Los riesgos del nacionalismo de campanario
Por Julio Fernández Baraibar
Patria y Pueblo, mayo de 2006
El conflicto surgido sorpresivamente entre el Uruguay y nuestro país a raíz de la radicación de dos plantas de celulosa en las cercanías de la localidad de Fray Bentos y frente a la ciudad argentina de Gualeguaychú, parecería haber terminado con la decisión del presidente Kirchner de elevarlo a consideración de la Corte Internacional de La Haya, según lo prescripto por el Tratado del Río Uruguay, suscripto entre ambos países en 1974. Pero todo su desarrollo y el manejo que del mismo hizo la dirigencia argentina han dejado huellas muy profundas en la hermandad rioplatense y en el Mercosur.
Más allá de la violación al Tratado del Río Uruguay formalizado por el presidente Jorge Batlle, que la conducción política argentina dejó pasar en su momento, aceptando la radicación de las plantas, el gobierno del doctor Kirchner, después de una indiferencia inicial, se dejó llevar por la agitación de los grupos ambientalistas y de un sector de la ciudadanía entrerriana que veía en las plantas la amenaza a sus negocios turísticos. Esto hizo que los cortes del puente internacional durante todo el verano –época crucial para la frágil economía uruguaya, muy dependiente del turismo de nuestro país-, se convirtieran de hecho en un gesto bélico apoyado o tolerado por la Gendarmería Nacional, que muchas veces actuó como colaboradora de los mismos.
El Uruguay es un país pequeño y de una economía completamente dependiente de su sector externo. En la década del ‘50 del siglo pasado se retiraron los grandes frigoríficos ingleses que constituían, junto con la exportación cárnica al Reino Unido, el principal salario del país. En ese momento hizo eclosión la crisis económica del Uruguay creado por Lord Ponsomby con las consecuencias políticas y sociales que se desarrollaron a lo largo de las décadas del 60 y el 70: la radicalización de las clases medias, el fenómeno Tupamaro, la ruptura del tradicional sistema constitucional uruguayo y la dictadura militar con sus secuelas de terrorismo de Estado y exilio político y económico.
Cincuenta años después los EE.UU. han reemplazado a Inglaterra como principal cliente de la carne del Uruguay y compran la totalidad de su producción. Esto, que para los EE.UU. puede significar la provisión de algunas carnicerías en un par de supermercados de Nueva York, Chicago y Los Ángeles, para el Uruguay significa el 22% de sus exportaciones. En este marco de enorme fragilidad, desde hace ya diez o quince años, el Uruguay gestó y llevó adelante una política de forestación, cuya producción hoy se exporta bajo la forma de troncos a las plantas de celulosa de Europa. El ofrecimiento por parte de la empresa finlandesa Botnia de invertir un capital equivalente al 10 % del PBI del país y generar valor agregado a su exportación forestal fue algo que el Uruguay no estaba en condiciones de rechazar.
Posteriormente la empresa española ENCE se suma al proyecto celulósico con una inversión levemente menor. Es obvio que, no obstante la posición asumida por el presidente Tabaré Vázquez durante la campaña electoral, de crítica a las llamadas “papeleras”, el gobierno del Frente Amplio debió asumir como hecho consumado estas inversiones, teniendo en cuenta, además, el trabajo y el valor agregado que generarían en el país.
Mucho es lo que se puede decir y escribir acerca de las condiciones en que las empresas imperialistas realizan sus inversiones en el mundo semicolonial y sobre las posibles consecuencias ambientales que este tipo de fábricas pueden causar en el río Uruguay y en la región. Las obsoletas papeleras argentinas, ubicadas sobre todo, en las márgenes del río Paraná son una prueba de ello.
Pero la Argentina no debería haber llegado a los actos de hostilidad que se practicaron durante meses en los puentes de Colón y Gualeguaychú, que además de unir al Uruguay con el continente son ruta del Mercosur. La escalada argentina fue respondida por parte del gobierno frenteamplista por hostiles declaraciones tanto contra la Argentina como contra el Mercosur, que, por otra parte, no ha dado grandes oportunidades al pequeño país platino.
La situación llegó a un punto que nunca debería haber alcanzado. Agresivas declaraciones de ministros argentinos y uruguayos, un viaje del presidente Vázquez a los EE.UU. con un notorio dejo de protesta antimercosuriana, un acto del presidente argentino que intentó convertir el tema en una causa nacional con la presencia de gobernadores e intendentes y una prometida reunión de gabinete uruguayo en la ciudad de Fray Bentos para el 25 de mayo, que la prudencia aconsejó anticipar en un día para no coincidir con la fecha patria argentina, y uruguaya, por otra parte.
Hemos sostenido que el principal punto de la agenda política de nuestros países es el tema de la unidad continental. A él deben subsumirse todas las otras candentes y trascendentales cuestiones. El errático y agresivo camino planteado por el gobierno argentino en este caso no siguió este principio fundamental. El papel de Argentina debió ser el de ofrecer propuestas y soluciones al Uruguay, contribuir a su desarrollo e industrialización y plantear sus diferencias en un estilo más recoleto y diplomático, para que los posibles réditos electorales de un conflicto como éste no se convirtieran en el aparentemente único criterio.
Ese tipo de nacionalismo de parroquia somete a cada uno de nuestros países a la hegemonía yanqui, mientras que la integración la enfrenta y resiste. Si no somos suramericanos seremos inevitablemente norteamericanos.