Marcelo Sánchez
Sorondo, don Marcelo, fue un dirigente histórico del nacionalismo
argentino, director de Azul y Blanco, un periódico doctrinario con
el que intentaba influir en las FF.AA. Allí fue secretario de
redacción Juan Manuel Abal Medina (padre), hasta que se convirtió,
en 1972, en Secretario General del Movimiento Peronista, por decisión
de Perón. En su regreso al país, el general Perón reconoció a
esta corriente intelectual y política e invitó a Sánchez Sorondo a
ser candidato a senador nacional por la Capital Federal en las
elecciones de 1973. Integró, entonces, la lista del FreJuLi y
compitió, en ballotage, con el candidato a senador por la UCR, el
joven profesor de Derecho Procesal, el cordobés Fernando de la Rúa.
La ciudad de Buenos Aires prefirió votar a un cordobés liberal, que
a un verdadero porteño nacionalista. Así se inició la carrera
política del procesalista que terminó en el helicóptero del 2001.
Don Marcelo,
fallecido en 2012, pocos días antes de cumplir sus cien años, era
un brillante escritor y un cultísimo historiador político.
Obviamente alejado del marxismo y de toda concepción materialista,
sus interpretaciones sobre nuestra historia contienen siempre el
agregado de un conocimiento de los personajes y del ambiente social
al que pertenecieron, con una mirada proustiana, como si se tratara
de viejos recuerdos o historias familiares contadas en la mesa.
Miembro de la clase dominante que surge con Julio Argentino Roca,
Sánchez Sorondo ve el proceso histórico argentino, sobre todo a
partir de 1853, con el sentimiento de formar parte de esa casta de
hombres que intentaron forjar lo que el llama “la República
posible”, pero tiene la inteligencia y largueza en la mirada que le
permite, además, percibir los límites sociales, políticos,
ideológicos y económicos de ese intento.
Estoy llegando a
las últimas páginas de lo que, creo, ha sido su último libro, “La
Argentina por dentro”, editado por Sudamericana en 1987, que tenía
desde hace tiempo en mi biblioteca y cuya lectura había postergado
injustificadamente.
Quiero transcribir
un largo párrafo de ese libro, para ofrecer al lector una muestra
del estilo preciso, de relojería de don Marcelo, y la pulcritud de
las reflexiones psico-sociales de un hombre cuya experiencia vital
está en las antípodas de las innúmeras masas que se expresaron
tras estos dos caudillos, Yrigoyen y Perón:
“Nada más
distinto, más opuesto incuso por sus temperamentos respectivos y sus
formas de actuación, que las dos personalidades de Yrigoyen y Perón.
Son dos mundos individuales, dos cosmovisiones que no guardan entre
sí semejanza alguna. Desde luego, Yrigoyen pertenece en cuerpo
entero al siglo XIX, cuya vigencia se extiende aquí hasta la primera
posguerra, al paso que Perón es decididamente un hombre del siglo
XX. Mientras aquel se escuda en su reserva, ceñida por su
introversión, éste, en apariencia llano y accesible, ostenta una
prodigalidad verbal desbordante que se fue derramando,
estrepitosamente, en la vida pública argentina. En Yrigoyen, pues,
la nota original y más llamativa era el misterioso ascendiente que a
pesar, o mejor dicho, a causa de su retraimiento ejercía sobre las
masas a las cuales jamás se dirigió directamente. Perón, en
cambio, para tomar posesión de la mayoría y convertirse a su vez,
en el ídolo del pueblo se valdría del instrumento de la palabra que
se concertaba con una sonrisa gardeliana y un matiz sentimental, a su
modo inédito en el escenario de nuestra política. Contribuía a
ello la presencia en verdad insólita de Evita, cuya incorporación a
esas faenas viriles, que hubiera sido inconcebible para el estilo de
Yrigoyen, marca la inmensa distancia psicológica que media entre el
relativo anacronismo del uno y la imperiosa modernidad del otro”.
“Yrigoyen
transmitía sus consignas como si fueran secretos en el trato directo
con los correligionarios a los cuales seducía por contagio, por
trasmisión traslativa de su imagen efectuada, paso a paso, y de
individuo a individuo. Con otro ritmo, Perón desde el balcón y la
voz estentorea del megáfono o através de la radio, que penetraba
hasta en los hogares más cautivos por la distancia y la soledad,
difundía sus mensajes con la potencia vertiginosa de un huracán.
Yrigoyen desde el llano con sortilegios milagreros conquistó al
pueblo y luego, en andas del sufragio, al Estado. Perón, a la
inversa, fue aupado primero por el proceso militarque se inicia en
1943 y le entrega algunos resortes decisivos del gobierno -la
Secretaría de Trabajo, el Ministerio de Guerra, la Vicepresidencia-
y merced a su utilización oportuna y copiosa desde el poder alcanza
su enorme proyección popular. Ambos eran “populistas”, pero
Yrigoyen si no en doctrina, en la práctica era tolerante frente a
sus contestarios, mientras Perón se deslizó por una pendiente
autoritaria que lo indujo a la represión de los opositores. A pesar
de su mesianismo mayoritario, Yrigoyen no deprimió las libertades ni
extendió las dimensiones del Estado porque no fue, por cierto, un
dictador, y aunque en su decadencia tuvo favoritos no consintió
exprofeso la adulación. A la inversa, Perón se propuso montar un
enérgico y pragmático sistema de poder, acrecentó con nuevos
cometidos y controles el volumen de la administración y permitió
sin repugnancia que a su alrededor fermentara un tufo de adulonería
insoportable. Yrigoyen no transgredió los fueros del Poder Judicial
y al menos durante su primer período no manejó a su antojo a los
parlamentarios del radicalismo ni pretendió nunca acallar la
oposición de los grandes diarios. Perón, que al través del jucio
político renovó la composición de la Suprema Corte, dispuso
discrecionalmente de la mayoría parlamentaria y controló los medios
de información, contralor que el manejo discrecional y burocrático
de las cuotas de papel hizo aun más exigente respecto de la prensa
escrita, algunos de cuyos órganos no vaciló en clausurar o
“expropiar”.
Mas adelante, en
el mismo capítulo, Sánchez Sorondo se refiere al supuesto fascismo
de Perón:
“Ahora bien,
afirmar que Perón y el fenómeno político que engendró son una
especie criolla dentro del género contemporáneamente alumbrado por
los totalismos es una interpretación que a fuer de simplista añade
poco o nada al análisis del tema y, por lo tanto, no ayuda a ofrecer
evidencias acerca de las significaciones del nuevo movimiento de
masas y de esa seducción con que lo atrajo y lo formó a su vera el
joven coronel del 43. Toda jefatura personal de tipo aglutinante
tiene características similares expresadas en la relación
carismática. Pero ese denominador común, considerado en abstracto,
no permite auscultar las diferencias proporcionadas por la riquísima
diversidad de los procesos políticos; no suministra el conocimiento
de los contenidos existenciales. Incluso el desencuentro cronológico
que separa al peronismo de las dictaduras europeas, es es, el
sincronismo entre los comienzos peronistas y el descalabro inminente
de aquellas, muestra a las claras cómo la reminiscencia fascista en
aquella etapa de nuestra política nacional fue una vibración
póstuma, un eco tardío y falto de resuello. Tales reflejos de un
estilo asequible al temperamento de Perón no trascendieron a la masa
de los y corifeos, al espíritu festival del pueblo”.
“Así, aunque
contagiosa, resulta a la postre estéril la asociación de ideas que
forzando rezagadas conexiones de época pretende inducirnos a creer
que la experiencia peronista es tan sólo un calco de las precedentes
autocracias occidentales y que, en consecuencia, no hubiera siquiera
existido sin ellas. Por el contrario, en la medida en que las
derivaciones de la posguerra acentuarán la soledad y el
ensimismamiento de nuestro país, el peronismo fue mostrando su
perfil nativo, sus elementos de actualidad nacional. En este sentido,
la autonomía del proceso peronista respecto delas influencias
foráneas ofrece pruebas incontrastables: no hay como hechura del
pueblo argentino nada más nuestro y, por ende, más intransferible.
De ahí que por ser la revelación de una circunstancia argentina
Peón no tuvo émulos en nuestra América. La indudable disonancia de
Perón respecto de los valores del Estado de Derecho responde, pues,
a connotaciones exclusivamente nacionales”.
Hasta aquí, y a
modo de muestra gratis, la prosa de don Marcelo Sánchez Sorondo.
Como se ve hay aquí más conocimiento del país, más solidez
argumentativa y consistencia analítica que en las tonterías
acumuladas en millones de “papers” por Halperín Donghi, Romero y
sus epígonos. Y no faltan en la descripción que hemos leído, y en
la totalidad del capítulo en cuestión, juicios críticos al modo
con que Perón ejerció ese poder que había creado. Ni el
enfrentamiento con la Iglesia, ni la quema de algunos templos, fueron
episodios gratos a la memoria de este inteligente y pródigo hijo del
“ancien régime”, ni la prisión de los dirigentes opositores,
como Ricardo Balbín o Federico Pinedo fueron celebrados por él y
sus conmilitones. Pero hay en estos párrafos, y en todo este libro,
un profundo hálito argentino y una, hoy escasa, visión del
“continuum” histórico que significa una sociedad, un delgado
pero firme cabello de Ariadna que guía al Teseo contemporáneo a
adentrarse en nuestro propio laberinto.
Cuando el
presidente de los EE.UU. reprocha a nuestros presidentes
latinoamericanos por su machacón historicismo, releer a Marcelo
Sánchez Sorondo, como releer a Jorge Abelardo Ramos, a José María
Rosa o a Fermín Chávez, es un necesario ejercicio de autonomía
intelectual. Porque eso somos, el producto de ese laberinto, y del
conjunto de tradiciones de pensamiento que se metieron en él para
enfrentar al Minotauro mitrista.
Buenos Aires, 18
de mayo de 2015.
1 comentario:
Hablar de Marcelo Sánchez Sorondo es remitirme a mi infancia, el "Circulo del Plata" y Nené Matienzo.
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