Hace ya varios años,
en un artículo dedicado a analizar la elección del Papa alemán
Joseph Ratzinger1
intentamos explicar el sentido geopolítico que esa elección tenía.
Los
últimos años de Juan Pablo II
El nuevo Papa
desplazaba por su procedencia la hegemonía histórica que la curia
vaticana, formada en gran parte por cardenales de origen italiano,
tenía en Roma. Los últimos años del Papa Juan Pablo II se habían
caracterizado por la decadencia física del mismo y su relativa
incapacidad de hacerse cargo del timón de la nave de Pedro. Después
de haber sido testigo de la implosión del socialismo real2,
en Europa Oriental, y la creación de un nuevo mapa geopolítico
europeo y mundial, el Papa Woytila estuvo al borde de la renuncia. La
burocracia vaticana, la curia, que lo rodeaba lo convenció de
“continuar llevando la cruz” de su cargo, cuyo peso era
notoriamente mayor a sus fuerzas. Los oscuros sectores curialescos,
con sus más oscuras y misteriosas relaciones con el gran capital
financiero y el poder plutocrático de Europa cubrieron durante siete
u ocho años la creciente dificultad de un Papa, cuya salud se
deterioraba día tras día. A su fallecimiento es esta Curia Romana
el verdadero poder en el Vaticano. El nuevo Papa, fuera quien fuese,
debería enfrentarse frontalmente con este poder si pretendía ser
algo más que un títere del sistema curialesco.
Era la época del
despliegue hegemónico en el mundo entero del capital financiero, de
la utopía neoliberal, del más crudo individualismo y el hundimiento
de los países periféricos en el infierno de la desindustrialización
y el desempleo crónico. Mientras Rusia -la antigua URSS- se
recomponía a las nuevas condiciones de la implosión del petrificado
sistema soviético, EE.UU. asumía una tenebrosa ideología del Fin
de la Historia en la que toda inesperada intervención humana se
presentaba como imposible y hasta perniciosa.
América Latina se
debilitaba año tras año, sus países caían uno tras otro bajo la
férula del capital financiero, en lo económico, y de EE.UU., en lo
político, mientras sólo Cuba, la última colonia española,
sobrevivía con dignidad y pobreza su absoluta independencia
nacional.
El viaje de Juan
Pablo II a Cuba significó un enorme espaldarazo al esfuerzo
realizado por los cubanos a lo largo de los años posteriores a la
década del 90. Bajo la retórica algo antagónica de los discursos
de Fidel y del Papa, uno y otro sabían el papel que cada uno estaba
jugando. Si bien el Papa romano había visto con entusiasmo la caída
del decadente imperio soviético, no estaba dispuesto a que la única
superpotencia se quedase sin más con un continente cuya población
era predominantemente católica. Fidel Castro, el antiguo alumno de
los jesuitas, sabía, por su parte, que ese hombre que había
contribuido con su presencia en el Vaticano a la desaparición de la
protección que la URSS imponía sobre la isla caribeña era también
un puente que quebraba el peligroso y pesado aislamiento al que Cuba
era sometida por el imperialismo norteamericano a causa de su altiva
actitud de independencia.
La lenta decadencia
física de Juan Pablo II insufló de poder a la curia romana que, al
fallecer el Papa, gobernaba incontroladamente las finanzas, las
relaciones plutocráticas y el poder disciplinario en el interior de
la Iglesia.
El papa alemán
Como
hemos explicado largamente en el artículo antecitado, la elección
de Joseph Ratzinger en la silla petrina tuvo diversas implicancias.
Por un lado hizo evidente que la principal preocupación del conjunto
de cardenales del mundo entero era la situación del catolicismo en
Europa. La elección del bávaro Ratzinger implicaba, además, un
cierre de cuentas con el mundo germano, después del terrible
enfrentamiento de la Guerra de los Treinta Años, que llenó de
sangre campesina los campos alemanes, que convirtió su suelo en
tierra de saqueo de príncipes suecos y cuyos resultados atrasaron en
cuatrocientos años la unificación de ese gran país. Es muy
interesante, en este sentido, la versión que de esa guerra ha dado
el historiador marxista Franz Mehring, en un libro de principios de
fines del siglo XIX que he traducido del sueco3.
Lejos de la condena adocenada propia del laicismo de cuño
juanbejustista de nuestro país, Mehring repudia el primitivismo
luterano, el provincialismo de sus parásitos coronados, a la vez que
reivindica la acción científica e intelectual de la compañía de
Jesús, así como el papel jugado por el bohemio Alberto von Wallenstein como un
protounificador, fracasado, de la nación alemana.
La
elección de Ratzinger expresaba, entonces, la unificación que
Europa venía formalizando bajo la hegemonía del gran desarrollo
económico, industrial y financiero de Alemania. Las preocupaciones
predominantes de Ratzinger, entonces, tenían que ver con la
secularización progresiva de los europeos, su alejamiento de toda
idea religiosa, por un lado, y la permanente y creciente influencia
de la inmigración del norte de África, que convertía al
musulmanismo en la segunda religión del continente y, en muchos
sentidos, la más viva y pujante.
La
otra misión que su pontificado implicaba era la de restaurar el
poder del Papa en la burocracia vaticana, disolver las infinitas
camarillas de poder que anidaban en sus interminables pasillos y
recámaras, que muchas veces hacian sentir al jefe de la Iglesia
Católica como un huésped de sus palacios. La iglesia católica
enfrentaba ya entonces una brutal decadencia moral y carismática.
Los escándalos por pederastia y pedofilia sumaban sentencias por
millones y millones de dólares, a punto tal que la iglesia
norteamericana, una de los principales pilares económicos de El
Vaticano, se había visto obligada a disminuir drásticamente sus
aportes por causa de las multimillonarias sentencias de indemnización
por los abusos sexuales sobre jóvenes y niños de curas, educadores
religiosos e, incluso, obispos.
A
su vez, el tejido de intereses económicos financieros entre la curia
administradora y la plutocracia europea constituía un escándalo
moral de igual o mayor gravedad. Si bien, el papado había tenido una
relación permanente con la democracia cristiana italiana, sus
negociados, desfalcos y relaciones maffiosas, la globalización había
entrelazado la economía vaticana con el pútrido sistema del
capitalismo financiero, sus lavados de dinero, su estrangulamiento
sobre las economías periféricas y sus vaciamientos de bancos,
empresas y falsas bancarrotas.
Joseph
Ratzinger había sido un importante intelectual de la renovación de
la Iglesia, en tiempos del Concilio Vaticano II, y sus posturas,
junto con algunos otros alemanes como Hans Küng o Karl Rahner, Urs von Balthazar o el francés Henri de Lubac, habían
abierto nuevos rumbos a la filosofía y la teología católicas. Si
bien su pensamiento afirmaba, como no podía ser de otra forma4,
la tradicional moral sexual de la Iglesia, la visión paulista del
matrimonio heredada del derecho romano, su visión política no
correspondía a la que imperaba e impera en la corte vaticana.
La
principal preocupación de Benedicto XVI, como lo hizo evidente la
polémica que generó su famosa homilía de Ratisbona, era intentar
impulsar una nueva ola religiosa en la Europa del neoliberalismo y un
freno a la religión más militante y exitosa de los últimos
cincuenta años, el musulmanismo.
Joseph
Ratizinger es un típico intelectual europeo, de sólida formación
teológica y filosófica. Sus preferencias por la música mozartiana
y su disgusto por expresiones musicales más contemporáneas, como el
rock, dejaban ver una personalidad conservadora, más racional que
emotiva, más cómoda en la construcción dialéctica que en la
acción social.
Este
hombre conservador, como digo, a la cabeza de una institución
altamente conservadora como es la Iglesia Católica, terminó su
pontificado con un gesto de gran osadía política. Conciente de que
sus años de papado no habían logrado minar el poder plutocrático
en el seno del Vaticano, ni el arrepentimiento y el propósito de
enmienda en la conducta de curas, obispos y cardenales que terminaban
amparando a convictos delincuentes sexuales, y que su propio
organismo comenzaba a sentir las limitaciones de la edad, renunció.
Es decir, tomó la decisión más parecida en la Iglesia a patear el
tablero, a denunciar, ante quien supiera entender su mensaje, la
gravedad institucional por la que se atravesaba, así como su
impotencia para resolverla. Desde hacía 600 años no se había
vivido una situación semejante. El primer Papa elegido en el siglo
XXI terminaba su mandato exponiendo la seriedad de una situación que
él mismo no estaba en condiciones de enfrentar y solucionar.
Por
otra parte, el alemán Ratzinger estaba pagando tributo también a la
crisis brutal que sacude a Europa y al papel desliscuecente que su
país natal juega en esta crisis. Si se acepta, como dijimos, que su
elección buscaba expresar la nueva realidad de la integración
europea que sucedió a la caída de la URSS y Europa Oriental, la
renuncia tiene también que ver con esa realidad.
La
hegemonía política y económica del neoliberalismo como ideología
oficial y excluyente de la Europa comunitaria terminó por imponer en
los países europeos la misma crisis económica, social y cultural
que impuso en los países latinoamericanos. El estallido de la falsa
prosperidad basada en la financierización del capitalismo productivo
terminó con la sociedad de bienestar y el ajuste, como ya había
ocurrido en nuestros países suramericanos, se descargó sobre los
asalariados, los hombres y mujeres de trabajo, los más débiles e
indefensos. Y, al contrario de lo ocurrido en América Latina, los
pueblos europeos no encuentran salida a sus reclamos, demandas y
sufrimientos. La crisis parece no tener fondo y el espectáculo de
disolución social, de protesta espontánea e inorgánica, que
habíamos vivido los argentinos entre 1990 y 2001, se instaló en la
milenaria Europa. La integración bajo la hegemonía del gran capital
financiero hizo evidente sus limitaciones y su inviabilidad.
Por
otra parte, Alemania se transformó lentamente en un país que, con
el Banco Central Europeo, lleva adelante el mismo objetivo que la
Werhmacht fracasó en llevar a cabo en 1939: la expansión
imperialista alemana sobre la periferia -e incluso el centro- de los
países de Europa. Angela Merkel, convertida en fuhrer de un
tercer reich bancario, es
quien fija las normas económicas, los ajustes, la desprotección de
los ancianos y los niños, el recorte de salarios y jubilaciones, al
conjunto de los ciudadanos europeo.
Un Papa alemán en el trono de Pedro y una canciller alemana en el
trono de Europa se asemejaba demasiado a las condiciones de un
Imperio Romano Germánico con chips, pantallas táctiles y drones,
manejado por los banqueros ingleses y flamencos.
Un
cónclave en la Roma del ajuste económico
El
colegio de cardenales tuvo para su reunión un escenario muy distinto
al que había tenido durante los últimos cincuenta años. Terminada
la guerra y pasado el marasmo de una Italia ocupada por el ejército
norteamericano -momento del cual las primeras películas del
neorrealismo italiano han dado cuenta de manera magistral (Roma
Ciudad Abierta, Ladrón de Bicicletas, Milagro en Milán, entre
otras), la Italia del norte fue incorporándose al desarrollo europeo.
De la mano de una democracia cristiana que expresaba a la gran
burguesía fascista a la que el propio Vaticano había ayudado a
reciclar bajo formas democráticas, Italia se incorporó al welfare
state
del capitalismo continental europeo. El Partido Comunista italiano,
el más poderoso de Europa Occidental, expresaba a su vez a los
sectores obreros y populares de la ciudad y el campo. Discutiendo y
peleando -como lo hacen Alfredo y Olmo, el anciano terrateniente y el anciano dirigente
sindical agrario en el final del filme Novecento de Bernardo Bertolucci5- la DC y el PCI pusieron a Italia y su tardía unificación nacional a
la altura de Francia y Alemania, los países que condujeron, a partir
del final de la guerra, el proceso de integración europea. Los duros
tiempos del mercado negro, de los soldados americanos haciendo una
larga cola para ver y tocar la virginidad de una muchacha italiana,
que describe de manera lacerante Curzio Malaparte en su novela La
Piel, fueron quedando en el olvido. Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo
I y Juan Pablo II fueron elegidos en una Roma cada vez más próspera
y, por ende, más distante de los pueblos semicoloniales, que
conforman la mayoría de la humanidad.
Lejos de ese optimismo de entonces, este Cónclave se reunió en una
Italia envuelta en una crisis económica sin precedentes, casi sin
gobierno, en un proceso de ajuste de salarios y pensiones, de
achicamiento del gasto público y de ayuda financiera a los bancos,
impuestos por los burócratas del Banco Europeo con el sólo objeto
de salvar la dictadura de las finanzas y el inevitable deterioro del
euro. Berlusconi, el viejo aliado de la Curia Vaticana, con
escándalos y desplantes propios de un príncipe del Renacimiento,
dueño monopólico de los medios de comunicación de masas, ha
perdido apoyo electoral y plutocrático. Sus pujos de rebeldía,
contra la participación italiana en las guerras coloniales de África
y Medio Oriente, le hicieron perder la simpatía que su histriónica
personalidad había despertado en el centro imperialista, EE.UU., el
Reino Unido y Alemania. España, Francia y, como hemos visto, Italia,
los principales países católicos de Europa, están atravesados por
una crisis que se descarga sobre los sectores más vulnerables de una
sociedad que no encuentra fórmulas ni liderazgos que le permitan
enfrentarla y darle respuesta.
Los problemas que la Iglesia evidenciaba ya en los fines del reinado
de Juan Pablo II, lejos de disiparse, se habían agravado. Grupos
religiosos, estrechamente vinculados al poder financiero, como el
Opus Dei, disponían de una influencia casi ilimitada en la política
y los negocios vaticanos, mientras sus miembros aparecían como
responsables en sus países de la catastrófica situación económica.
Por otra parte, los cardenales del otro gran continente católico,
América Latina, venían de países que, pese a sus graves problemas
de miseria, pobreza e injusticia social, había sorteado en términos
relativamente favorables la crisis mundial. Si bien, en muchos de
ellos, algunos obispos mantenían duros enfrentamientos con sus
gobiernos, como en el caso de Venezuela, o relaciones tensas y un
tanto ríspidas, como en el caso argentino, esos países habían
mejorado notablemente sus índices económicos, mantenían una sólida
estabilidad y mejoraban el nivel y la calidad de vida de sus pueblos.
En esas condiciones, el Cónclave debía elegir quien gobernaría la
Iglesia: un continuador de la misma Curia Romana, que había
determinado la renuncia de Benedicto, o un renovador que, de alguna
manera, no podía venir sino de la periferia.
El cónclave logró darle un gobierno a la Iglesia, antes y más
rápido que la clase política italiana a su propio país, que al
escribir estas líneas carece aún de una administración.
Buenos Aires, 21 de marzo de 2013
1
La
elección de Joseph Ratzinger,
25 de abril de 2005,
fernandezbaraibar.blogspot.comhttp://fernandezbaraibar.blogspot.com.ar/2013/02/laeleccion-de-joseph-ratzinger-el-25de.html
2
La idea de que el Papa Juan Pablo II fue responsable del estallido
de la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia constituye una
notoria exageración. La URSS y el llamado bloque soviético estaba
en plena e irrefrenable entropía, tanto econonomia como política.
Los principales agentes de esta disolución del “socialismo real”
anidaban en el seno mismo de la burocracia despótica y corrupta que
gobernaba esos países.
3Gustavo
Adolfo II de Suecia,
http://issuu.com/juliofernandezbaraibar/docs/gustavo_adolfo_ii__por_franz_mehring
4Pretender
de la Iglesia Católica -o cualquier otra- una moral sexual adaptada
a la vida secularizada de la modernidad es, antes que otra cosa, una
tontería, porque justamente ésa es, por así decir, la
especialidad de la casa. Con el atenuante, frente a ciertos rigores
del puritanismo protestante, de que el recurso de la confesión
alivia las culpas que esos mandatos pueden imponer en el alma de los
fieles. En rigor de verdad, sus prohibiciones y tabúes alcanzan
solamente a aquellos que deciden voluntariamente formar parte de
ella en su edad adulta y son comunes a la mayoría, sino a todas,
las religiones más importantes e influyentes del mundo
contemporáneo.
5
El final de esa película es una maravillosa síntesis de todo un
período histórico. Los dos ancianos, después de un enfrentamiento
prolongado y cruento, durante todo el siglo XX, caminan discutiendo,
empujándose, riñendo como niños, mientras un topo (¿el de la
historia?) se mete en su agujero.