8 de junio de 2006

Los enojos de Itamaraty

El Libertador ha entrado en tierra brasileña

Por Julio Fernández Baraibar

Question Latinoamerica, junio 2006

La nacionalización de los recursos energéticos bolivianos por parte del gobierno de Evo Morales y el particular modo en que fue llevada adelante sacudieron al principal agente en la construcción del Mercosur, la cancillería brasileña conocida con el nombre del viejo palacio Itamaraty, donde funcionaba, en Río de Janeiro, hasta su traslado a Brasilia.

Hemos escrito anteriormente: “Los beneficios del Mercosur deben ser evidentes, en primer lugar, para sus socios menores. Es obligación de los socios de mayor magnitud correr con ese esfuerzo. De lo contrario, estas diferencias serán el mecanismo para que Uruguay o Paraguay se conviertan, contra el deseo histórico de sus pueblos, en un enclave político o militar de EE.UU., en una nueva Gibraltar yanqui”[1].

Y los hechos mencionados no han hecho sino actualizar este punto de vista.
La desmedida reacción de autorizados voceros de Itamaraty, como el canciller Celso Amorim o el asesor presidencial Marco Aurelio Garcia, ante lo que se consideró una afrenta por parte de Bolivia –y parcialmente de Venezuela- ha hecho evidente que la enorme potencialidad integradora del Brasil –determinada por su extenso territorio, su gran población y su enorme economía industrial- sufre de una peligrosa debilidad. Decíamos en la nota citada anteriormente: “Es muy posible, también, que Petrobras tenga que adecuar su política empresarial a las condiciones que le impone el contexto suramericano y ser agente, no del mero interés empresarial, sino de la dinámica de la integración política del continente”. Y lo que la decisión boliviana puso a la luz del día fue la peligrosa capacidad de la petrolera estatal brasileña a actuar con completa independencia del poder político de su país y al servicio de sus propios objetivos empresariales y de los de la expansiva burguesía paulista. Ha quedado claro que Petrobras ha actuado en Bolivia con el mismo criterio de la Standard Oil o la Shell y que su función se ha limitado a garantizar la provisión de energía a bajo costo a la megalópolis de Sao Paulo, el principal centro industrial del continente suramericano.

Es cierto que Brasil, hasta la aparición de Chávez en la escena continental, ha sido el principal impulsor y promotor del Mercosur y la integración. La desindustrialización de Menem en la Argentina y su política monetaria que favorecía la importación dejaron a nuestro país -que, en 1950, había creado, por obra del general Juan Domingo Perón, la tesis de la integración con el Brasil-, fuera de toda posibilidad de liderazgo. Durante largos diez años el Brasil tuvo a su lado un socio bobo que prefería la paridad uno a uno con el dólar y las relaciones carnales con los EE.UU. Esto hizo ver al país lusoparlante como el campeón de la integración, con una cancillería y con intelectuales orgánicos que actuaban y pensaban en función de la misma.

La irrupción de Chávez, con la capacidad económica generada por el alto precio del petróleo y la ocupación de PDeVeSA por parte de su gobierno, expulsando de su seno a la administración proimperialista que la había convertido en un instrumento estéril para la soberanía nacional, modificó el equilibrio que se mantenía desde la década del 80. Su propuesta sobre la construcción de un megagasoducto que atraviese el continente se convierte en el eje central de la integración, a la vez que propone a sus pares suramericanos la creación de una gran empresa petrolera continental. Desde hace dos o tres años el protagonismo del Mercosur ha estado, en realidad, en manos de estos dos países, con la particularidad que uno de ellos, Venezuela, recién ahora se ha incorporado al acuerdo.

Lo que se ve detrás del juego del presidente Hugo Chávez en la región es la vieja concepción de Perón de los años 50. Básicamente sostenía Perón que la unidad de Suramérica sólo podía ser el producto de la integración de Brasil y Argentina, pero que el tamaño territorial y la escala de la economía brasileña hacían necesario que nuestro país encabezase un sistema de unificación de los países hispanohablantes a efectos de equilibrarse con el gigante lusitano. Así fue como logró formalizar acuerdos con Paraguay, Bolivia y Chile, mientras las intrigas de la conducción de Itamaraty de entonces demoraban el buscado entendimiento con el presidente Getulio Vargas. Esta visión del caudillo argentino es la política que está llevando adelante el presidente Chávez de Venezuela. Su enorme prestigio político y su amplia capacidad financiera lo han convertido en el necesario interlocutor de todos los países hispánicos de la región. Busca de esa manera que la integración del Brasil no se realice con cada uno de los demás países de modo independiente, sino, en lo posible, estructurando un bloque que equilibre la desproporción. No otra cosa hay detrás de la ayuda financiera de Venezuela a la Argentina, su intención de mediar en el conflicto con Uruguay, la búsqueda de difícil entendimiento con Colombia, su apoyo técnico a Bolivia y su declarada simpatía por Ollanta Humala en Perú. No hay en ello la menor huella de intervencionismo. Se trata, por el contrario, al modo como lo hacía Perón, de encontrar gobiernos amigos con los que establecer acuerdos favorables a estos y sentarse juntos a la mesa con el gigante. Todo esto, es cierto, tiene un riesgo, que es la vuelta de Brasil a un aislamiento en la región. El Brasil ha tenido que hacerse cargo de la fragilidad que implica su dependencia del gas boliviano y del petróleo venezolano y del embate sufrido por las inversiones de Petrobras en Bolivia. A la vez, reaparecen viejos reclamos fronterizos irredentos en el Acre. Venezuela ha decidido jugar fuerte en la integración suramericana y con un papel que pone en tela de juicio lo que hasta hoy se veía como el incuestionable liderazgo brasileño. No sería ajeno a esta preocupación el éxito logrado por Hugo Chávez en introducir en Brasil el pensamiento de la revolución bolivariana y la simpatía que la misma despierta en las grandes masas postergadas de este país. La enorme estatua de pappier maché del Libertador, en el Carnaval de Rio, y su fulminante aceptación popular logró lo que toneladas de libros de historia no podrían haber conseguido, introducir en el Brasil –país ajeno a la tradición independentista suramericana- la conciencia de un Bolívar libertario e igualitarista. El espíritu bandeirante que anida en la burguesía paulista entendió, seguramente, las pasiones y la fuerza que esa estatua y esos símbolos despertaban. El apartamiento brasileño del camino de la unidad sería un golpe mortal a la región –y al propio régimen del presidente Chávez-, pero también lo sería al propio Brasil que hoy conocemos. La unidad para beneficio de todos, para la industrialización de todos, para el fortalecimiento de todos es el único camino posible tanto para Brasil como para el conjunto hispanohablante de América del Sur.

Bolivia apeló una vez más a la consigna y maldición lanzada por el Inca Yupanqui en las Cortes de Cadiz. “Un pueblo que oprime a otro no puede ser libre”, dijo indignado a los peninsulares que se negaban a reconocer a las colonias como integrantes de aquellas Cortes. Evo Morales, silenciosamente y ocupando las plantas petroleras con el ejército, se lo dijo a quien quisiera oírlo.


[1] Respetar las asimetrías, evitar la prepotencia, Buenos Aires, 4 de febrero de 2006. Se puede leer en mi blog http://fernandezbaraibar.blogspot.com