25 de octubre de 2012

La insubordinación del monopolio mediático

Unidos y organizados contra el Leviatán de los poderes fácticos

El período que estamos atravesando, cuyo final es el 7 de diciembre, es, sin duda alguna, el de la mayor conflictividad política de este gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. 

Contra lo que fue usual en todo el período constitucional posterior a 1983, la presidenta de la República ha enfrentado sin conmiseración el poder hegemónico de la Argentina formado en los últimos treinta y cinco años: la rosca integrada por el gran capital concentrado, rural y urbano, y el monopolio de los medios de comunicación social. 

Clarín y La Nación, fortalecidos al amparo de la dictadura cívico militar, y favorecidos por las generosas concesiones otorgadas por Carlos Menem, se convirtieron en el verdadero poder ecónomico, político e ideológico de la Argentina. Contrariamente a lo que suponen los ideologizados liberales semicoloniales, no es el Estado el verdadero poder que amenaza y constriñe las libertades individuales. El poder en la Argentina -y podríamos decir en todo el mundo capitalista- está en manos de estos sectores oligárquicos que, desde 1976 hasta el 2003, en Argentina manejaron el Estado a su antojo y provecho. Con la asunción del presidente Néstor Kirchner se produjo, inesperadamente para estos grupos, un tenaz intento de recuperar la función del Estado nacional al servicio de la soberanía popular que es su fundamento. Por primera vez, desde la última presidencia del general Perón, el estado nacional intentaba ejercer su legítima soberanía sobre ese poder paraestatal. 

Ese poder -el verdadero poder de la Argentina semicolonial, repetimos- ha respondido con ferocidad e inescrupulosidad, propia de un sistema mafioso acostumbrado al amparo de un estado amistoso y enfrentado al poder de la soberanía popular.

Estamos atravesando un período en el cual lo que está en discusión es qué sector, cuáles interes se impondrán en la administración del Estado nacional.
A lo largo del siglo XX, la Argentina vivió esta misma situación. 

El triunfo electoral de Hipólito Yrigoyen, en 1916, puso a los sectores populares, incluída la clase media de origen inmigratorio, en el poder del Estado. Don Hipólito expresó a los viejos federales derrotados en Pavón, junto a los argentinos de primera generación que exigían su derecho electoral. La vieja Argentina oligárquica vio en el caudillo popular el hombre que cuestionaba su hegemonía y privilegio. Conspiraron contra él y lograron derrocarlo con un golpe de Estado -el primero del siglo XX- en 1930.

El extraordinario proceso que se inicia el 17 de octubre de 1945 vuelve a plantear una lucha por poner al Estado nacional al servicio de las nuevas clases y sectores de la Argentina industrial, con un concepto de la justicia social que convirtió a la Argentina en una de las sociedades latinoamericanas más signadas por el principio de la igualdad. Ello significó enfrentar a las viejas fuerzas de la Argentina para pocos: la Argentina oligárquica del proyecto agroexportador, sometida a las condiciones de las grandes potencias imperialistas, fundamentalmente el Reino Unido.

En 1955, esos mismo sectores sociales y políticos de la Argentina dependiente derrocaron, en un nuevo golpe de Estado, al gobierno constitucional y popular de Juan Domingo Perón y ocuparon dictatorialmente el poder del estado para restaurar el viejo país exportador de commodities agrarias. No fue posible, tal como lo pretendían, porque el mundo había cambiado. Su fundamento político fue la proscripción del peronismo, es decir, de la gran mayoría del pueblo argentino, con el argumento de la incapacidad de las grandes masas argentinas de decidir sobre su destino. Todos los gobiernos del período 1955-1973 se caracterizaron por su ilegitimidad e irrepresentatividad. El resultado electoral que convirtió en presidente al radical Umberto Illia, en elecciones en las que el peronismo fue proscripto, le dio al ganador el 22 % de los votos, mientras que los votos en blanco eran mayoritarios.
Recién en 1973, y como resultado de una gigantesca lucha del pueblo argentino, expresada en formidables insurrecciones en el interior del país, los argentinos pudimos volver a ejercer en plenitud la soberanía popular. Perón pudo ser candidato a presidente y el voto popular volvió a ser el fundamento político del Estado.

Y, nuevamente, volvió a disputarse una gigantesca lucha por el poder político en la Argentina , una lucha para establecer si es el Estado, al servicio de los sectores populares y el interés nacional, o son los sectores del privilegio, vinculados, ya entonces, al poder mediático, quienes imponen las grandes decisiones políticas. En el medio de esa gigantesca lucha de poder, falleció Juan Domingo Perón.

Desde 1976, estos mismos grupos que hoy desafían el poder del Estado, que ha vuelto a estar comprometido con el interés nacional y popular gobernaron el país a su antojo y se convirtieron en el verdadero Leviatán, que ha ahogado el desarrollo económico del país, que hasta el 2003 sometió al pueblo argentino a la desocupación y la miseria. Frente a este monstruo, solo el Estado puede defender el interés de las mayorías.

Y, como decíamos más arriba, por primera vez desde 1976 un gobierno está dispuesto a poner al Leviatán en caja, a limitar su voracidad y al poder mediático desde el cual se enorgullecía de poner y sacar gobiernos. 

La influencia que tradicionalmente estos sectores oligárquicos han tenido sobre el Poder Judicial se ha hecho evidente a lo largo de estos meses de vigencia de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Si en el siglo pasado, en el poder Judicial se agazapaban los sectores más recalcitrantes de la vieja oligarquía vacuna, para frenar toda iniciativa del Estado en dirección a una modernización y democratización de la vida económica argentina, hoy, en los sombríos pasillos de los tribunales se oculta la resistencia más enconada y reaccionaria. Y esa resistencia no solo se manifiesta en las escandalosas chicanas leguleyas de los abogados de Clarín, sino en las artimañas tribunalicias que intentaron impedir el legítimo y legal aborto de una ciudadana que había sido sometida a la trata, a la privación ilegítima de la libertad, a la esclavitud y, finalmente, a reiteradas violaciones.

El Leviatán rugirá y hará temblar la tierra de aquí a diciembre. La firmeza en el rumbo, la profundización de las políticas en curso y el apoyo de los sectores más profundos de nuestro pueblo son la garantía de que el gobierno de Cristina podrá prevalecer sobre estos viejos enemigos. Unidos y organizados es la consigna.
Buenos Aires, 18 de octubre de 2012
Publicado en Caminopropio N° 8, noviembre 2012

2 de octubre de 2012

Ante el fallecimiento de Eric Hobsbawn
La historia de Europa y nuestras Malvinas
El inevitable fallecimiento del historiador inglés Eric Hobsbawn, a los 95 años de edad, es un momento oportuno para reflexionar sobre su obra, en general, y sobre su pensamiento en relación con la Argentina y América Latina, en particular.
Hobsbawn fue, posiblemente, el último de los grandes historiadores del siglo XX, heredero de la tradición iluminista europea que tuvo en el materialismo histórico pensado por Carlos Marx su expresión más alta. Esa tradición, consecuencia del particular desarrollo del capitalismo en el Viejo Continente y de su sistemático saqueo del mundo colonial, fue capaz de dar a la humanidad las obras de Vico, Lessing, Hegel, Goethe y Croce, en el terreno del pensamiento histórico, y las de Quesnay, Say, Smith, Stuart Mill, List y Marx en el de la economía, que han tenido decisiva influencia en la construcción del mundo contemporáneo.
E. H. Carr, E.P. Thompson y Eric Hobsbawn fueron, juntos con muy pocos más, grandes historiadores ingleses que echaron su mirada sobre la sociedad que comenzó a desarrollarse a partir de la revolución política llevada adelante por Francia y la revolución productiva puesta en movimiento por Inglaterra. Los tres libros cumbres de Hobsbawn, La Era de las Revoluciones, La Era del Capital y la Era del Imperio, son hoy ineludibles para la comprensión del mundo que termina con la implosión de la Unión Soviética, en 1990.
Fue Blas Alberti, en 1972, quien por primera vez me mencionó su nombre y La Era de las Revoluciones. Lo compré en una voluminosa edición de tapas duras y lo que en ella leí me ha acompañado el resto de mi vida. La descripción de la Francia prerrevolucionaria, el mundo de la campiña inglesa en la época de las Enclosure Acts, la dispersión de la Alemania anterior a Bismarck, son las imágenes que formaron, hasta ahora, mi representación del Viejo Mundo. Su relato sobre la creación de los estados nacionales europeos, sobre todo los tardíos, siguen siendo paradigmas -relativos y dialécticos, pero paradigmas al fin- de nuestra gran tarea de unificación continental. La Era del Capital lo leí en inglés y La Era del Imperio, en sueco, cuando estudiaba en la Universidad de Estocolmo, en el largo invierno de la dictadura.
Pero el fin del exilio significó, en gran parte, el fin del idilio con Hobsbawn. La Guerra de Malvinas, con nuestra consiguiente derrota, puso fin a la dictadura cívico militar de 1976 y abrió paso a una democracia colonial y condicionada que, al menos, nos permitió volver a la patria.
Las consideraciones que Hobsbawn formuló acerca de la Guerra pusieron límite a mi admiración por el historiador londinense. En efecto, en enero de 1983, la revista Marxism Today publicó una conferencia de Hobsbawn sobre “Las consecuencias de Malvinas”. Y en ella quedó de manifiesto lo poco que le interesaba el mundo semicolonial y qué lejos de la tradición del marxismo periférico -Lenin, Trotsky, Mao, Ho Chi Minh o Fidel Castro- estaba su pensamiento.
Decía Hobsbawn, en esa conferencia: “Dado que el gobierno y todo el mundo carecían de interés en las Falklands, el hecho de que fueran de urgente interés en la Argentina, y hasta cierto punto en América Latina como un todo, fue pasado por alto. Estaban muy lejos, en verdad, de ser insignificantes para los argentinos. Eran un símbolo del nacionalismo argentino, especialmente desde Perón. Nosotros podíamos posponer el problema de las Falklands para siempre, o creíamos que podíamos, pero no los argentinos. (…) Como muchas reivindicaciones nacionalistas similares, no resiste demasiada investigación. Está basado esencialmente en lo que uno podría llamar 'geografía de escuela secundaria' –todo aquello que pertenece a la plataforma continental debería pertenecer al país más cercano–, pese al hecho de que ningún argentino ha vivido allí”.
La cantidad de errores e ignorancias que encierran estos párrafos es abrumadora. Sostener que el reclamo argentino de Malvinas fuera un símbolo “especialmente desde Perón” es prueba de que Hobsbawn no sabía de qué estaba hablando. Su desprecio por lo que llama “geografía de escuela secundaria” es propia de una mentalidad colonialista y el hecho de que ningún argentino hubiera vivido allí solo es cierto a partir de 1833, cuando, justamente, los ingleses desalojan por la fuerza a los habitantes rioplatenses.
Refiriendose a la patriotera reacción de los ingleses a la ocupación argentina, dice Hobsbawn: “una casi universal indignación en un montón de personas, la idea de que uno no podía simplemente aceptarlo, de que había que hacer algo. Este era un sentimiento que se extendió hasta las bases sociales y era no político, en el sentido de que atravesaba todos los partidos y no estaba confinado a la derecha o la izquierda. Conozco mucha gente de la izquierda dentro del movimiento, incluso en la extrema izquierda, que tuvo la misma reacción que la de la derecha. (…) Puede no ser un sentimiento particularmente deseable, pero afirmar que no existió es carecer de realismo”.
Y ¿qué reflexión le merece esta reacción del pueblo inglés? “Nosotros, en la izquierda, siempre habíamos predicado que la pérdida del Imperio y la declinación general llevaría a alguna reacción dramática más temprano o más tarde en la política británica. No habíamos previsto esta reacción en particular, pero no hay dudas de que esta fue una reacción a la decadencia del Imperio Británico tal y como había sido predicho durante tanto tiempo”.
Nada de diferenciar, como lo hicieran Lenin o Trotsky, a principios del siglo XX, entre el nacionalismo de los pueblos oprimidos y el nacionalismo opresor de las potencias imperialistas, nada de recordar las palabras de Marx, citando al Inca Yupanqui: “Un pueblo que oprime a otro no puede ser libre”. Quien, en sus libros y desde la cátedra, elaboró el concepto de el estado nación como relato mítico de las clases dominantes, no tiene otra reflexión que el simple y oportunista reconocimiento del patriotismo colonialista de sus compatriotas. “En si mismo, no fue mero patrioterismo. Pero, aunque este sentimiento de humillación nacional fue más allá del simple patrioterismo, fue fácilmente capturado por la derecha y controlado por lo que creo fue, políticamente, una muy brillante operación de Mrs. Thatcher y los thatcherianos”. El patrioterismo del autor se hace evidente en este párrafo ya que prescinde por completo en su análisis -entiéndase que se trata de un análisis que pretende responder a los valores del internacionalismo- del interés del pueblo argentino y latinoamericano, y denuncia una captura por parte de la derecha de su país, como si, ese mismo patrioterismo, hubiese podido ser conducido de otra manera por los laboristas. La tarea central de un revolucionario en el mundo imperialista era y sigue siendo el de unir -si ello es posible- la causa de los oprimidos de ese mundo con las reivindicaciones nacionales del mundo colonial y semicolonial.
Hobsbawn no pudo -o no quiso- romper su estrecho eurocentrismo, en el momento en que una clase obrera brutalizada por la renta imperialista se unió a los más vulgares reclamos colonialistas, haciendo un frente único con el partido de Thatcher. Decía Hobsbawn, entonces: “Estos peligros son particularmente grandes allí donde el patriotismo puede ser separado de otros sentimientos y aspiraciones de la clase obrera, o aún allí donde puede ser contrapuesto a ellos: donde el nacionalismo puede ser contrapuesto a la liberación social. (...) Inversamente, cuando las dos van juntos, multiplican no sólo la fuerza de la clase obrera sino su capacidad de colocarse a la cabeza de una amplia coalición por el cambio social e incluso dan la posibilidad de arrancar la hegemonía a la clase enemiga”. Lo que Hobsbawn prescindía de analizar es que una cosa es el patriotismo del pueblo inglés ante los bombardeos de las V2 alemanas, durante la Segunda Guerra Mundial, y otra muy distinta el ramplón patrioterismo colonialista frente a la pérdida de un territorio ocupado por la fuerza y a diez mil millas de las islas británicas. Y agrega para dejar más claro su punto de vista ante el público inglés y ante nosotros, los argentinos que produjimos la “comprensible” reacción británica: “Los marxistas no han hallado fácil lidiar con el patriotismo de la clase obrera en general y con el patriotismo inglés o británico en particular. Británico, aquí, significa el lugar donde el patriotismo de los pueblos no ingleses viene a coincidir con el de los ingleses; donde no coincide, como es, a veces, en el caso de Escocia y Gales, los marxistas han estado más conscientes sobre la importancia del sentimiento nacionalista o patriótico”.Ni se le ocurre preguntarse por el nacionalismo argentino o latinoamericano que, seguramente en su visión, tiene un rango todavía inferior al de los escoceses o los galeses. Y completa su argumento: “Es peligroso dejar el patriotismo exclusivamente a la derecha”. Cuál hubiera sido la situación para los argentinos de haber sido la izquierda inglesa la que hubiera llevado adelante ese patriotismo lo pudimos ver en todos los gobiernos de esa bandería que sucedieron al de Thatcher. A excepción del solitario diputado Tony Benn, el laborismo ha sido tan colonialista como los tories.
Esta conferencia de 1983 puso fin, como ven, a mi idilio intelectual con el anciano historiador a la vez que me confirmaba en la necesidad de construir nuestra propia visión de la historia para argentinos y latinoamericanos.
Buenos Aires, 1 de octubre de 2012