15 de agosto de 2024

Ciento cincuenta años del Manifiesto Comunista

 El 21 de febrero de 1998 se cumplió el sesquicentenario de la publicación del célebre Manifiesto del Partido Comunista, editado por una imprenta de Liverpool. En aquellos ya lejanos años escribí este artículo que hoy he encontrado entre mis papeles. Gobernaba en Argentina Carlos Menem, en los EE.UU. Bill Clinton era el presidente en su segundo mandato y, sólo seis meses después, el tema de la pasante y un cigarro puesto en un equívoco lugar ocuparía los titulares de los diarios del mundo entero. De la Rúa era el flamante Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires y lejos estábamos de la pueblada del 2001.

No obstante, muchas de las reflexiones que aquí expuse mantienen una corrosiva actualidad.

Ciento cincuenta años del Manifiesto Comunista[1]



En Bruselas, a fines de 1847 y principios de 1848, dos exiliados políticos alemanes de 29 y 27 años, escribieron un pequeño folleto, que salió a la luz a principios del mes de febrero de 1848. El folleto llevó por título "Manifiesto del Partido Comunista". Sus jóvenes autores eran Carlos Marx y Federico Engels. Pocos meses después, la revolución levantaba sus barricadas en París y se extendía como una llamarada por toda Europa. En febrero de este año se cumplen ciento cincuenta años de la publicación de ese documento histórico, la primera declaración teórica y política del movimiento socialista y revolucionario que, encarnando las aspiraciones y deseos de la clase obrera, pretende instaurar un nuevo régimen político y social basado en la abolición de la propiedad privada de los medios de producción.

Entre su primera afirmación: "Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo" y la última y famosísima: "¡Proletarios de todos los países, uníos!, se encuentra resumido el pensamiento que nutrió a la Revolución de Febrero de 1848, la Comuna de París de 1871, la Revolución Rusa de 1917 -que instauró el primer estado obrero en la historia de la humanidad-, la fracasada Revolución Alemana de 1919, la Revolución China, la Revolución Coreana, la Revolución Vietnamita y, en nuestra América Latina, la heroica Revolución Cubana.

A lo largo de esos años, se han levantado miles de críticos anunciando los errores e inexactitudes de este famoso folleto, de una extensión no mayor a unas 25 hojas mecanografiadas. En este aniversario, la plutocracia imperialista celebra, junto a lacayos y bufones del mundo dependiente, y acompañada por una corte de filósofos, comentaristas, periodistas y publicistas de toda laya, la aparente derrota de las ideas y consignas lanzadas por aquellos jóvenes alemanes. Vale la pena analizar, entonces, cómo se ha ejercido sobre su texto la crítica del tiempo y qué párrafos conservan todavía la lucidez y lozanía que convirtieron al marxismo en el pensamiento más potente y transformador generado por Occidente en los últimos 500 años.

EUROPA EN 1848

Los autores del Manifiesto veían ante sí el incipiente desarrollo del capitalismo en algunos países de Europa Occidental. Tenían con respecto a la Revolución Francesa, la misma distancia que hoy tenemos con el final de la Segunda Guerra Mundial, cincuenta y nueve años. Vastos sectores de Europa eran básicamente campesinos y la revolución industrial y el maquinismo aún no habían desplegado sus transformaciones. En EE.UU. y Brasil existía la esclavitud y en Rusia no se había declarado la libertad de los siervos. Todos los países europeos -incluida Francia- eran gobernados por testas coronadas. El ferrocarril era un novedoso medio de transporte. La navegación era todavía fundamentalmente a vela. El telégrafo comenzaba a desarrollarse y, por supuesto, no existía el teléfono ni la radio. Tampoco existían los grandes diarios, al modo como aparecerían sobre la cuarta parte final del siglo. Alemania era un conglomerado de pequeños reinos y principados sin unidad política alguna. Italia no había realizado tampoco su unidad nacional y era un mosaico tironeado por el Papado, por Francia y por Austria. La burguesía que Marx y Engels ven desplegarse ante sus ojos es, en muchos casos, todavía una burguesía que conserva su ímpetu transformador. Sólidamente establecida en Inglaterra y en Francia, donde ya constituye el fundamento del orden político y económico, es todavía levantisca en Alemania, en Polonia o en Italia, donde pugna por aplastar a la reacción feudal. Todavía no existe el fenómeno del imperialismo que aparecerá sobre el final del siglo y el capital financiero es, aún, un resorte de crecimiento de la producción industrial. Los sindicatos obreros eran un fenómeno reciente y el proletariado tal como hoy lo conocemos sólo existía en Inglaterra, Francia y algunos estados alemanes. París era una ciudad de intrincadas y sucias callejuelas, no sometidas aún a la piqueta de Haussmann y sus grandes bulevares y Londres todavía era la maloliente ciudad de los cuentos y novelas de Charles Dickens. Por supuesto, Europa era distinta a la de cien años antes. Pero todavía distaba de lo que sería tan sólo cincuenta años después. El mundo extraeuropeo era, a excepción de los EE.UU., un misterio. En estas condiciones, que muchas veces tienden a olvidarse, Marx y Engels bosquejaron un método de análisis sobre el pasado y de acción política sobre el porvenir. ¿Cuáles son sus principales ejes de análisis y cuál es su vigencia?

HISTORIA Y LUCHA DE CLASES

La afirmación, de una profunda trascendencia intelectual y moral, de la primera página de El Manifiesto: "La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases", constituye uno de sus puntos nodales.

¿Queda alguna duda, en las postrimerías del siglo que ha visto, entre otras cosas, el espectáculo horroroso de dos Guerras Mundiales, el triunfo, la burocratización y el colapso de la Revolución Rusa, la Guerra Civil Española, el nazismo, el fascismo, el levantamiento de los pueblos oprimidos por el imperialismo, la crueldad y el cinismo del imperialismo, la guerra de Vietnam, el ciclo de revoluciones y contrarrevoluciones en nuestra América Latina y en Argentina, en particular, acerca de la validez y actualidad de esta afirmación? ¿Existe, fuera del sistema de pensamiento que esta afirmación establece, alguna posibilidad de comprender el actual momento que se está desplegando ante nuestros ojos, sin saltar en el vacío de la superstición o de la locura?

¿No han sido, acaso, los últimos cincuenta años de historia argentina el mejor ejemplo de la observación formulada en el Manifiesto Comunista? La manifestación obrera y popular del 17 de octubre de 1945, que dio inicio al ciclo de desarrollo económico burgués independiente y con justicia social y la contrarrevolución oligárquico-imperialista de 1955, que pretendió reinstaurar las condiciones imposibles de la Argentina pastoril; la etapa de democracia proscriptiva establecida  a partir de 1958, y el regreso de Perón a la Argentina en 1973, como resultado de los alzamientos populares del interior del país; el intento de Perón en su tercera presidencia de continuar el ciclo iniciado en el 45 y la brutal y criminal contrarrevolución  cívico-militar de 1976; la restauración de una democracia satelizada, bajo la dictadura de la Deuda Externa y del Fondo Monetario Internacional y la perversa claudicación del menemismo ante el gran capital financiero y sus agentes de la burguesía proimperialista, han sido, cada uno de ellos y todos en su conjunto, una ratificación de la validez de esta afirmación. 

Todo tipo de corrientes filosóficas y de discursos demagógicos se alzaron contra este postulado, ya en vida de sus autores. “La supremacía de la cultura”, “las eternas verdades”, “los valores de la civilización”, “el afán de superación” y muchas otras conceptualizaciones pretendieron erguirse en motor de la historia. En nuestros días, hemos visto la teoría “del final de los grandes relatos y los sujetos históricos”, “el final de las ideologías”, “el fin de la historia” y, por último y en general abarcando a todas, “el mercado como supremo árbitro”, todas ellas intentos pasajeros y, en verdad, bastante superficiales de negar lo que para la experiencia de millones de seres humanos  es casi un lugar común: que “opresores y oprimidos se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada unas veces y otras franca y abierta. Lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases en pugna”, para decirlo con palabras del propio Manifiesto.

Hoy, ciento cincuenta años después de haber sido escrito, este postulado sigue siendo noticia en los diarios. Tanto en los países como el nuestro, subordinados al imperialismo, en los países imperialistas, como en aquellos en donde se restauró el capitalismo después de la caída de la ex URSS, vemos un notable resurgir de la lucha de clases como resultado de la inexorable ley del lucro privado y la concentración del capital que rige a la dominación de la burguesía.

Por un lado, se alza un capitalismo financiero que, aboliendo en los países centrales el “estado de bienestar” posterior a la Segunda Guerra Mundial, somete a sus propias clases obreras al infierno de la desocupación y el empobrecimiento y a los pueblos dependientes a la ley de hierro del interés compuesto.

Por el otro, los levantamientos campesinos en distintas partes de nuestra América Latina, la resistencia del mundo musulmán a la disolvente penetración imperialista, las huelgas y movilizaciones de los movimientos obreros del mundo semicolonial, la organización y luchas de los desocupados de Europa Occidental y la resistencia sindical de los trabajadores de la Federación Rusa y otros países del ex bloque socialista, a la superexplotación impuesta por  los organismos financieros internacionales y la pandilla burguesa mafiosa, evidencian la frescura y validez de la afirmación de El Manifiesto. La lucha de clases es el mecanismo que impulsa el desarrollo histórico hacia la desaparición de este sistema de explotados y explotadores y de su fundamento económico, la propiedad privada de los medios de producción.

AQUEL HERMOSO CAPITALISMO DE BIENESTAR

La otra crítica que se ha dirigido al sistema conceptual del Manifiesto Comunista ha sido referida a las predicciones que, tanto en este folleto como en otras obras, especialmente El Capital, Marx formulara con respecto al capitalismo. En síntesis, lo que El Manifiesto anuncia es, por un lado, una creciente tendencia a la concentración del capital, manifestado, en el plano político, en la aparición del Estado Moderno como “una Junta que administra los negocios de toda la clase burguesa”. Y por el otro, una similar tendencia a la desaparición de las clases intermedias, convirtiendo en proletarios al resto de la sociedad y un creciente empobrecimiento de estos últimos: “Estos obreros, obligados a venderse al detalle, son una mercancía como cualquier otro artículo de comercio, sujeta, por tanto, a todas las vicisitudes de la competencia, a todas las fluctuaciones del mercado”.

Presidentes y primeros ministros, generales, premios Nobel de economía, profesores universitarios, filósofos de distintas escuelas y procedencias, literatos, comentaristas, periodistas, actores de cine y últimamente, hasta, modelos han invertido toneladas de tinta en demostrar con distintas argumentaciones de qué manera Marx y Engels le habían errado de medio a medio; que lejos de concentrar el capital en pocas manos y proletarizar y empobrecer al resto de la sociedad, el capitalismo no hacía sino crecer incesantemente la riqueza de todos, generar un mundo de abundancia casi infinita, y convertir a sus países en paraísos de clase media. EE.UU., Alemania Occidental, Francia, Inglaterra eran presentados como la respuesta fáctica a las consideraciones marxistas. En ellos, -según, por ejemplo, el vulgar filósofo reaccionario Karl Popper, quien ha encandilado a muchos sedicentes “filósofos nacionales” hoy lenguaraces del menemismo- el Estado y su doctrina, el liberalismo, “reforzó las instituciones sociales para la protección del débil de los económicamente fuertes”, sin necesidad ni de lucha de clases, ni de organizaciones obreras y, mucho menos, revoluciones expropiadoras y autoritarias. Para estos críticos, sólo en los países donde el capitalismo no se había impuesto la gente sufría de desabastecimiento, de miseria, de falta de comodidades, de pobreza y de totalitarismo. Así la URSS y los países del ex bloque socialista y los países del Tercer Mundo que intentaban formas independientes de desarrollo industrial, eran el ejemplo apodíctico del grueso error de las predicciones marxistas. Durante los años que van entre el final de la Segunda Guerra Mundial y los años ochenta este ataque a los postulados marxistas tuvo una profunda eficacia. Una mirada superficial y ligera de Europa llevaba a la fácil afirmación de que los beneficios y mejoras alcanzados por los países antes mencionados convertían en papilla las críticas del socialismo.

Tan sólo unos pocos años después este argumento se desvanece como lo que es, una ilusión para los bien intencionados, una burda patraña para sus bien pagos expositores. Veamos.

A partir de la crisis de 1929, el capitalismo entró en una etapa distinta a las que hasta entonces había atravesado, en la que el pensamiento y la orientación de Lord Keynes tuvo un papel fundamental. Se inició la etapa del capitalismo keynesiano. Hasta ese momento, las burguesías imperialistas del mundo central se regían por los principios que Marx y Engels describen en El Manifiesto: libre mercado, laissez faire, ausencia del estado en la actividad económica, carencia total o gran debilidad de sindicatos, derechos sindicales, convenios colectivos, indemnizaciones por despido, reglamentación del trabajo de la mujer y los niños, etc. La crisis devastadora del año 29 provoca una creciente alarma en las burguesías imperialistas y las lleva a pensar que el Estado tiene algo que hacer en estas situaciones para mantener la maquinaria en marcha. Desde el New Deal en adelante, pasando por las tempranas experiencias de la llamada economía mixta sueca o de los más autoritarios y despóticos métodos de la Alemania hitleriana, todos los países capitalistas adoptan, en mayor o menor grado, una participación activa del Estado en la producción y en la actividad económica en general. Aparecen los programas sociales para los sectores más desprotegidos, los grandes planes de vivienda, la concertación entre las grandes empresas y los sindicatos, los convenios colectivos y, hasta el Derecho Laboral como rama independiente del Derecho Civil.

Hay otro hecho que empuja a las burguesías centrales a adoptar estas políticas: la existencia y desarrollo de la Revolución Rusa y la influencia que sus banderas tienen en el movimiento obrero del mundo capitalista avanzado. Era necesario encontrar una forma que garantizase la vigencia del capitalismo y de la propiedad privada burguesa, que solucionase los problemas de sobreproducción y que mantuviese a la clase obrera alejada de las tentaciones de la joven República Soviética. Esa fue la fórmula que Lord Keynes tenía para ofrecerles.

Además, y tangencialmente al tema que estamos tocando, esta forma de capitalismo tuvo una rápida aceptación en los países semicoloniales o periféricos, puesto que les daba a sus débiles burguesías nacionales el instrumento que buscaban para encontrar una forma de acumulación capitalista independiente. Todo el proceso de nacionalizaciones que comienzan en la década del ´30 y, fundamentalmente, se continúan en la inmediata posguerra, tiene, en más o en menos, estos elementos teóricos. Desde Perón, en nuestro país, hasta Sukarno en Indonesia o Nehrú en la India, todos ellos ensayan formas de capitalismo protegido por el Estado nacional de la voracidad imperialista y de la debilidad orgánica de sus propias burguesías.

 

La consolidación de la Unión Soviética y el stalinismo después de la guerra tiene como resultado el fortalecimiento del capitalismo keynesiano en toda Europa Occidental. A los datos antes mencionados se agrega la satisfacción de la demanda postergada, por la producción bélica, de sus mercados internos El legendario bienestar de los suecos y escandinavos en general, la estabilidad y el fenomenal crecimiento de la economía alemana, la continuidad bajo distintas formas de las políticas sociales de Roosevelt en los Estados Unidos se fundaron en la necesidad, a nivel global, de las burguesías de controlar las crisis cíclicas y demostrar que sus propias clases obreras vivían mejor que los obreros rusos o del bloque socialista. Lo primero tendría a la larga una consecuencia inflacionaria que, en el caso de los EE.UU. pudo manejar exportándola a la periferia. Lo segundo finalizaría con la desaparición del otro polo de la comparación.

Hoy la burguesía metropolitana vuelve a mostrar su verdadero rostro: el de la sobreexplotación y el desempleo, el mismo que siempre mostró a los trabajadores y los pueblos semicoloniales. Europa tiene las tasas más altas desde la década del ´30.  En la otrora exitosa España del destape posfranquista la cifra asciende al 20%. En todos lados las afiladas tijeras de los ministros de hacienda recortan los fondos para la ayuda social, los jubilados, la salud, la educación, las madres solas y solteras, los niños.

Los obreros de los países centrales han comenzado irreversiblemente a experimentar la misma pérdida de todos los derechos laborales y sindicales que tan bien conocen los trabajadores argentinos. Los desempleados franceses han ocupado durante varios días las oficinas de ayuda social y hasta el templo máximo del capital financiero, la Bolsa de París, exigiendo un aumento del seguro de desempleo, que el gobierno del “socialista” Jospin les ha negado.

La salvaje reaparición del capitalismo ha significado para los obreros de los antiguos regímenes stalinistas: “una fuerte caída en la producción, un enorme empobrecimiento de la población, con una gran polarización entre pobres y ricos y un aumento de la inestabilidad política”, según declaraba tiempo atrás Elena Poutivtseva, joven dirigente obrera rusa, ante un periódico español[2] . Y agregaba: “A menudo la gente que trabaja no cobra su sueldo. Estar sin cobrar durante dos o tres meses es considerado algo normal. Cuando el retraso alcanza ya el año o el año y medio surgen las protestas, y aún así no es seguro que puedas cobrar los atrasos.”

La consecuencia de esto ha sido una brutal concentración del capital. En EE. UU., “el 0,5% de las familias están en posesión de la mitad de los patrimonios financieros en manos individuales. El 1% de la población de los EE.UU. aumentó su participación en el PBI de un 17.6% en 1978 a un sorprendente 36.3% en 1989”[3].

“El obrero moderno, por el contrario, lejos de elevarse con el progreso de la industria, desciende siempre más y más por debajo de las condiciones de vida de su propia clase”, afirma el texto escrito en 1848, desmintiendo con la fuerza de los hechos el coro de apólogos de la Arcadia capitalista.

El crecimiento canceroso del capital financiero y el derrumbe de la Unión Soviética y del llamado bloque socialista terminó con la necesidad de Lord Keynes, el estado de bienestar, la situación privilegiada de las clases obreras centrales y del Estado protector. El capitalismo ha vuelto a las condiciones de 1914, de antes de la Primera Guerra Mundial. Como en una especie de dantesco ciclo de eterno retorno, el final del siglo, según la interpretación del historiador inglés Eric Hosbawm, nos encuentra en el mismo punto que en su comienzo. Los principales problemas a los que se enfrentó han quedado pendientes y esto, que el periodismo simplista y ramplón ha llamado oscuramente globalización, es la imposición por cualquier medio de las condiciones de sobrevivencia del gran capital imperialista en una escala planetaria, sólo cuantitavamente diferente a la de 1900.

“Los proletarios no tienen nada que salvaguardar, tienen que destruir todo lo que hasta ahora ha venido garantizando y asegurando la propiedad privada existente”, decía en 1848 El Manifiesto Comunista. Los ojos de sus autores escrutaban nuestro presente.

LOS OBREROS Y LA PATRIA

Lo que sus ojos no podían ver, porque no eran astrólogos ni charlatanes televisivos, era el desarrollo particular y concreto de los acontecimientos históricos. Su visión del mundo, como decíamos antes, estaba determinada por el momento en que vivían. Su conocimiento del mundo ajeno a Europa era escaso y, en algunos aspectos, nulo. En general, el conocimiento histórico y social sobre el mundo oriental y no europeo comienza después de la aparición del Manifiesto. Marx, Engels y el puñado de militantes que suscribieron el Manifiesto Comunista se definían como internacionalistas, es decir estaban en contra de las fronteras europeas. Consideraban que el proletariado de los distintos países de Europa no podía ser arrastrado por sus respectivas burguesías a guerras que no tenían otro objeto que la realización de los intereses de las clases dominantes. “Los obreros no tienen patria”, afirma El Manifiesto. Y esta afirmación ha generado ríos de tinta y extravíos ideológicos de todo tipo. Durante años, doctrinarios socialistas pequeño burgueses se han enfrentado a los trabajadores concretos que, en los países sometidos al imperialismo, asumen las tareas de la liberación nacional.  En nombre del internacionalismo, los partidos Socialista y Comunista de la Argentina condenaron a los obreros peronistas de 1945. Aún hoy, notables izquierdistas dudan entre Bill Clinton o Tony Blair y Saddam Hussein.

Pero el internacionalismo de Marx y de Engels no era abstracto y doctrinario, si bien estaba impregnado de un flagrante eurocentrismo de filiación hegeliana. Militantes decididos y con las armas en la mano en las guerras revolucionarias por la unificación alemana, sabían de lo que hablaban. Por eso agregaban a la afirmación anterior: “Mas, por cuanto, el proletariado debe en primer lugar conquistar el poder político, debe elevarse a la condición de clase nacional, constituirse en nación, todavía es nacional, aunque de ninguna manera en el sentido burgués”. Y más adelante, cuando se refieren a la actitud de los comunistas respecto a los otros partidos de oposición, sostienen sus autores: “Entre los polacos, los comunistas apoyan al partido que ve en una revolución agraria la condición de la liberación nacional”. Explícitamente, aunque sin desarrollar, Marx y Engels ven la posibilidad de que la clase trabajadora apoye un partido patriota, es decir luche por construir una patria. Y el desarrollo ulterior de la lucha por el socialismo volvió a plantear el tema.

La perspectiva de tiempo que Marx y Engels tenían ante sí era muy corta. Imbuidos de un admirable optimismo revolucionario, por un lado, y de una sobrevaloración de las condiciones de madurez del capitalismo y del movimiento socialista, por el otro, pensaban en un período no mayor de cinco, a lo sumo de diez años.  Hoy sabemos que esto no fue así. La primera revolución socialista se produjo casi sesenta años después de la aparición de su folleto y no fue en Alemania, tal como allí lo suponían, sino en el país más atrasado de Europa, en la Rusia del absolutismo zarista.

Y no sólo eso. El fuego del Octubre ruso extendió sus llamas, no hacia el avanzado Occidente de los grandes partidos obreros y de las grandes organizaciones sindicales, sino que lo hizo hacia Oriente, hacia el mundo de los campesinos condenados al primitivismo, de países esclavizados por potencias extranjeras, con un débil desarrollo de sus fuerzas productivas y en los cuales las grandes banderas de la independencia nacional constituían el eje aglutinador de toda transformación revolucionaria. Fue en China, en Corea, en Vietnam, en Cuba, donde la herencia de El Manifiesto encontró terreno propicio.

Y además lo hizo mediado por la degeneración teórica y política que significó el stalinismo. El pensamiento que conduciría a la victoria a la clase obrera del país económicamente más avanzado de Europa, se convirtió, por otra burla trágica de la historia, en el arma de combate de partidos comunistas influidos por burócratas stalinistas, dirigiendo un ejército de campesinos, en países donde la clase trabajadora virtualmente no tenía existencia significativa. Esto explica, en parte, las dificultades y hasta retrocesos que la lucha por el socialismo ha sufrido a lo largo de estos años.

Mientras tanto los trabajadores de los países centrales gozaron después de la Segunda Guerra Mundial de su relativo privilegio. Por un lado, las burguesías imperialistas subsidiaban, sobre la base de la renta semicolonial, el alto nivel de vida de sus obreros. El estado de bienestar keynesiano fue el narcótico que adormeció la conciencia de los trabajadores del capitalismo central. Lentamente los partidos comunistas europeos, embrutecidos teóricamente por el escolasticismo stalinista, derivaron hacia formas de oposición socialdemócrata, expresando en términos políticos el adormecimiento de la fuerza revolucionaria de la clase obrera satisfecha y su alejamiento de la clase obrera del mundo semicolonial y la más completa ignorancia sobre la cuestión nacional de los pueblos sometidos por el imperialismo y el colonialismo que en última instancia, financiaba el bienestar de aquellos. Reproducían, de alguna manera, la conducta de la Segunda Internacional, en los años previos a la Primera Guerra, donde el pensamiento socialdemócrata justificaba y ponderaba el papel del hombre blanco en el mundo asiático y africano. Los altos salarios, el consumismo y una profunda despolitización parecían alejar indefinidamente el escenario de la revolución en el mundo del capitalismo avanzado.

Es esto lo que ha terminado. El capitalismo en su versión agónica, con preeminencia del capital financiero, ha vuelto a mostrar su rostro cadavérico. Hoy los obreros europeos y norteamericanos se enfrentan a las mismas condiciones que sus compañeros latinoamericanos y asiáticos. No hay santuario para la explotación capitalista. La guerra fría, la existencia fantasmal de la URSS, han desaparecido. La burguesía, sin visibles enemigos en el horizonte, ha comenzado a recoger sus ganancias. La ley de hierro de la plusvalía ha vuelto ha vuelto a hermanar a los obreros de ambos lados del Atlántico. Por otra parte, el colapso de la URSS y de los países del socialismo real ha tenido una insospechada consecuencia. Los obreros de Alemania hoy conviven en las fábricas con sus camaradas provenientes de la antigua Alemania Democrática. Estos camaradas traen su formación socialista, su cultura obrera, que, aun bastardeada por la barbarie stalinista, conserva sus valores de igualdad y anticapitalismo. El proletariado europeo se reencuentra con sus viejas tradiciones, interrumpidas por la Guerra Fría y la lucha contra el comunismo. Esto abre, como nunca, desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial, la posibilidad de una renovación del pensamiento marxista revolucionario, a la luz de las nuevas realidades del capitalismo imperialista agónico. Este hecho es también de una magnitud impredecible. La lucha de clases, ese mecanismo sobre el que El Manifiesto puso una luz definitiva, ha vuelto por sus viejos fueros en el mundo capitalista central. Hoy, más que nunca en los últimos cincuenta años, el proletariado europeo puede hacer uso de la palabra.

El socialismo, que es internacionalista, que brega por la hermandad de todos los hombres en una sociedad sin clases y sin fronteras, en la que el Estado se disuelva hasta desaparecer, perdiendo su carácter represivo, para dejar de ser administrador de los hombres y convertirse en simple administrador de las cosas, ha sido y es el más ferviente defensor de la independencia política, económica y cultural de los pueblos y naciones oprimidos por el imperialismo. Entrelaza en las tareas políticas de la clase trabajadora la abolición del yugo de toda dominación extranjera y de toda explotación. Los trabajadores y oprimidos del mundo capitalista avanzado cuentan con la solidaridad de sus hermanos del mundo periférico. Y, recíprocamente, los trabajadores y los pueblos oprimidos por el imperialismo tienen confianza en la conciencia proletaria de los obreros que en las metrópolis son explotados por los mismos amos.    

 

Las ideas centrales de este luminoso folleto mantienen una prodigiosa lozanía y actualidad. Como afirmaba León Trotsky, en 1938, con motivo de los noventa años de El Manifiesto, “Este panfleto... nos sorprende aún hoy por su frescura. Sus secciones más importantes parecen haber sido escritas ayer”.

            Sus críticos han sido sepultados en el olvido. Y el capitalismo no ha podido ni podrá resolver los problemas esenciales de la infinita mayoría de la raza humana. Por el contrario, sólo los empeorará. Los próximos ciento cincuenta años verán desplegarse nuevamente las banderas rojas de la libertad y la emancipación del género humano

Las tareas de la liberación nacional y del patriotismo significan, para los trabajadores de nuestro país y de América Latina, la lucha por las condiciones mínimas de existencia. En el curso de esa lucha los trabajadores se constituirán en el caudillo social de las grandes masas explotadas para expulsar al imperialismo de sus fronteras, retomar el desarrollo de sus fuerzas productivas, abolir los privilegios de las clases dominantes, instaurar formas de democracia obrera y generar las condiciones para la gran unidad de una América Latina Justa y Libre. Esta lucha no se ha detenido nunca. Ha sufrido avances y retrocesos. Pero las banderas de la Revolución Cubana se mantienen desplegadas y altivas.

Los trabajadores argentinos han experimentado, en los últimos años, la más grave enseñanza política, la producida por la claudicación. Pero saben que no pueden detenerse en lamentos. Las movilizaciones de Santiago del Estero, Jujuy, Neuquén, la lucha de maestros y jubilados, los reclamos activos de los desocupados son muestras de que la marcha se ha reiniciado. Tienen por delante la más grande de todas las tareas, la de liberar al conjunto del pueblo argentino de sus explotadores históricos. Las ideas centrales y básicas del Manifiesto Comunista siguen siendo la piedra basal de esta ciclópea tarea.



[1] Artículo escrito con motivo de la celebración, en febrero de 1998, del sesquicentenario de la publicación del Manifiesto Comunista.

[2] Entrevista a Elena Poutivtseva, El Militante, Nº 108, año 1997, Madrid, España

[3] Fuente: "Socialist Appeal In Defence of Marxism". Londres, enero 1998.