19 de mayo de 2015

Los presidentes argentinos que eligieron sus sucesores

El primer presidente argentino que pudo determinar quién sería su sucesor fue Julio Argentino Roca. 

Dueño del poder después de haber derrotado militarmente al mitrismo porteño, en la figura de Carlos Tejedor, el tucumano, respetuoso del precepto constitucional que impedía la reelección, comienza a pergeñar quién lo sucederá en el cargo. Roca, que ha consolidado verdaderamente el poder presidencial y extendido su influencia provincia por provincia, quiere asegurarse que sus acechantes contendores, refugiados tras la figura patriarcal de Mitre -nunca demasiado lejos, nunca demasiado cerca de los pasos de contradanza del Zorro- no se alcen con un poder que le ha costado mucho esfuerzo y sangre argentina conquistar y afianzar y, con ese poder, el orden como objetivo del imperio de la ley o, por lo menos, de la legalidad.

Ante sus ojos, atentos y recelosos, se presentaba una especie de cuadratura del círculo que su pericia debería resolver. Su sucesor tiene que ser, obviamente del Partido Autonomista Nacional (PAN), esa paradójica creación roquista. “Aquí me encuentro, mi amigo con un gran partido. ¡Quién lo creyera! Un provinciano crudo y neto sucediendo y recogiendo el disperso partido de Adolfo Alsina”, escribe en 1880. Y debe ser un provinciano  que impida una recuperación del poder perdido por la provincia y que hoy se concentra en la ciudad Capital. Pero también tiene que ser alguien que garantice la continuidad de su influencia decisiva sobre el conjunto del país a través del PAN.

Y se decide por su concuñado, el cordobés Miguel Ángel Juárez Celman, amigos desde su época de residencia en Córdoba y de sus años de romance con las hijas de los Funes. Clara, la mayor se casaría con el tucumano y Benedicta Elisa, la menor, con el cordobés. Con los Juárez, Marcos y Miguel Ángel había preparado Roca su tesonero camino hacia la presidencia, habían sido sus confidentes, tanto en charlas familiares como a través de una frondosa correspondencia. Juntos habían tejido la espesa red, provincia tras provincia, que lograría derrotar a la Ciudad Puerto y establecer definitivamente la paz sobre el pobre país, sangrado en una interminable contienda civil.

El segundo presidente en condiciones de elegir a su sucesor fue don Hipólito Yrigoyen. También, y en mucha mayor medida que en el caso de Roca, la autoridad de Yrigoyen era de naturaleza personalísima. Su juego de silencios y medias palabras propio de una sibila, la distancia y fascinación casi religiosa que producía en sus seguidores el misterio de su hermética personalidad le habían dado el poder más personal que conocía el país desde los tiempos de don Juan Manuel, pero en condiciones totalmente novedosas, en donde las masas que lo adoraban no eran ya las caballerías pampeanas o los hombres y mujeres del barrio del Tambor. Eran multitudes nuevas y complejas, formadas por criollos e hijos de la inmigración, hombres de pañuelo al cuello, modistillas, maestras y empleados públicos. 

Tampoco don Hipólito, al igual que Roca, forzó el límite constitucional. La Constitución de 1953 y la idea alberdiana de la no reelección como forma de evitar y combatir el “caudillismo”, era para estos hombres y su generación la última frontera de la legalidad que garantizaba el orden de lo que alguien llamó “la república posible”.

Su elección recayó en Marcelo T. de Alvear, el nieto del héroe de Ituzaingó, el hombre más cercano al régimen que “la causa” acababa de poner fin.

Y nadie más.

Es obvio que en aquellas épocas la política tenía formas y mecanismos muy distintos a los de ahora. En primer lugar, el electorado era infinitamente menor en cantidad y, aun cuando el yrigoyenismo había introducido una forma de democracia de masas, podría decirse que en realidad era tan sólo de “de media masa”, ya que las mujeres quedaban fuera del padrón. No existían los medios masivos de comunicación  que hoy conocemos y los que había no tenían la penetración y el papel decisivo que hoy han adquirido en la manipulación de la información y opinión públicas. No existía la sociología electoral ni las encuestas y estudios de opinión, ni siquiera el mecanismo hoy conocido de boca de urna. De manera que los protagonistas se lanzaban a la aventura electoral con una gran dosis de imprecisión en los resultados, más allá del olfato político de los “punteros” y la fina intuición de los caciques locales y los resultados finales de las elecciones se conocían recién varias semanas después de realizadas.

Ambas decisiones fueron adversas a quienes las tomaron.

A poco de la “elección canónica” de Juárez Celman, éste desplaza a Roca de la presidencia del PAN y la asume él mismo, con lo que reestablece el Unicato instaurado por su “concuñadísimo” antecesor, en la idea de que su autoridad política no sería cuestionada mientras fuese presidente. Roca, al poco tiempo, le suelta la mano y es así que ante la primer crisis económica de su gobierno, queda solo y aislado ante la misma, sin el apoyo de un PAN que había dejado de existir como tal y de su astuto concuñado, dispuesto a dejarlo caer solo. De ese vendaval surgió lentamente el partido que terminaría por poner fin a la república posible, la República Oligárquica.

En 1923, un año después de asumir, Marcelo T. de Alvear se encuentra enfrascado en una pelea con los senadores yrigoyenistas y hasta con su propio vicepresidente, Elpidio González, también de la carpa de don Hipólito. Había nacido el “antipersonalismo”, la tendencia que terminaría por acercar al partido del Parque con los conservadores del “régimen falaz y descreído”.

Cuando, dividida la UCR, el viejo caudillo de Balvanera vuelve a ocupar la presidencia, ganando las elecciones a los “antipersonalistas” de la UCRA, a quienes apoyan los conservadores que declinaron la candidatura de Julio A. Roca (h), algunos hombres de don Hipólito le gritaron “Traidor!” al presidente saliente. Posiblemente haya sido la primera vez que se escuchó ese grito en el Salón Dorado de la Casa Rosada.

El otro gran caudillo popular argentino, tres veces presidente de la Nación, Juan Domingo Perón quizás pensaba en estas experiencias cuando proclamó “Mi único heredero es el pueblo”.


Buenos Aires, 19 de mayo de 2015

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