21 de junio de 2021

A Elite do Atraso, de Jessé Souza

 

Estoy leyendo un libro impreso en Brasil. A Elite do Atraso se llama y tiene el subtítulo De la Esclavitud a Bolsonaro. Su autor es un académico, abogado, sociólogo y psicólogo, nacido en Natal, en el nordeste brasileño, Jessé Souza. Y que llegó a mis manos gracias a mi amigo Raphael Hellid, quien me lo envió gentilmente.

Desde hace años se me ha hecho casi una obligación intentar conocer todo lo posible sobre el Brasil. Creo que es lo que corresponde, tanto desde un punto de vista político como simplemente intelectual. Si he criticado que conozcamos más ampliamente a Bismarck que al Barón do Río Branco o que Pierre Bourdieu sea más citado que Darcy Ribeiro, es un deber intentar escudriñar y conocer cómo es esa sociedad -parecida en muchas cosas a la nuestra y diferente también en muchas cosas- y cuál ha sido la génesis que la produjo y le dio forma.

Y, a poco de comenzar con su lectura me he llevado una agradable sorpresa. El intento que realiza Jessé Souza -un erudito académico graduado en la Universidad de Heidelberg, en Alemania-, es muy similar en sus objetivos a la que realizara Arturo Jauretche en su El Medio Pelo en la Sociedad Argentina. Y muchas de las cosas que don Arturo decía en su idioma llano y su prosa oral, Jessé Souza las dice con ropaje universitario, pero con el mismo filo y la misma agudeza que aquel.

El trabajo de Souza parte de una certera crítica a los tres pilares del pensamiento sociológico brasileño: Gilberto Freyre, y sus dos libros principales Casa Grande e Senzala y, menos conocido por el público argentino, Sobrados e Mucambos; Sergio Buarque de Holanda y su Raíces do Brasil; Florestán Fernándes, autor de una profusa obra sociológica vinculada a la integración de los afrobrasileños. Los dos últimos han sido fundadores del Partido de los Trabajadores, con el que Jessé Souza también simpatiza.

Y, también, como Jauretche, las críticas de Souza se dirigen a la derecha y la izquierda de las tradiciones política e intelectuales del Brasil. Sobre dos puntos construye su crítica: la idea que en Brasil es conocida como “patrimonialismo” que sostiene una presunta herencia portuguesa que ha determinado una corrupción orgánica, estructural e intrínseca en los brasileños al hacerse cargo del Estado. Y por la otra al “populismo” definido simplemente como demagogia populachera que se basa en la incapacidad para votar de los sectores más explotados y sumergidos de la sociedad brasileña.

Sobre el “patrimonialismo” dice Souza: “El patrimonialismo apunta el dedo acusador apenas a las élites aparentes, ligadas al Estado, pero que en el fondo solo hacen el trabajo sucio de la verdadera elite del dinero, que manda en el mercado y permanece invisible”.

Sobre el “populismo” dice nuestro autor: “El populismo a su vez, se disfraza de lectura crítica de la manipulación de las masas, aparentemente en favor de una organización conciente de ellas, por ellas mismas, asumiendo el control del propio destino. El gran fraude aquí es esconder lo principal: que las masas luchan con las armas de los más frágiles, teniendo toda la organización institutcionalizada de la violencia simbólica y de la violencia física del Estado y del mercado contra ella. Esa es la fragilidad de sus líderes carismáticos también. Ellos tienen que caminar en la cuerda floja de los intereses contradictorios y de los inúmeros compromisos, ya que las asas pueden soñar apenas con una porción menor de la torta”.

Detrás de toda la medulosa crítica y la evolución sufrida por la clase media de su país, Souza nos deja ver siempre, como una sombra ominosa, el peso que la esclavitud -una de las más largas del continente- tuvo en la formación tanto de sus clases dominantes, esa Elite del Atraso, que desde el título del libro se convierte en el objeto de su condena, como de la clase media. El moralismo de la derecha y la izquierda, el surgimiento de las clases medias con la aparición del estado portugués trasladado al Brasil y el proceso de urbanización y desaparición del viejo patriarcalismo despótico y “sado-masoquista”, como lo define Souza, y su reemplazo por un liberalismo que aparece como “una reacción al Estado naciente y a su necesidad de imponer la ley para proteger a los más frágiles del simple abuso del poder, bajo la forma de la fuerza o el dinero”, son los tópicos centrales del libro.

Recuerden, si viajan a Brasil, cuando todo esto pase, compren el libro de Jessé Souza. Vale la pena y se lee fácilmente. El portugués es, al fin y al cabo, una especie de castellano un poco arcaico.

Buenos Aires, 21 de junio 2021.


18 de junio de 2021

Francisco y el anuncio de una nueva era



El Papa acaba de hacer un impactante discurso en la OIT, del que nuestro amigo Gabriel Fernández ha hecho un excelente comentario (aquí). La concepción filosófico-teológica que las palabras de Francisco encierran no son algo nuevo en la Iglesia Católica. En realidad, esas ideas han nutrido lo que se conoce como Doctrina Social de la Iglesia desde los tiempos de la Rerum Novarum de León XIII. La idea del derecho de propiedad como un derecho natural secundario, “que depende del derecho primario, que es la destinación universal de los bienes” está en el pensamiento católico desde Santo Tomás de Aquino (1224-1274), quien lo recibió de una tradición filosófica anterior, con autores como San Isidoro de Sevilla (fallecido en el año 636 DC), o sea, tienen ya 1400 años de existencia. Cosas parecidas, de una u otra manera, han expresado los Papas que ha conocido mi generación. Juan XXIII, Pablo VI, incluso Juan Pablo II han sostenido en sus encíclicas y pronunciamientos sociales afirmaciones similares, basadas, por supuesto, en la misma fuente. Santo Tomás de Aquino es, desde hace por lo menos dos siglos, la principal autoridad filosófico-teológica de El Vaticano. Por rutinaria que sea la enseñanza en los seminarios católicos, la abrumadora Suma Teológica del obeso pensador medieval es la bibliografía principal detrás de esos estudios.

¿Por qué suena tan terrible en boca de nuestro vecino de Flores?

¿Por qué han salido, como hormigas de un hormiguero pateado, una pequeña multitud de escribas y tinterillos con impostada voz de sacristía a escandalizarse por los conceptos de Francisco?

¿Qué dijo de nuevo o de raro o de herético?

Sin ser especialistas en materia religiosa, diremos que nada. Todo lo que ahí se dijo esta en las vastas bibliotecas de la mejor ortodoxia católica y romana.

No obstante, el efecto de sus palabras ha sido arrasador. Y creo que hay dos razones fundamentales para este impacto

En primer lugar, porque Francisco, el padre Jorge Bergoglio, viene de un país en el que el peronismo convirtió esos principios en política identitaria y de estado. Y su compromiso con eso principios no es sólo declarativo. Los ejerció en la medida de sus posibilidades en cada una de sus funciones jerárquicas eclesiásticas. Su simpatía por el peronismo, por el movimiento sindical argentino y su labor entre los más pobres y desheredados de su país lo acompañaron a su alta magistratura. Esa concepción social de la propiedad, esa preeminencia del destino universal de los bienes por sobre su apropiación privada, fue una política sostenida por millones de sus compatriotas y que, como digo, ha dado identidad al sobreviviente más antiguo de los movimientos de liberación que aparecieron después de la Segunda Guerra Mundial. Detrás de sus palabras, de su llamado a un mundo más justo, hay una experiencia histórica que lo sustenta y fortalece.

En segundo lugar, porque la independencia de Francisco, a diferencia de sus predecesores, del mundo imperialista es total y absoluta. Fuera de la dinámica de la Guerra Fría, que caracterizó a su antecesor Juan Pablo II, toda su prédica desde el Sillón de Pedro ha estado dirigida a denunciar los efectos que la hegemonía del capital financiero ha impuesto con mano de hierro sobre el mundo periférico, tanto desde un punto de vista geopolítico, como social. El mensaje del Papa impacta en el centro del poder financiero mundial y se dirige y llega, como nunca lo había hecho antes el Papado, a los pobres de la tierra. Los moviliza. Su concepción de la “humanidad de descarte”, su teología de la periferia, la alta politización que, concientemente, le ha dado a su actividad pastoral y su acción por un mundo multipolar ha convertido cada una de sus definiciones en apelaciones a la acción política transformadora. Ningún Papa, en la modernidad, había logrado esta respuesta.

Franz Mehring, el primer biógrafo de Carlos Marx, asesinado por la reacción alemana que sobrevino a la Revolución de 1919, sostiene en un trabajo sobre Gustavo Adolfo II de Suecia: “el catolicismo mantuvo su vieja y probada capacidad de adaptarse a las más diversas relaciones económicas, y también a generar el producto del pensamiento que el avance del desarrollo histórico necesitase”.

El catolicismo, que con Francisco se ha corrido de su centro europeo a las periferias del mundo, está, de alguna manera, anunciando el nuevo mundo que la humanidad puede construir si logra vencer a la hegemonía despótica y autocrática del capital financiero.

Eso es lo que las palabras de Francisco despiertan.

Buenos Aires, 18 de junio de 2021