente a vela. El telégrafo comenzaba a desarrollarse y, por
supuesto, no existía el teléfono ni la radio. Tampoco existían los grandes
diarios, al modo como aparecerían sobre la cuarta parte final del siglo.
Alemania era un conglomerado de pequeños reinos y principados sin unidad
política alguna. Italia no había realizado tampoco su unidad nacional y era un
mosaico tironeado por el Papado, por Francia y por Austria. La burguesía que
Marx y Engels ven desplegarse ante sus ojos es, en muchos casos, todavía una
burguesía que conserva su ímpetu transformador. Sólidamente establecida en
Inglaterra y en Francia, donde ya constituye el fundamento del orden político y
económico, es todavía levantisca en Alemania, en Polonia o en Italia, donde
pugna por aplastar a la reacción feudal. Todavía no existe el fenómeno del
imperialismo que aparecerá sobre el final del siglo y el capital financiero es,
aún, un resorte de crecimiento de la producción industrial. Los sindicatos
obreros eran un fenómeno reciente y el proletariado tal como hoy lo conocemos
sólo existía en Inglaterra, Francia y algunos estados alemanes. París era una
ciudad de intrincadas y sucias callejuelas, no sometidas aún a la piqueta de
Haussmann y sus grandes bulevares y Londres todavía era la maloliente ciudad de
los cuentos y novelas de Charles Dickens. Por supuesto, Europa era distinta a
la de cien años antes. Pero todavía distaba de lo que sería tan sólo cincuenta
años después. El mundo extraeuropeo era, a excepción de los EE.UU., un misterio.
En estas condiciones, que muchas veces tienden a olvidarse, Marx y Engels
bosquejaron un método de análisis sobre el pasado y de acción política sobre el
porvenir. ¿Cuáles son sus principales ejes de análisis y cuál es su vigencia?
HISTORIA
Y LUCHA DE CLASES
La afirmación, de una profunda trascendencia
intelectual y moral, de la primera página de El Manifiesto: "La historia de todas las sociedades
hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases", constituye
uno de sus puntos nodales.
¿Queda alguna duda, en las postrimerías del siglo que
ha visto, entre otras cosas, el espectáculo horroroso de dos Guerras Mundiales,
el triunfo, la burocratización y el colapso de la Revolución Rusa, la Guerra
Civil Española, el nazismo, el fascismo, el levantamiento de los pueblos
oprimidos por el imperialismo, la crueldad y el cinismo del imperialismo, la
guerra de Vietnam, el ciclo de revoluciones y contrarrevoluciones en nuestra
América Latina y en Argentina, en particular, acerca de la validez y actualidad
de esta afirmación? ¿Existe, fuera del sistema de pensamiento que esta
afirmación establece, alguna posibilidad de comprender el actual momento que se
está desplegando ante nuestros ojos, sin saltar en el vacío de la superstición
o de la locura?
¿No han sido, acaso, los últimos cincuenta años de
historia argentina el mejor ejemplo de la observación formulada en el
Manifiesto Comunista? La manifestación obrera y popular del 17 de octubre de
1945, que dio inicio al ciclo de desarrollo económico burgués independiente y
con justicia social y la contrarrevolución oligárquico-imperialista de 1955,
que pretendió reinstaurar las condiciones imposibles de la Argentina pastoril;
la etapa de democracia proscriptiva establecida
a partir de 1958, y el regreso de Perón a la Argentina en 1973, como
resultado de los alzamientos populares del interior del país; el intento de
Perón en su tercera presidencia de continuar el ciclo iniciado en el 45 y la
brutal y criminal contrarrevolución
cívico-militar de 1976; la restauración de una democracia satelizada,
bajo la dictadura de la Deuda Externa y del Fondo Monetario Internacional y la
perversa claudicación del menemismo ante el gran capital financiero y sus
agentes de la burguesía proimperialista, han sido, cada uno de ellos y todos en
su conjunto, una ratificación de la validez de esta afirmación.
Todo tipo de corrientes filosóficas y de discursos
demagógicos se alzaron contra este postulado, ya en vida de sus autores. “La supremacía de la cultura”, “las eternas verdades”, “los valores de la civilización”, “el afán de superación” y muchas otras
conceptualizaciones pretendieron erguirse en motor de la historia. En nuestros
días, hemos visto la teoría “del final de
los grandes relatos y los sujetos históricos”, “el final de las ideologías”, “el
fin de la historia” y, por último y en general abarcando a todas, “el mercado como supremo árbitro”, todas
ellas intentos pasajeros y, en verdad, bastante superficiales de negar lo que
para la experiencia de millones de seres humanos es casi un lugar común: que “opresores y oprimidos
se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada unas veces y
otras franca y abierta. Lucha que terminó siempre con la transformación
revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases en pugna”,
para decirlo con palabras del propio Manifiesto.
Hoy, ciento cincuenta años después de haber sido
escrito, este postulado sigue siendo noticia en los diarios. Tanto en los
países como el nuestro, subordinados al imperialismo, en los países
imperialistas, como en aquellos en donde se restauró el capitalismo después de
la caída de la ex URSS, vemos un notable resurgir de la lucha de clases como
resultado de la inexorable ley del lucro privado y la concentración del capital
que rige a la dominación de la burguesía.
Por un lado, se alza un capitalismo financiero que,
aboliendo en los países centrales el “estado de bienestar” posterior a la
Segunda Guerra Mundial, somete a sus propias clases obreras al infierno de la
desocupación y el empobrecimiento y a los pueblos dependientes a la ley de
hierro del interés compuesto.
Por el otro, los levantamientos campesinos en
distintas partes de nuestra América Latina, la resistencia del mundo musulmán a
la disolvente penetración imperialista, las huelgas y movilizaciones de los
movimientos obreros del mundo semicolonial, la organización y luchas de los
desocupados de Europa Occidental y la resistencia sindical de los trabajadores
de la Federación Rusa y otros países del ex bloque socialista, a la superexplotación
impuesta por los organismos financieros
internacionales y la pandilla burguesa mafiosa, evidencian la frescura y
validez de la afirmación de El Manifiesto. La lucha de clases es el mecanismo
que impulsa el desarrollo histórico hacia la desaparición de este sistema de
explotados y explotadores y de su fundamento económico, la propiedad privada de
los medios de producción.
AQUEL
HERMOSO CAPITALISMO DE BIENESTAR
La otra crítica que se ha dirigido al sistema
conceptual del Manifiesto Comunista ha sido referida a las predicciones que,
tanto en este folleto como en otras obras, especialmente El Capital, Marx
formulara con respecto al capitalismo. En síntesis, lo que El Manifiesto
anuncia es, por un lado, una creciente tendencia a la concentración del capital,
manifestado, en el plano político, en la aparición del Estado Moderno como “una Junta que administra los negocios de
toda la clase burguesa”. Y por el otro, una similar tendencia a la
desaparición de las clases intermedias, convirtiendo en proletarios al resto de
la sociedad y un creciente empobrecimiento de estos últimos: “Estos obreros, obligados a venderse al
detalle, son una mercancía como cualquier otro artículo de comercio, sujeta,
por tanto, a todas las vicisitudes de la competencia, a todas las fluctuaciones
del mercado”.
Presidentes y primeros ministros, generales, premios
Nobel de economía, profesores universitarios, filósofos de distintas escuelas y
procedencias, literatos, comentaristas, periodistas, actores de cine y
últimamente, hasta, modelos han invertido toneladas de tinta en demostrar con
distintas argumentaciones de qué manera Marx y Engels le habían errado de medio
a medio; que lejos de concentrar el capital en pocas manos y proletarizar y
empobrecer al resto de la sociedad, el capitalismo no hacía sino crecer
incesantemente la riqueza de todos, generar un mundo de abundancia casi
infinita, y convertir a sus países en paraísos de clase media. EE.UU., Alemania
Occidental, Francia, Inglaterra eran presentados como la respuesta fáctica a las
consideraciones marxistas. En ellos, -según, por ejemplo, el vulgar filósofo
reaccionario Karl Popper, quien ha encandilado a muchos sedicentes “filósofos nacionales” hoy lenguaraces
del menemismo- el Estado y su doctrina, el liberalismo, “reforzó las instituciones sociales para la protección del débil de los
económicamente fuertes”, sin necesidad ni de lucha de clases, ni de
organizaciones obreras y, mucho menos, revoluciones expropiadoras y
autoritarias. Para estos críticos, sólo en los países donde el capitalismo no
se había impuesto la gente sufría de desabastecimiento, de miseria, de falta de
comodidades, de pobreza y de totalitarismo. Así la URSS y los países del ex
bloque socialista y los países del Tercer Mundo que intentaban formas
independientes de desarrollo industrial, eran el ejemplo apodíctico del grueso
error de las predicciones marxistas. Durante los años que van entre el final de
la Segunda Guerra Mundial y los años ochenta este ataque a los postulados
marxistas tuvo una profunda eficacia. Una mirada superficial y ligera de Europa
llevaba a la fácil afirmación de que los beneficios y mejoras alcanzados por
los países antes mencionados convertían en papilla las críticas del socialismo.
Tan sólo unos pocos años después este argumento se
desvanece como lo que es, una ilusión para los bien intencionados, una burda
patraña para sus bien pagos expositores. Veamos.
A partir de la crisis de 1929, el capitalismo
entró en una etapa distinta a las que hasta entonces había atravesado, en la
que el pensamiento y la orientación de Lord Keynes tuvo un papel fundamental.
Se inició la etapa del capitalismo keynesiano. Hasta ese momento, las
burguesías imperialistas del mundo central se regían por los principios que
Marx y Engels describen en El Manifiesto: libre mercado, laissez faire,
ausencia del estado en la actividad económica, carencia total o gran debilidad
de sindicatos, derechos sindicales, convenios colectivos, indemnizaciones por despido,
reglamentación del trabajo de la mujer y los niños, etc. La crisis devastadora
del año 29 provoca una creciente alarma en las burguesías imperialistas y las
lleva a pensar que el Estado tiene algo que hacer en estas situaciones para
mantener la maquinaria en marcha. Desde el New Deal en adelante, pasando por
las tempranas experiencias de la llamada economía mixta sueca o de los más
autoritarios y despóticos métodos de la Alemania hitleriana, todos los países
capitalistas adoptan, en mayor o menor grado, una participación activa del
Estado en la producción y en la actividad económica en general. Aparecen los
programas sociales para los sectores más desprotegidos, los grandes planes de
vivienda, la concertación entre las grandes empresas y los sindicatos, los
convenios colectivos y, hasta el Derecho Laboral como rama independiente del
Derecho Civil.
Hay otro hecho que empuja a las burguesías
centrales a adoptar estas políticas: la existencia y desarrollo de la
Revolución Rusa y la influencia que sus banderas tienen en el movimiento obrero
del mundo capitalista avanzado. Era necesario encontrar una forma que
garantizase la vigencia del capitalismo y de la propiedad privada burguesa, que
solucionase los problemas de sobreproducción y que mantuviese a la clase obrera
alejada de las tentaciones de la joven República Soviética. Esa fue la fórmula
que Lord Keynes tenía para ofrecerles.
Además, y tangencialmente al tema que estamos
tocando, esta forma de capitalismo tuvo una rápida aceptación en los países
semicoloniales o periféricos, puesto que les daba a sus débiles burguesías
nacionales el instrumento que buscaban para encontrar una forma de acumulación
capitalista independiente. Todo el proceso de nacionalizaciones que comienzan
en la década del ´30 y, fundamentalmente, se continúan en la inmediata
posguerra, tiene, en más o en menos, estos elementos teóricos. Desde Perón, en
nuestro país, hasta Sukarno en Indonesia o Nehrú en la India, todos ellos
ensayan formas de capitalismo protegido por el Estado nacional de la voracidad
imperialista y de la debilidad orgánica de sus propias burguesías.
La consolidación de la Unión Soviética y el
stalinismo después de la guerra tiene como resultado el fortalecimiento del
capitalismo keynesiano en toda Europa Occidental. A los datos antes mencionados
se agrega la satisfacción de la demanda postergada, por la producción bélica,
de sus mercados internos El legendario bienestar de los suecos y escandinavos
en general, la estabilidad y el fenomenal crecimiento de la economía alemana,
la continuidad bajo distintas formas de las políticas sociales de Roosevelt en
los Estados Unidos se fundaron en la necesidad, a nivel global, de las
burguesías de controlar las crisis cíclicas y demostrar que sus propias clases
obreras vivían mejor que los obreros rusos o del bloque socialista. Lo primero
tendría a la larga una consecuencia inflacionaria que, en el caso de los EE.UU.
pudo manejar exportándola a la periferia. Lo segundo finalizaría con la
desaparición del otro polo de la comparación.
Hoy la burguesía metropolitana vuelve a
mostrar su verdadero rostro: el de la sobreexplotación y el desempleo, el mismo
que siempre mostró a los trabajadores y los pueblos semicoloniales. Europa
tiene las tasas más altas desde la década del ´30. En la otrora exitosa España del destape
posfranquista la cifra asciende al 20%. En todos lados las afiladas tijeras de
los ministros de hacienda recortan los fondos para la ayuda social, los
jubilados, la salud, la educación, las madres solas y solteras, los niños.
Los obreros de los países centrales han
comenzado irreversiblemente a experimentar la misma pérdida de todos los
derechos laborales y sindicales que tan bien conocen los trabajadores
argentinos. Los desempleados franceses han ocupado durante varios días las
oficinas de ayuda social y hasta el templo máximo del capital financiero, la
Bolsa de París, exigiendo un aumento del seguro de desempleo, que el gobierno
del “socialista” Jospin les ha negado.
La salvaje reaparición del capitalismo ha
significado para los obreros de los antiguos regímenes stalinistas: “una fuerte caída en la producción, un
enorme empobrecimiento de la población, con una gran polarización entre pobres
y ricos y un aumento de la inestabilidad política”, según declaraba tiempo
atrás Elena Poutivtseva, joven dirigente obrera rusa, ante un periódico español[2]
. Y agregaba: “A menudo la gente que
trabaja no cobra su sueldo. Estar sin cobrar durante dos o tres meses es
considerado algo normal. Cuando el retraso alcanza ya el año o el año y medio
surgen las protestas, y aún así no es seguro que puedas cobrar los atrasos.”
La consecuencia de esto ha sido una brutal
concentración del capital. En EE. UU., “el
0,5% de las familias están en posesión de la mitad de los patrimonios
financieros en manos individuales. El 1% de la población de los EE.UU. aumentó
su participación en el PBI de un 17.6% en 1978 a un sorprendente 36.3% en 1989”[3].
“El
obrero moderno, por el contrario, lejos de elevarse con el progreso de la
industria, desciende siempre más y más por debajo de las condiciones de vida de
su propia clase”, afirma el
texto escrito en 1848, desmintiendo con la fuerza de los hechos el coro de
apólogos de la Arcadia capitalista.
El crecimiento canceroso del capital
financiero y el derrumbe de la Unión Soviética y del llamado bloque socialista
terminó con la necesidad de Lord Keynes, el estado de bienestar, la situación
privilegiada de las clases obreras centrales y del Estado protector. El
capitalismo ha vuelto a las condiciones de 1914, de antes de la Primera Guerra
Mundial. Como en una especie de dantesco ciclo de eterno retorno, el final del
siglo, según la interpretación del historiador inglés Eric Hosbawm, nos
encuentra en el mismo punto que en su comienzo. Los principales problemas a los
que se enfrentó han quedado pendientes y esto, que el periodismo simplista y
ramplón ha llamado oscuramente globalización, es la imposición por cualquier
medio de las condiciones de sobrevivencia del gran capital imperialista en una
escala planetaria, sólo cuantitavamente diferente a la de 1900.
“Los
proletarios no tienen nada que salvaguardar, tienen que destruir todo lo que
hasta ahora ha venido garantizando y asegurando la propiedad privada existente”, decía en 1848 El Manifiesto Comunista. Los
ojos de sus autores escrutaban nuestro presente.
LOS
OBREROS Y LA PATRIA
Lo que sus ojos no podían ver, porque no eran
astrólogos ni charlatanes televisivos, era el desarrollo particular y concreto
de los acontecimientos históricos. Su visión del mundo, como decíamos antes,
estaba determinada por el momento en que vivían. Su conocimiento del mundo
ajeno a Europa era escaso y, en algunos aspectos, nulo. En general, el
conocimiento histórico y social sobre el mundo oriental y no europeo comienza
después de la aparición del Manifiesto. Marx, Engels y el puñado de militantes
que suscribieron el Manifiesto Comunista se definían como internacionalistas,
es decir estaban en contra de las fronteras europeas. Consideraban que el
proletariado de los distintos países de Europa no podía ser arrastrado por sus
respectivas burguesías a guerras que no tenían otro objeto que la realización
de los intereses de las clases dominantes. “Los
obreros no tienen patria”, afirma El Manifiesto. Y esta afirmación ha
generado ríos de tinta y extravíos ideológicos de todo tipo. Durante años,
doctrinarios socialistas pequeño burgueses se han enfrentado a los trabajadores
concretos que, en los países sometidos al imperialismo, asumen las tareas de la
liberación nacional. En nombre del
internacionalismo, los partidos Socialista y Comunista de la Argentina
condenaron a los obreros peronistas de 1945. Aún hoy, notables izquierdistas
dudan entre Bill Clinton o Tony Blair y Saddam Hussein.
Pero el internacionalismo de Marx y de Engels
no era abstracto y doctrinario, si bien estaba impregnado de un flagrante
eurocentrismo de filiación hegeliana. Militantes decididos y con las armas en
la mano en las guerras revolucionarias por la unificación alemana, sabían de lo
que hablaban. Por eso agregaban a la afirmación anterior: “Mas, por cuanto, el proletariado debe en primer lugar conquistar el
poder político, debe elevarse a la condición de clase nacional, constituirse en
nación, todavía es nacional, aunque de ninguna manera en el sentido burgués”. Y
más adelante, cuando se refieren a la actitud de los comunistas respecto a los
otros partidos de oposición, sostienen sus autores: “Entre los polacos, los comunistas apoyan al partido que ve en una
revolución agraria la condición de la liberación nacional”. Explícitamente,
aunque sin desarrollar, Marx y Engels ven la posibilidad de que la clase
trabajadora apoye un partido patriota, es decir luche por construir una patria.
Y el desarrollo ulterior de la lucha por el socialismo volvió a plantear el
tema.
La perspectiva de tiempo que Marx y Engels
tenían ante sí era muy corta. Imbuidos de un admirable optimismo
revolucionario, por un lado, y de una sobrevaloración de las condiciones de
madurez del capitalismo y del movimiento socialista, por el otro, pensaban en
un período no mayor de cinco, a lo sumo de diez años. Hoy sabemos que esto no fue así. La primera
revolución socialista se produjo casi sesenta años después de la aparición de
su folleto y no fue en Alemania, tal como allí lo suponían, sino en el país más
atrasado de Europa, en la Rusia del absolutismo zarista.
Y no sólo eso. El fuego del Octubre ruso
extendió sus llamas, no hacia el avanzado Occidente de los grandes partidos
obreros y de las grandes organizaciones sindicales, sino que lo hizo hacia
Oriente, hacia el mundo de los campesinos condenados al primitivismo, de países
esclavizados por potencias extranjeras, con un débil desarrollo de sus fuerzas
productivas y en los cuales las grandes banderas de la independencia nacional
constituían el eje aglutinador de toda transformación revolucionaria. Fue en
China, en Corea, en Vietnam, en Cuba, donde la herencia de El Manifiesto
encontró terreno propicio.
Y además lo hizo mediado por la degeneración
teórica y política que significó el stalinismo. El pensamiento que conduciría a
la victoria a la clase obrera del país económicamente más avanzado de Europa,
se convirtió, por otra burla trágica de la historia, en el arma de combate de
partidos comunistas influidos por burócratas stalinistas, dirigiendo un
ejército de campesinos, en países donde la clase trabajadora virtualmente no
tenía existencia significativa. Esto explica, en parte, las dificultades y
hasta retrocesos que la lucha por el socialismo ha sufrido a lo largo de estos
años.
Mientras tanto los trabajadores de los países
centrales gozaron después de la Segunda Guerra Mundial de su relativo
privilegio. Por un lado, las burguesías imperialistas subsidiaban, sobre la
base de la renta semicolonial, el alto nivel de vida de sus obreros. El estado
de bienestar keynesiano fue el narcótico que adormeció la conciencia de los
trabajadores del capitalismo central. Lentamente los partidos comunistas
europeos, embrutecidos teóricamente por el escolasticismo stalinista, derivaron
hacia formas de oposición socialdemócrata, expresando en términos políticos el
adormecimiento de la fuerza revolucionaria de la clase obrera satisfecha y su
alejamiento de la clase obrera del mundo semicolonial y la más completa
ignorancia sobre la cuestión nacional de los pueblos sometidos por el
imperialismo y el colonialismo que en última instancia, financiaba el bienestar
de aquellos. Reproducían, de alguna manera, la conducta de la Segunda
Internacional, en los años previos a la Primera Guerra, donde el pensamiento
socialdemócrata justificaba y ponderaba el papel del hombre blanco en el mundo
asiático y africano. Los altos salarios, el consumismo y una profunda
despolitización parecían alejar indefinidamente el escenario de la revolución
en el mundo del capitalismo avanzado.
Es esto lo que ha terminado. El capitalismo en
su versión agónica, con preeminencia del capital financiero, ha vuelto a
mostrar su rostro cadavérico. Hoy los obreros europeos y norteamericanos se
enfrentan a las mismas condiciones que sus compañeros latinoamericanos y
asiáticos. No hay santuario para la explotación capitalista. La guerra fría, la
existencia fantasmal de la URSS, han desaparecido. La burguesía, sin visibles
enemigos en el horizonte, ha comenzado a recoger sus ganancias. La ley de
hierro de la plusvalía ha vuelto ha vuelto a hermanar a los obreros de ambos
lados del Atlántico. Por otra parte, el colapso de la URSS y de los países del
socialismo real ha tenido una insospechada consecuencia. Los obreros de
Alemania hoy conviven en las fábricas con sus camaradas provenientes de la
antigua Alemania Democrática. Estos camaradas traen su formación socialista, su
cultura obrera, que, aun bastardeada por la barbarie stalinista, conserva sus
valores de igualdad y anticapitalismo. El proletariado europeo se reencuentra
con sus viejas tradiciones, interrumpidas por la Guerra Fría y la lucha contra
el comunismo. Esto abre, como nunca, desde la finalización de la Segunda Guerra
Mundial, la posibilidad de una renovación del pensamiento marxista
revolucionario, a la luz de las nuevas realidades del capitalismo imperialista
agónico. Este hecho es también de una magnitud impredecible. La lucha de
clases, ese mecanismo sobre el que El Manifiesto puso una luz definitiva, ha
vuelto por sus viejos fueros en el mundo capitalista central. Hoy, más que
nunca en los últimos cincuenta años, el proletariado europeo puede hacer uso de
la palabra.
El socialismo, que es internacionalista, que brega por
la hermandad de todos los hombres en una sociedad sin clases y sin fronteras,
en la que el Estado se disuelva hasta desaparecer, perdiendo su carácter
represivo, para dejar de ser administrador de los hombres y convertirse en
simple administrador de las cosas, ha sido y es el más ferviente defensor de la
independencia política, económica y cultural de los pueblos y naciones
oprimidos por el imperialismo. Entrelaza en las tareas políticas de la clase
trabajadora la abolición del yugo de toda dominación extranjera y de toda
explotación. Los trabajadores y oprimidos del mundo capitalista avanzado
cuentan con la solidaridad de sus hermanos del mundo periférico. Y,
recíprocamente, los trabajadores y los pueblos oprimidos por el imperialismo
tienen confianza en la conciencia proletaria de los obreros que en las
metrópolis son explotados por los mismos amos.
Las ideas centrales de este luminoso folleto mantienen
una prodigiosa lozanía y actualidad. Como afirmaba León Trotsky, en 1938, con
motivo de los noventa años de El Manifiesto, “Este panfleto... nos sorprende aún hoy por su frescura. Sus secciones
más importantes parecen haber sido escritas ayer”.
Sus críticos han sido
sepultados en el olvido. Y el capitalismo no ha podido ni podrá resolver los
problemas esenciales de la infinita mayoría de la raza humana. Por el
contrario, sólo los empeorará. Los próximos ciento cincuenta años verán
desplegarse nuevamente las banderas rojas de la libertad y la emancipación del
género humano
Las tareas de la liberación nacional y del
patriotismo significan, para los trabajadores de nuestro país y de América
Latina, la lucha por las condiciones mínimas de existencia. En el curso de esa
lucha los trabajadores se constituirán en el caudillo social de las grandes
masas explotadas para expulsar al imperialismo de sus fronteras, retomar el
desarrollo de sus fuerzas productivas, abolir los privilegios de las clases
dominantes, instaurar formas de democracia obrera y generar las condiciones
para la gran unidad de una América Latina Justa y Libre. Esta lucha no se ha
detenido nunca. Ha sufrido avances y retrocesos. Pero las banderas de la
Revolución Cubana se mantienen desplegadas y altivas.
Los trabajadores argentinos han experimentado,
en los últimos años, la más grave enseñanza política, la producida por la
claudicación. Pero saben que no pueden detenerse en lamentos. Las
movilizaciones de Santiago del Estero, Jujuy, Neuquén, la lucha de maestros y jubilados,
los reclamos activos de los desocupados son muestras de que la marcha se ha
reiniciado. Tienen por delante la más grande de todas las tareas, la de liberar
al conjunto del pueblo argentino de sus explotadores históricos. Las ideas
centrales y básicas del Manifiesto Comunista siguen siendo la piedra basal de
esta ciclópea tarea.