7 de junio de 2007

El Mercosur debe estar en manos de patriotas suramericanos

A propósito de unas reflexiones del señor Eduardo Sigal, Subsecretario de Integración Económica de la Cancillería argentina

“La vida, esas cosas, quien sabe lo qué” han hecho que el tema central de nuestra política internacional –que ya forma parte de la política interna-, el Mercosur, esté en manos del señor Eduardo Sigal. El mencionado caballero, actual Subsecretario de Integración Económica de la cancillería argentina, es un ex comunista que, ni en su formación intelectual juvenil –de la mano de Héctor P. Agosti, a la sombra ominosa de los espectros de Rodolfo Ghioldi y Victorio Codovila- ni en su vida adulta –defendiendo, con su partido, la dictadura “de los militares democráticos Videla y Viola” o durante sus andanzas junto a Chacho Alvarez- oyó mencionar la palabra Patria Grande o Unidad Latinoamericana. De haberlo hecho, sólo puede haber sido en algún curso en “La Escuelita” de la Federación Juvenil Comunista donde se calificara a la propuesta como reaccionaria utopía trotskista y a sus propulsores como agentes pagos del imperialismo.

Pero así son las cosas. Desaparecida la Unión Soviética y convertido su partido en una gigantesca secretaría financiera sin estructura política que financiar, Sigal abandonó el comunismo argentino para convertirse en un lavadito socialdemócrata, bueno para un barrido o un fregado en cualquier rosca que con la etiqueta de progresista, le permitiera poner sus aptitudes de burócrata al servicio de la burocracia estatal.

El señor Eduardo Sigal ha hecho conocer su visión sobre el Mercosur y la integración del cono Sur del continente en un artículo titulado “La integración del Sur es arena de un conflicto de ideas y valores. La sintonía Argentina-Brasil es fundamental para el bloque”. No vale la pena detenerse en lo excelso del título, con resonancias de la barbitúrica prosa de los editoriales de La Nación. El paso del “materialismo” de la NKVD al “idealismo” de la Unión Europea consigue que Sigal convierta el ABC de Perón –único antecedente diplomático del Mercosur- en una cuestión de “buena onda”[1].

¿Unión Europea o Unidad Latinoamericana?
Pero ahí tan sólo empiezan los graves problemas de concepción política que manifiestan las reflexiones del alto funcionario de nuestra cancillería. Dice Sigal:

“La experiencia de la Unión Europea constituye una fuente de aprendizaje histórico e inspiración política para los países de América del Sur”.

Si algo no puede ser la Unión Europea para nuestra integración es un ejemplo de aprendizaje histórico. Dos guerras mundiales, en el siglo XX, para dar tan sólo un ejemplo, no pueden ser paradigmas históricos al que los hispanoamericanos debamos remitirnos para potenciar nuestro proceso de unidad. La integración latinoamericana es, desde el punto de vista histórico, estructuralmente diferente a la europea. Nuestros países se caracterizan por su idioma común –el del reino de España y Portugal del conde-duque de Olivares- su unidad cultural y religiosa y un pasado común con guerras, que si bien han sido dramáticas, se han debido más a designios extracontinentales que a insalvables enfrentamientos de intereses nacionales. Si Europa debe buscar sus antecedentes unitarios en las arcaicas estructuras imperiales cristianas, herederas del Imperio Romano, Latinoamérica tiene su fuente histórica en los Archivos de Indias y en las guerras de la Independencia. El proceso histórico de creación de los estados nacionales europeos se construyó a partir de los elementos diferenciadores que le ofrecía cada una de las grandes unidades lingüísticas, sus monarcas y la unidad de sus mercados. El proceso de balcanización latinoamericana se basó en la división arbitraria de la heredad hispánica según las exigencias del mercado mundial y de las oligarquías regionales que pugnaban por su inserción privilegiada. En suma, si el proceso de aparición de las actuales naciones europeas fue el producto del desarrollo de sus fuerzas productivas, la disgregación latinoamericana fue el resultado de su atraso y postergación económica y social.

Los países de América del Sur, entonces, están recorriendo un camino singular, radicalmente diferente al de Europa, que es el de desandar ciento setenta años de retraso en consolidar lo que los EE.UU. lograron durante el siglo XIX.

En 1968, hace cuarenta años, en la época en que Sigal veraneaba en la colonia de vacaciones de Credicoop en Chapadmalal, Jorge Abelardo Ramos escribía:

“El Mercado Común Europeo posee un sentido diferente al Mercado Común Latinoamericano o a la Federación política y económica de América Latina. En Europa la nación se ha realizado y el capitalismo se ha expandido dentro de las fronteras nacionales. Pero el capitalismo ya ha cumplido su tarea histórica, lo mismo que el Estado nacional en el Viejo Mundo. (…) Pero la crfeación de un mercado nacional y de una federación política entre los Estados balcanizados de América reviste un carácter histórico radicalmente diferente. Aquí se trata de elevar por la unión fuerzas productivas frenadas por la balcanización y la unilateralidad, es decir, por la ausencia de una revolución nacional. La nación resulta pequeña para Europa y aún constituye un objetivo a lograr en América latina”[2].

El señor Eduardo Sigal considera, como podrían hacerlo Mariano Grondona, Carlos Escudé o Isidoro Ruiz Moreno, que las relaciones entre Uruguay y Argentina, Perú y Ecuador o, incluso, Argentina y Brasil son de la misma naturaleza que las que se han establecido entre Francia y Alemania, Holanda y Austria o España e Inglaterra, para no mencionar a Eslovenia o la República Checa.

La construcción de un gran bloque continental
Pero su confusión se evidencia aún más cuando emite la siguiente afirmación con carácter disyuntivo:

“La integración es, en efecto, una creación artificial, una iniciativa política y no un destino, como a veces se formula desde cierta retórica".

Esta afirmación pretende erigirse en expresión del sentido común de un juicioso funcionario contra lo que sería toda la lucha política e ideológica posterior a la batalla de Ayacucho para impedir el proceso de disgregación continental, rotulada desdeñosamente como “cierta retórica”, a la vez que una prudente toma de distancia de toda agitación bolivariana.

Según cualquier diccionario “artificial” significa, en una primera acepción, “hecho por mano o arte del hombre. Producido por el ingenio humano”. En este sentido, toda estructura social, incluida la familia, es una “creación artificial”, algo que no preexiste en la naturaleza y que es resultado de la acción de los hombres en sociedad. Desde las más primitivas organizaciones hasta los bloques continentales en formación, pasando obviamente por el estado nacional, son una “creación artificial”.
Contrariamente a lo que cree Sigal esta “creación artificial”, el Mercosur, es también un destino, esto es, un resultado generado por la historia, las condiciones materiales de existencia de los pueblos, el desarrollo de sus fuerzas productivas, el territorio y el sistema cultural y axiológico generado por ellas y, por lo tanto, un mandato. El proceso de creación de los EE.UU., durante todo el siglo XIX, se caracterizó por ser una típica “creación artificial” impulsada por el gobierno central y que contaba con un “destino manifiesto” como sostén ideológico y energía moral para llevarlo adelante.

En realidad, el Mercosur es una “creación artificial” que surge como mandato histórico y que se convierte en el único destino posible para nuestros pueblos si queremos no ser un mero retazo desarticulado de un mundo constituido por grandes bloques continentales.

El Mercosur y la lucha contra el autoritarismo
La ramplonería progresista de Sigal se extiende, como no podía ser de otra forma, sobre el metafísico carácter democrático que le atribuye al Mercosur:

“También el nacimiento del Mercosur tiene el sello de la apertura de una nueva etapa en la región. No de una posguerra, en este caso, sino del nacimiento de nuevos regímenes democráticos, después de un largo período autoritario”.

Allá por los principios de la década del 60, algunos cineastas comenzaron a filmar, en nuestro país, inspirados en algunas de las manifestaciones estéticas que el cine de posguerra había generado en Europa, sobre todo en Francia. Preguntado uno de sus exponentes, Rodolfo Kuhn si la memoria no me falla, sobre cómo ello era posible, habida cuenta que la Argentina no había pasado por una guerra, la respuesta obvia, y casi automática para la época fue: “La lucha contra el peronismo tuvo entre nosotros el mismo papel que la Segunda Guerra Mundial en Europa”.

En su intento de asimilar el proceso de integración suramericano al europeo, para darle así respetabilidad reconocible, Sigal se encuentra en la dificultad de los cineastas rebeldes de los ’60. Ante la evidencia de los datos históricos concretos que han determinado la integración europea, iniciada en la misma época en que Perón proponía su ABC en nuestro cono Sur –la finalización de la Guerra, el proceso global de concentración capitalista, la aparición de una potencia hegemónica extraeuropea, etc.- busca el contenido de nuestro principal proyecto integracionista en la pérdida de apoyo por parte de los EE.UU. de los regímenes militares a su servicio en nuestros países y en la democracia semicolonial que sobrevino. Lo que para Europa fue el triunfo sobre el nazismo, dice Sigal, para nosotros lo fue el triunfo sobre la dictadura.

Y agrega, para que no haya dudas:

“El Mercosur no nace, en consecuencia, esencialmente, como un proyecto de liberalización comercial, sino como un área de paz y cooperación política”.

El Mercosur nace, para nuestro Subsecretario de Integración Económica, como un pacífico y declarativo intento de alejar el fantasma de una guerra entre latinoamericanos que jamás tuvo lugar. Nada de ampliar nuestros pequeños mercados internos, nada de construir una economía a escala, nada de acuerdos aduaneros que frenen la penetración de productos producidos fuera del área, nada de unificación de nuestras fuerzas armadas, nada de grandes obras de infraestructura ni empresas energéticas comunes. Paz y cooperación es el objetivo que Sigal le atribuye al Mercosur. Más o menos los mismos objetivos del Centro Cultural de la Cooperación.

Y la crítica que Sigal le formula al economicismo que caracterizó al Mercosur desde 1991 hasta el 2001, lejos de puntualizar la falta de osadía política en extender las áreas de aplicación de los acuerdos, la ausencia de una política común de defensa o de colaboración militar o en el desarrollo nuclear y balístico, se centra tan sólo en que “el bloque no tuvo la misma consistencia en lo que concierne a su construcción institucional”.

Sin embargo, la profundización que ha experimentado el proyecto integracionista en los últimos años no ha dependido de la creación de instituciones mercosurianas. Ha sido tan sólo la osadía política de ampliar las áreas de integración manifestada por el nuevo miembro, la República Bolivariana de Venezuela, las propuestas de integración energética y, sobre todo, la derrota impuesta al ALCA en la reunión de Mar del Plata, la que convirtió al calculador Mercosur de los ’90 en el más sólido proyecto de integración regional.

Otro ataque a la retórica
Todo el esfuerzo argumental de Sigal es alejar las propuestas concretas de consolidación mercosuriana de cualquier apelación histórica. Así sostiene:

“Necesitamos más un Mercosur y una comunidad sudamericana de la energía, la colaboración financiera y la complementación productiva que una inflación retórica orientada a invocar nuestras ‘raíces comunes’”.

Y aquí radica el error de este neoeconomicismo, tan nocivo como el de los ’90, puesto que solamente en la profundización de las raíces comunes –sin comillas- es que puede profundizarse lo hasta ahora alcanzado, tal como lo demuestra el impulso que se ha obtenido de lo que Sigal llamaría “el mandato bolivariano”.

Hay algo, sin embargo, donde Sigal da en el clavo, aunque la política llevada por la Cancillería no responde a ese principio. Dice Sigal:

“No habrá apelación voluntarista que funcione si el Mercosur no da respuesta a los problemas más acuciantes de sus socios menos desarrollados”.

Ha sido, justamente, el no cumplir con ello lo que ha llevado a un agigantado conflicto con el Uruguay que podría haberse resuelto hace mucho tiempo, de no haberse antepuesto cuestiones electorales y una incomprensible aceptación de prejuicios antiindustriales afines al progresismo.

El temor a la autarquía y el aislamiento
Pero posiblemente sea el siguiente párrafo del Subsecretario de Integración Económica de la Cancillería argentina el que mejor defina su punto de vista:

“El Mercosur no impulsa una política de aislamiento respecto del mundo. No es, en ese sentido, un proyecto de desarrollo nacional autárquico proyectado a escala regional”.

Lo del aislamiento respecto de mundo, supongamos que sea un saludo a la bandera para evitar las críticas vulgares de los sectores antinacionales, que jamás tragaron el proyecto integrador. Pero la segunda definición es, por cierto, reveladora y peligrosa. Los procesos en curso en los que están involucrados Rusia, China, India, los países del sudeste asiático, cuyas características económicas y políticas tienen más puntos de contacto con nuestra integración, que la europea, son proyectos que se basan en un modelo de autarquía nacional a escala regional en las condiciones generadas por la globalización imperialista. Y, en última instancia, ese debe ser el objetivo de la integración latinoamericana. Todo lo demás, un parlamento, una oficina con su burocracia bien paga, un poder judicial y todas las bellezas formales que lucen en Bruselas y en Viena la UE no servirán para nada sin ese objetivo liberador.

Cooperación y disenso con EE.UU
Pero la anterior afirmación es el antecedente de la siguiente:

“Existe una dialéctica de cooperación-disenso con los Estados Unidos. Y las razones de ese itinerario no deben buscarse en prejuicios ideológicos de ningún tipo, sino en una interpretación legítima de los intereses nacionales y regionales en juego. Los países del Mercosur forman parte de la misión de paz en Haití, en colaboración con los Estados Unidos; Brasil avanza en importantes acuerdos con la principal potencia en materia de producción bioenergética; la Argentina colabora. De eso no se desprende que los intereses del bloque en su conjunto sean enteramente asimilables a los de los Estados Unidos. Las posiciones del gobierno venezolano al respecto corresponden a un legítimo derecho de sus autoridades y de ninguna manera comprometen a todos los socios del Mercosur”.

La presencia militar en Haití, los posibles acuerdos bioenergéticos de Brasil con EE.UU.y, sorprendemente, nuestra colaboración “activamente con la lucha antiterrorista en la que está involucrada por razones de principio y también por haber sido blanco de dos monstruosos atentados de ese origen” constituyen verdaderos caballos troyanos puestos por los enemigos de la integración –internos y externos- para dificultar la misma. Si las razones sobre lo de Haití y lo del biodiesel tienen la misma solidez que esta pamplina de los “dos monstruosos atentados de ese origen” y nuestro involucramiento en la política de terror que EE.UU. lleva en nombre del antiterrorismo en Irak, Afganistán y amenaza con hacerlo en nuestra Triple Frontera, la sinceridad de Sigal y la solidez de sus argumentaciones sobre el Mercosur ruedan por el suelo. El muchacho admirador del Che Guevara se ha convertido en un hombre grande obediente a Dick Cheney a punto tal que se siente obligado a dejar perfectamente aclarado que:

“Las posiciones del gobierno venezolano al respecto corresponden a un legítimo derecho de sus autoridades y de ninguna manera comprometen a todos los socios del Mercosur”.

Pero como compensación a todo ello, Sigal nos informa :

“El Mercosur ha puesto en práctica la construcción de un observatorio democrático que estará progresivamente en condiciones de evaluar la vigencia del estado de derecho en sus países miembros. Es una manera de asumir con madurez la propia responsabilidad en la defensa de sus integrantes contra todo tipo de autoritarismo”.

Ambiciones muy modestas para un Mercosur que tiene como enemigo no “todo tipo de autoritarismo” sino la disgregación a la que aspira el imperialismo y un destino de ilotas en un mundo de grandes bloques continentales.

Que el Mercosur esté en estas manos no corresponde ni de cerca a las expectativas que ha generado en el pueblo argentino, ni a la política real del gobierno del presidente Kirchner, ni a las verdaderas posibilidades que nuestros pueblos tienen, en esta particular coyuntura histórica, de construir para siempre la Patria Grande, ese “retórico mandato” que Sigal desprecia.

Buenos Aires, 7 de junio de 2007.

[1] Escribía Perón, bajo el seudónimo de Descartes, en 1951: “El signo de la Cruz del Sur puede ser la insignia de triunfo de los penates de la América del hemisferio austral. Ni Argentina, ni Brasil, ni Chile aisladas pueden soñar con la unidad económica indispensable para enfrentar un destino de grandeza. Unidas forman, sin embargo, la más formidable unidad a caballo sobre los dos océanos de la civilización moderna. Así podrán intentar desde aquí la unidad latinoamericana con una base operativa polifacética con inicial impulso indetenible”. Perón, Juan Domingo, América Latina en el año 2000: unidos o dominados, pág. 79, Ediciones de la Patria Grande, Casa Argentina de Cultura, México, 1990.

[2] Jorge Abelardo Ramos, El Marxismo de Indias, pág., 236, nota 66, Editorial Planeta, Barcelona, 1973

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