Dueño del poder después de haber derrotado militarmente al mitrismo porteño, en la figura de Carlos Tejedor, el tucumano, respetuoso del precepto constitucional que impedía la reelección, comienza a pergeñar quién lo sucederá en el cargo. Roca, que ha consolidado verdaderamente el poder presidencial y extendido su influencia provincia por provincia, quiere asegurarse que sus acechantes contendores, refugiados tras la figura patriarcal de Mitre -nunca demasiado lejos, nunca demasiado cerca de los pasos de contradanza del Zorro- no se alcen con un poder que le ha costado mucho esfuerzo y sangre argentina conquistar y afianzar y, con ese poder, el orden como objetivo del imperio de la ley o, por lo menos, de la legalidad.
Ante sus ojos, atentos y recelosos, se presentaba
una especie de cuadratura del círculo que su pericia debería resolver. Su
sucesor tiene que ser, obviamente del Partido Autonomista Nacional (PAN), esa
paradójica creación roquista. “Aquí me
encuentro, mi amigo con un gran partido. ¡Quién lo creyera! Un provinciano
crudo y neto sucediendo y recogiendo el disperso partido de Adolfo Alsina”, escribe
en 1880. Y debe ser un provinciano que
impida una recuperación del poder perdido por la provincia y que hoy se
concentra en la ciudad Capital. Pero también tiene que ser alguien que
garantice la continuidad de su influencia decisiva sobre el conjunto del país a
través del PAN.
Y se decide por su concuñado, el cordobés Miguel Ángel
Juárez Celman, amigos desde su época de residencia en Córdoba y de sus años de
romance con las hijas de los Funes. Clara, la mayor se casaría con el tucumano
y Benedicta Elisa, la menor, con el cordobés. Con los Juárez, Marcos y Miguel Ángel
había preparado Roca su tesonero camino hacia la presidencia, habían sido sus
confidentes, tanto en charlas familiares como a través de una frondosa
correspondencia. Juntos habían tejido la espesa red, provincia tras provincia,
que lograría derrotar a la Ciudad Puerto y establecer definitivamente la paz
sobre el pobre país, sangrado en una interminable contienda civil.
El segundo presidente en condiciones de elegir a su
sucesor fue don Hipólito Yrigoyen. También, y en mucha mayor medida que en el
caso de Roca, la autoridad de Yrigoyen era de naturaleza personalísima. Su
juego de silencios y medias palabras propio de una sibila, la distancia y
fascinación casi religiosa que producía en sus seguidores el misterio de su hermética
personalidad le habían dado el poder más personal que conocía el país desde los
tiempos de don Juan Manuel, pero en condiciones totalmente novedosas, en donde
las masas que lo adoraban no eran ya las caballerías pampeanas o los hombres y
mujeres del barrio del Tambor. Eran multitudes nuevas y complejas, formadas por
criollos e hijos de la inmigración, hombres de pañuelo al cuello, modistillas,
maestras y empleados públicos.
Tampoco don Hipólito, al igual que Roca, forzó
el límite constitucional. La Constitución de 1953 y la idea alberdiana de la no
reelección como forma de evitar y combatir el “caudillismo”, era para estos
hombres y su generación la última frontera de la legalidad que garantizaba el
orden de lo que alguien llamó “la república posible”.
Su elección recayó en Marcelo T. de Alvear, el nieto
del héroe de Ituzaingó, el hombre más cercano al régimen que “la causa” acababa
de poner fin.
Y nadie más.
Es obvio que en aquellas épocas la política tenía
formas y mecanismos muy distintos a los de ahora. En primer lugar, el
electorado era infinitamente menor en cantidad y, aun cuando el yrigoyenismo
había introducido una forma de democracia de masas, podría decirse que en
realidad era tan sólo de “de media masa”, ya que las mujeres quedaban fuera del
padrón. No existían los medios masivos de comunicación que hoy conocemos y los que había no tenían
la penetración y el papel decisivo que hoy han adquirido en la manipulación de
la información y opinión públicas. No existía la sociología electoral ni las
encuestas y estudios de opinión, ni siquiera el mecanismo hoy conocido de boca
de urna. De manera que los protagonistas se lanzaban a la aventura electoral
con una gran dosis de imprecisión en los resultados, más allá del olfato
político de los “punteros” y la fina intuición de los caciques locales y los
resultados finales de las elecciones se conocían recién varias semanas después
de realizadas.
Ambas decisiones fueron adversas a quienes las
tomaron.
A poco de la “elección canónica” de Juárez Celman,
éste desplaza a Roca de la presidencia del PAN y la asume él mismo, con lo que
reestablece el Unicato instaurado por su “concuñadísimo” antecesor, en la idea
de que su autoridad política no sería cuestionada mientras fuese presidente.
Roca, al poco tiempo, le suelta la mano y es así que ante la primer crisis
económica de su gobierno, queda solo y aislado ante la misma, sin el apoyo de
un PAN que había dejado de existir como tal y de su astuto concuñado, dispuesto
a dejarlo caer solo. De ese vendaval surgió lentamente el partido que terminaría
por poner fin a la república posible, la República Oligárquica.
En 1923, un año después de asumir, Marcelo T. de
Alvear se encuentra enfrascado en una pelea con los senadores yrigoyenistas y
hasta con su propio vicepresidente, Elpidio González, también de la carpa de
don Hipólito. Había nacido el “antipersonalismo”, la tendencia que terminaría
por acercar al partido del Parque con los conservadores del “régimen falaz y descreído”.
Cuando, dividida la UCR, el viejo caudillo de
Balvanera vuelve a ocupar la presidencia, ganando las elecciones a los “antipersonalistas”
de la UCRA, a quienes apoyan los conservadores que declinaron la candidatura de
Julio A. Roca (h), algunos hombres de don Hipólito le gritaron “Traidor!” al presidente
saliente. Posiblemente haya sido la primera vez que se escuchó ese grito en el
Salón Dorado de la Casa Rosada.
El otro gran caudillo popular argentino, tres veces
presidente de la Nación, Juan Domingo Perón quizás pensaba en estas
experiencias cuando proclamó “Mi único heredero es el pueblo”.
Buenos Aires, 19 de mayo de 2015
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