En el año 1967,
gobernaba el país un oscuro general de remonta, de escasas luces
intelectuales, que había prometido quedarse por veinte años y había
hecho su entrada triunfal en la Sociedad Rural a bordo de una regia
carroza recibido con la aclamación de los que entonces eran los
dueños del país: los grandes invernadores de la provincia de Buenos
Aires. Yo tenía 20 años y había comenzado a acercarme a los
problemas sociales de la Argentina.
Ese año comencé a militar.
Con un grupo de estudiantes de la Facultad de Derecho de la
Universidad Católica Argentina habíamos creado una pequeña
agrupación que tenía el críptico nombre de Acción Comunitaria de
Extensión Social (ACES). Y todos los sábados íbamos a un barrio
popular de González Catán, en el kilómetro 31 y medio de la ruta 8
a dar nuestra modestísima colaboración a los vecinos del Barrio San
José-La Justina.
Desde ese año, he militado siempre. Lentamente, a partir de lecturas, de conversaciones, de conferencias, de discusiones, la militancia fue acercándose a lo político y el Cordobazo del 29 de mayo de 1969 marcó para siempre lo que sería mi vida: la política como herramienta de transformación, como instrumento revolucionario para crear una sociedad independiente y autónoma, más igualitaria, más justa.
Esa militancia me permitió conocer a miles de hombres y mujeres iguales que yo, militantes cuya pasión dominante era liberar a la Patria del yugo imperialista y del privilegio oligárquico. Me permitió conocer casi la totalidad de mi Argentina, sus capitales y sus pueblos miserables. Pude, gracias a la militancia, conocer el exilio y aprender otras lenguas, siempre empujado por el afán de que el reinado del hombre sobre la tierra no podía ser tan solo la riqueza de pocos y la pobreza y miseria de las grandes mayorías.
Tuve la suerte de conocer a hombres y mujeres geniales que me enseñaron “el misterio profundo de la cosa” como decía Julián Centeya. Pude descubrir, gracias a ellos y a la experiencia que adquiría cada día, que la clave y el núcleo de todas las cuestiones que desvelaban mi joven conciencia se sintetizaba en una exigencia: el retorno de Perón y el fin de esa proscripción que era una cárcel sin rejas para millones de argentinos trabajadores y sufridos.
Puedo contar a mis nietos que estuve en La Matanza esa tarde histórica del 17 de noviembre de 1972 tirando piedras, junto a Jorge Abelardo Ramos y otros entrañables compañeros, a la fuerza militar más grande que el país había conocido desde la Campaña del Desierto.
Y esa militancia me dio el privilegio, tiempo después, de estrechar varias veces la mano de ese hombre que había dado expresión, energía y esperanzas a millones que gracias a él habían vivido esperanzados.
Y nunca intenté ser otra cosa que un militante. Las películas, los libros, los poemas, las conferencias, los artículos periodísticos, la televisión y hasta los amores no tuvieron nunca otra explicación ni justificativo que esa febril pulsión de saber que vivo en un mundo injusto y que es mi deber sobre la tierra intentar cambiarlo.
Hoy, como todos los años en esta fecha, celebro el Día de la Militancia convencido de que solo ese desvelo justifica mis pocos aciertos y mis numerosos errores. Y la alegría de brindar con mis iguales, los militantes, por una Argentina justa, libre y soberana integrada en la Patria Grande que aún debemos construir.
Salud a todos mis compañeros.
Buenos Aires, 17 de noviembre de 2020