3 de octubre de 2025

Para evitar un nuevo revisionismo dentro de 100 años

Cuentan que Lenin tenía la costumbre de avisar personalmente a cada compañero con el que iba a polemizar en un congreso o reunión del comité central.

Lo hacía con el objeto de no enturbiar con ataques sorpresivos las relaciones personales entre compañeros de lucha e ideas. Esta costumbre se perdió, con muchas otras cosas, en el ciego y despiadado torrente del stalinismo y el uso de la policía para dirimir discusiones político-ideológicas. De modo que la posteridad asumió que Lenin era un fanático discutidor que eliminaba con un tiro en la nuca a quienes no pensaban como él. Por el contrario llegó a la hoy casi inconcebible tolerancia de aceptar que dos de sus mejores hombres publicaran en la prensa los planes de la insurrección de Octubre, algo que sólo quince años después, muerto Lenin, les valió el mote de esquiroles de la Ojrana, la policía secreta del zar. Creo que la costumbre del jefe de la insurrección de Octubre debe ser reivindicada e imitada.

Todo este proemio para informarte que acabo de enviar al diario -en el suplemento que dirige Federico Bernal- una, lamentablemente, extensa nota discutiendo tus puntos de vista del editorial del 2 de abril pasado.

La nota en cuestión va adjunta al presente mensaje con el propósito leninista de que seas el primero en conocerla.

Espero que pueda salir publicada. De no ocurrir no me queda duda de que se trata de razones de espacio. Lo digo con sinceridad. Buscaré entonces algún otro canal.

Te dejo un abrazo fraternal 1.

JFB


El 2 de abril de 2012, en este mismo diario, el columnista Hernán Brienza, miembro, como quien esto escribe, del Instituto del Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego, publicó un artículo con motivo de los 30 años del inicio de la Gesta de Malvinas. A raíz de lo publicado por Brienza en esa oportunidad inicié con él una comprimida discusión en su página de Facebook. Como el tema amerita mayor reflexión y espacio, me permito utilizar esta columna, para ampliar los conceptos que me llevan a contradecir el punto de vista del respetado columnista y compañero. Como es muy fácil pelearse y muy difícil encontrar, como ha sido el caso con Brienza, nuevos compañeros que recojan las viejas banderas, he tratado de mantener la discusión en el marco de la fraternidad y respeto que deben caracterizar las relaciones entre partisanos.

Sobre la naturaleza política del 2 de Abril


La primera afirmación que consideramos errónea al principio mismo del artículo de Brienza es la siguiente:

“... por ninguna razón, motivo o inspiración podemos decir que los sucesos del 2 de abril de 1982 constituyeron una gesta nacional y popular”.

Los sucesos del 2 de abril de 1982, es decir la recuperación militar para la soberanía nacional de nuestras islas irredentas, dieron origen a una verdadera gesta nacional y popular, como se pudo observar de inmediato con la alborozada, entusiasta y espontánea adhesión del pueblo argentino a dicha recuperación. Este entusiasmo pudo verse en todas las plazas del país y principalmente en la de Mayo -ágora de nuestras más importantes decisiones políticas- ocupada, entre otros, por muchos de los hombres y mujeres que dos días atrás habían sido salvajemente apaleados por la policía del régimen. Incluso entre los exilados y perseguidos por la dictadura cívico militar la noticia generó una respuesta de solidaridad y las embajadas argentinas -hasta entonces vistas con justificado recelo- comenzaron a llenarse de compatriotas que se ofrecían como voluntarios.

Quien esto escribe encabezó, en Estocolmo, una manifestación hasta las verjas de la Embajada Británica, donde se quemó una Unión Jack, símbolo ominoso de la ocupación colonial. Al día siguiente, un grupo de argentinos y suecos concurrimos a nuestra embajada para exigir se pusiera a nuestra disposición, como ciudadanos argentinos, los elementos necesarios para redactar y enviar comunicados de prensa en apoyo, justamente, a la gesta que se había iniciado ese día. Comenzamos a recorrer las redacciones de los medios de prensa para exponer nuestro punto de vista que era de repudio a la dictadura cívico-militar y de ratificación de la reconquista de nuestro territorio usurpado. Vale la pena mencionar que la atención con que hasta ese momento habían sido recibidas nuestras declaraciones en la prensa sueca desapareció como por encanto. Unos argentinos exiliados denunciando las tropelías de la dictadura proimperialista eran motivo de conmiseración y pena. Pero esos mismos hombres y mujeres reivindicando un acto de voluntad nacional contra una potencia imperialista ya no despertaban solidaridad ni simpatía.

Como pueden recordar todos los que vivían en el país en aquellos días, las canchas de fútbol fueron testigos de la adhesión popular a la recuperación de las islas y de la solidaridad con los oficiales y soldados que estaban en el frente de guerra. Y bajo ningún concepto, ninguna de esas expresiones confundía el apoyo a la recuperación de Malvinas con un apoyo a la dictadura militar. Por el contrario, todavía se recuerdan los cantos de las tribunas adhiriendo a la acción militar austral y repudiando a Galtieri y la dictadura.

Es por todo ello que discrepo abiertamente con la aventurada afirmación de Brienza. El 2 de abril de 1982 se inició, guste o no, una gesta nacional y popular.

Los caprichos de Clio


Escribe Hernán Brienza:“Nada tienen que ver los reclamos contra el enclave colonialista inglés y los sentimientos de dolor por el injusto despojo de territorios (...) que nos embargan a los argentinos con la desquiciada decisión individual de un dictador o de un grupo minúsculo que (...) consideró un acto heroico mandar a la muerte a una segunda generación de jóvenes en menos de siete años de dictadura cívico-militar”.

Entiendo de sobra -y es algo que muchos de nosotros venimos repitiendo desde hace 30 años- la dificultad que representa asumir la contradicción en la que incurrió el propio régimen militar al reconquistar Malvinas. Los caprichos de Clío han desconcertado muchas veces a espectadores y protagonistas. No fue otro que el virrey del Imperio Otomano Mehmed Ali Pasha quien, en 1805, encabezó la independencia de Egipto convirtiéndose en el sultán Muhammed Alí e iniciando la creación de un estado nacional moderno. O, más cercano a nuestros días, no fue sino el extravagante play boy Norodom Sihanouk, coronado monarca de Camboya a los 19 años y heredero de una corona cómplice con la dominación francesa, quien encabezó, en 1953, la independencia de ese país del democrático protectorado colonialista.

Pero me resulta casi imposible de entender que Brienza no sepa que nuestros heroicos muertos durante la guerra de Malvinas fueron matados por balas inglesas, por cañones ingleses, por torpedos ingleses y no por las balas de una dictadura que, es cierto, había asolado al país -y continuó haciéndolo después de la derrota en la batalla austral- a sangre y a fuego. No puedo creer que Hernán Brienza considere que los 323 muertos por el ataque aleve y criminal al Crucero General Belgrano haya que atribuírselos a la dictadura.

Creo que esta opinión del compañero Hernán Brienza se deriva de su dificultad para entender que la guerra, más allá del sentido y las razones que quisiera haberle dado la cúpula militar, era de naturaleza intrínsecamente liberadora. Y fue eso, la naturaleza justa, legítima y anticolonial de la guerra, lo que generó el inmediato apoyo de los países latinoamericanos. Panamá votó a favor de la Argentina en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. El secretario general de la ONU, el peruano Javier Pérez de Cuéllar, hizo dudar sobre su imparcialidad, moviéndose a favor de la Argentina, mientras el gobierno de su país envió aviones y aviadores dispuestos a participar en la contienda aero-naval. Venezuela defendió a viva voz a la Argentina mientras que su embajador en Buenos Aires se convertía en un vocero de la justicia de la causa y de la guerra. Sólo la dictadura de Pinochet mantuvo su torva hostilidad hacia la Argentina mientras sus FF.AA. daban información estratégica a la Task Force inglesa. Obviamente no era la admiración al sistema democrático y la soberanía popular o el horror ante las violaciones de los Derechos Humanos lo que guiaba la política del déspota trasandino. Era su lealtad a la OTAN y su sumisión a los EE.UU. y Gran Bretaña lo que dictaba su conducta.

Es muy probable que en el ánimo de la Junta Militar de entonces haya estado la ensoñación que se le atribuye. Pero es mucho más comprobable y demostrable que esa decisión abrió la caja de Pandora del espíritu patriótico de los argentinos y de Patria Grande de los suramericanos. Entre el 2 de abril de 1982 y el final de la Guerra de Malvinas, América Latina volvió a vivir el espíritu bolivariano y sanmartiniano de las luchas por la Independencia y comenzó la latinoamericanización de nuestro reclamo que hoy es ya política oficial de la UNASUR.

La “opción” de celebrar


De ahí se deriva esta, a mi entender, errónea afirmación de Hernán Brienza: “el pueblo argentino (...) no encontró mejor opción que celebrar la recuperación y hacer suya una guerra que no era suya”. Para el pueblo argentino no fue una opción, Hernán. No había posibilidad de optar entre lo que hizo o lo contrario. Fue simplemente la identificación inmediata de que en esa decisión tomada inconsultamente se jugaban casi 150 años de incesante reclamo, de aspiraciones frustradas, de extrañamiento de “La Hermanita perdida”. Por eso la afirmación posterior contradice todo lo dicho hasta ese momento: “Es sencillo: fue el pueblo y sólo el pueblo el que dotó de contenido nacional un conflicto armado decidido, paradójicamente, por una elite cívico militar que había instaurado en el país un modelo económico que favorecía a las empresas y a las finanzas trasnacionales y al capitalismo concentrado en la Argentina y había propinado un cruel ajuste y empobrecimiento de los sectores populares”.

Así es. Es lo que ocurrió el mismo 2 de abril en el momento en que ese mismo régimen, que con exactitud define Hernán, decidió recuperar las islas. Por eso en ese día recordamos la gesta de Malvinas. Y mucho más contradictorio con su descalificación del 2 de abril es lo que escribe a continuación: “Fueron la alegría, la solidaridad, el anticolonialismo que surgieron de los hombres y mujeres de a pie, el heroísmo de los soldados –y no digo chicos– y de un sector de la oficialidad con conciencia nacional los que hicieron que la aberración del 2 de abril se pareciera a una gesta”.

Hernán, ninguno de todos esos decisivos protagonistas que mencionás lo consideró una aberración, sino una gesta. La naturaleza cipaya y criminal de la dictadura te produce una confusión que no la tuvo el pueblo argentino en aquella oportunidad. Por otra parte, si la decisión del 2 de Abril tuvo algo de aberrante, lo fue para con la Junta Militar que la adoptó, al ponerla en el centro de la mayor contradicción de nuestro tiempo: el enfrentamiento entre los países imperialistas y colonialistas y el mundo semicolonial o periférico. Y, para colmo, puso a la Junta, por primera y única vez, del lado correcto.

Una guerra legítima y un gobierno ilegítimo


¿Qué importancia tiene entonces que “La Guerra de Malvinas (...) no fue el resultado de las deliberaciones y necesidades de distintos sectores de una sociedad que deciden alzarse en armas contra el colonialismo del que son víctimas”? En primer lugar ninguna guerra de liberación es el resultado de ese manual de procedimientos. El hecho de que una guerra sea adoptada por un parlamento democráticamente elegido no incide sobre su naturaleza. La aprobación por parte del Congreso norteamericano del envío de tropas a Irak no modifica el carácter imperialista, injusto e ilegítimo de esa decisión. El hecho de que hayan sido los jefes del Frente Nacional de Liberación de Argelia, y no el pueblo argelino reunido en congreso, quien haya iniciado su guerra por la independencia no modifica en un ápice la naturaleza justa, legítima y popular de la misma. Pensar lo contrario es formalismo democratista, algo que contradice abiertamente el realismo de nuestro pensamiento nacional y popular.

Tampoco es cierto que la decisión del '82 haya sido una “aberración geopolítica absoluta”. Brienza no da ningún argumento para sostenerlo, pero los numerosos testimonios ingleses sobre lo cerca que Argentina estuvo de obtener un resultado favorable nos eximen de mayor explicación. Coincido también en esto con Jorge Abelardo Ramos cuando afirma: “Iniciar y consumar la recuperación de las Malvinas fue una victoria política y estratégica en sí misma (ya que rompió la inmovilidad de un siglo y medio) y la rendición de Puerto Argentino constituyó una derrota táctica, pero que no alteró el significado global de la guerra y su positivo valor histórico. Justamente la idea de que la guerra fue perdida es la que manipula el Servicio Secreto Británico y los 'partidos políticos de la rendición incondicional', que parasitan en la Argentina” (Prólogo al Informe de lord Franks, 1° de marzo de 1985).

La guerra y los derechos humanos

El otro punto que desvela a Hernán Brienza -con mucha menor conmiseración que otros comunicadores, hay que decirlo- es el relativo a la supuesta violación de los Derechos Humanos de la tropa por parte de nuestra oficialidad. Argentina ha tenido el singular privilegio -común a muy pocos países del orbe- de no haber participado directamente en un conflicto bélico desde la infame Guerra de la Triple Alianza -de naturaleza simétricamente opuesta a la de Malvinas, por otra parte-. Esto le ha dado a nuestro pueblo una ingenua ignorancia sobre las condiciones en que se desarrolla una guerra. Pese a haberlo visto miles de veces en películas norteamericanas o europeas, la brutalidad, el desprecio por la vida propia o ajena, la crueldad disciplinaria, el inapelable verticalismo castrense, le resultan reconocibles y propios de esas películas, pero extraños y ajenos a nuestras tradiciones de convivencia. Pero la verdad es que así es la guerra. Un estado en el que, de alguna manera, se suspenden los derechos humanos y la obediencia y la disciplina son fundamentales para el cumplimiento del objetivo: matar más soldados enemigos que los que el enemigo mate en nuestras filas. No intento con esto negar el hecho de que, como en toda guerra y, más aún, en toda actividad humana, no se hayan cometido injusticias y arbitrariedades, pero plantear la Guerra de Malvinas -como lo hace la película “Iluminados por el Fuego” o la tapa de Página 12 de este 2 de abril- como una guerra entre oficiales y soldados … argentinos, es un notable y pernicioso dislate.

El propio Brienza cae aquí en una nueva contradicción: “Leía la otra noche, durante un breve viaje que realicé a Jujuy, las instrucciones de Manuel Belgrano para el mal llamado “éxodo jujeño”. El valiente político y militar dispuso que el Ejército Auxiliar custodiara la retirada del pueblo en la retaguardia, cubriéndole las espaldas a esos miles de hombres, mujeres y niños que abandonaban todo en defensa de su libertad. Gesta popular y nacional es eso, no estaquear soldados mal alimentados y mal abrigados sobre la tosca malvinense”. Tomar al improvisado general Manuel Belgrano como ejemplo es, en principio, un error o un desconocimiento. Manuel Belgrano gozó, durante su corta carrera militar, de una fama de implacable disciplinarista y de frecuente estaqueador. El propio Manuel Dorrego fue víctima, y posiblemente justificada, del rigor disciplinario del general abogado. Por otra parte, de los miles de veteranos de la guerra de Malvinas, son muy pocas la denuncias sobre este tipo de hechos a los que cierta retórica pretende llamarlos de lesa humanidad. ¿Hubo casos de injustos castigos? Seguramente sí, los hubo, como los ha habido y seguirá habiendo en cada oportunidad en que el furor de Marte gobierne la conducta de los humanos. El puñado de hombres que en 1964 se juntó en Orán, Salta, para iniciar una actividad guerrillera terminó fusilando a dos de sus miembros por supuestos actos de indisciplina y, por otra parte, fueron los únicos muertos que el grupo ocasionó. Bolívar no dudó en fusilar a quien posiblemente fuese su mejor hombre, el general Manuel Piar, y a todos sus compañeros. Las fuerzas militares destacadas en Malvinas no se dedicaron a estaquear soldaditos, como afirma Brienza, aunque lo hayan hecho. Prueba de ello son la cantidad de víctimas inglesas caídas en lucha cuerpo a cuerpo, el heroísmo de los oficiales de la aviación que salían a atacar a las naves inglesas sabiendo que las posibilidades de regreso eran mínimas y en donde caían tres pilotos de cada cinco que partían.

Para terminar

Al final de su nota Brienza se hace una pregunta casi psicoanalítica: “¿Significa esto desmalvinizar? ¿No defender la soberanía argentina sobre las islas? ¿Tener una visión liberal probritánica y antiargentina? ¿Me he convertido en el integrante número 18 del Brancaleónico grupo de periodistas e intelectuales argentinos que trabajan para la autodeterminación de los isleños?”

Curiosamente no la responde.

Intentaremos hacerlo. No, no creo que ninguna de las hipótesis en las que se sitúa Hernán Brienza sean ciertas. Sí creo, en cambio, que la enorme presión social ejercida por el imperialismo, la gran prensa y el establishment intelectual liberal cipayo sobre la clase media, sobre todo porteña, ha tenido sus efectos. Más que desmalvinizar, Hernán Brienza suena como un desmalvinizado. Defiende, sin hesitar y con energía, la soberanía argentina sobre los territorios del Atlántico Sur y está, no tengo dudas, en magníficas condiciones para dar por el suelo con las miserables teorías de esos 17 “perduellis” -para usar un término que recuperó José Luis Torres-. Su error, no obstante, radica en que una visión estrecha, ideológica y que tributa al progresismo porteño, le impide comprender la naturaleza de una epopeya en la que casi seiscientos compatriotas entregaron su vida y en la que las armas de la Patria pusieron en jaque a la segunda potencia imperial de la época y cambiaron la estrategia político-militar de la alianza occidental y, al no hacerlo, debilita la causa de Malvinas en la que, con sinceridad, milita.

Esto fue lo que entendió Fidel Castro, y no los pocos casos de arbitrariedades, cuando sus ásperas barbas rozaron, en un abrazo, la delicada piel del canciller argentino Nicanor Costa Méndez. Me cuesta pensar que el viejo líder revolucionario estuviera confundido al respecto.

El lector disculpará la extensión de la nota. El esfuerzo de escribirla y el de leerla es una contribución a evitar que dentro de cien años una nueva oleada de revisionismo histórico tenga que rescatar del olvido -como lo hemos hecho con la batalla de la Vuelta de Obligado- la valentía y astucia de los argentinos enfrentando con las armas, y en disparidad de condiciones, a los usurpadores de nuestro territorio patrio.


1 La nota no pudo salir en el suplemento que dirigía Federico Bernal con el argumento de que al contestar a un editorialista debía salir en el cuerpo del diario y más breve. Tampoco se publicó en el cuerpo del diario una versión posterior más reducida. Hasta el día de hoy ignoro por qué. (JFB)