La respuesta a
la poderosa ofensiva del Papa Francisco contra el capital financiero, contra la
destrucción de los hombres y mujeres y del medio ambiente capaz de sostener la
vida -y la humana principalmente-, así como su reivindicación de los más pobres,
los más explotados de los hombres y pueblos que viven en la periferia, no se ha
demorado.
A menos de una
semana de sus históricos y trascendentales discursos en Cuba, el Congreso
norteamericano y las Naciones Unidas, la prensa del régimen imperialista y
globalizador, ha puesto en el centro de la escena una pasajera expresión papal -referida
a una denuncia no comprobada ante la justicia penal- y la cesantía de un alto
clérigo del Vaticano por manifestar, no solo su homosexualidad, sino su
cohabitación marital con otro hombre, para atacar e intentar desmerecer la
figura y el accionar de Francisco.
En primer lugar,
Francisco, nuestro compatriota Jorge Bergoglio, dio a conocer dos documentos en
los que ha desarrollado la más aguda crítica a las consecuencias producidas en
la humanidad por la hegemonía del capital financiero, esta agónica versión del
capitalismo que amenaza la subsistencia de la vida en el planeta. Evangelii
Gaudium y Laudato Si no son solo dos textos doctrinarios teológicos y
pastorales -tema en el que somos declarada y concientemente ignaros- sino que,
en mi modesta opinión constituyen los dos más importantes documentos políticos
y sociales del siglo XXI, siglo hasta ahora escaso de grandes y universales
propuestas transformadoras. El desafío ético social e individual que ambos
textos proponen -aun cuando su sustentación filosófica se remonte a los
orígenes mismos del pensamiento cristiano- son el más totalizador y provocativo
cuestionamiento al rumbo que ha adquirido la humanidad bajo la hegemonía
europea y norteamericana.
Valga como
ejemplo de lo que digo estos dos estruendosos parágrafos tomados de su Carta
Apostólica Evangelii Gaudium:
“No a una economía de la
exclusión
53. Así como el mandamiento de
«no matar» pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy
tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y la inequidad». Esa
economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en
situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es
exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa
hambre.
Eso es inequidad. Hoy todo entra
dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el
poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes
masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes,
sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que
se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte» que,
además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación
y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su
misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está
en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los
excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes».
54. En este contexto, algunos
todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo crecimiento
económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo
mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido
confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad
de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del
sistema
económico imperante. Mientras
tanto, los excluidos siguen esperando. Para poder sostener un estilo de vida
que excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha
desarrollado una globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos
volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no
lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo
fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar
nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos
comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos
parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera.
No a la nueva idolatría del
dinero
55. Una de las causas de esta
situación se encuentra en la relación que hemos establecido con el dinero, ya
que aceptamos pacíficamente su predominio sobre nosotros y nuestras sociedades.
La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una
profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano!
Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex
32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del
dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente
humano. La crisis mundial que afecta a las finanzas y a la economía pone de
manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, la grave carencia de su
orientación antropológica que reduce al ser humano a una sola de sus
necesidades: el consumo.
56. Mientras las ganancias de
unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más
lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio proviene de
ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la
especulación financiera. De ahí que nieguen el derecho de control de los
Estados, encargados de velar por el bien común. Se instaura una nueva tiranía
invisible, a veces virtual, que impone, de forma unilateral e implacable, sus
leyes y sus reglas. Además, la deuda y sus intereses alejan a los países de las
posibilidades viables de su economía y a los ciudadanos de su poder adquisitivo
real. A todo ello se añade una corrupción ramificada y una evasión fiscal
egoísta, que han asumido dimensiones mundiales. El afán de poder y de tener no
conoce límites. En este sistema, que tiende a fagocitarlo todo en orden a acrecentar
beneficios, cualquier cosa que sea frágil, como el medio ambiente, queda
indefensa ante los intereses del mercado divinizado, convertidos en regla
absoluta.”
Quien no vea la
naturaleza revolucionaria y transformadora que estas palabras encierran y el
impacto que ellas han tenido en el mundo contemporáneo y en aquellas
conciencias conmovidas por las atrocidades que sufre el mundo periférico, del
cual formamos parte, solo puede ser atribuido a una contumaz ceguera, a un
interés personal con la realidad que se denuncia o, sencillamente, a una irremediable
incomprensión de la lecto escritura, rayana con la imbecilidad.
En segundo
lugar, el papel que ha jugado Francisco desde su asunción como obispo de Roma en
la política internacional está en coincidencia con este conmovedor texto ético.
El éxito diplomático en el restablecimiento de las relaciones entre nuestra hermana
Cuba y los EE.UU., después de décadas de ruptura, el aval moral a los reclamos
de nuestra hermana Bolivia por una salida al mar y el establecimiento de
relaciones decorosas con Chile, el huracán social que significó su visita a
Bolivia y Paraguay y, sobre todo, su memorable discurso ante los movimientos
sociales del continente, han convertido a Francisco en un adalid de la lucha de
la Patria Grande por su unidad y bienestar popular. El conjunto de los pueblos
sumergidos y excluidos de nuestro continente vio en sus palabras, no aquel “opio”
adormecedor y tranquilizador que una errónea lectura le ha atribuido a la
religión, sino un llamado a la lucha política y social por sus derechos
largamente conculcados, un reconocimiento del sentido transformador de sus
organizaciones y un aliento a continuar con la tarea de cuestionar y cambiar
los mecanismos de dominación.
En tercer lugar,
la acción diplomática de este peculiar jefe de Estado, sin divisiones de
tanques ni portaaviones, impidió un criminal bombardeo sobre el pueblo sirio y
modificó el panorama y la relación de fuerzas en el Medio Oriente que, desde la
desaparición de la Unión Soviética, se había convertido en escenario de la más
brutal intervención imperialista norteamericana y europea.
Lo dicho, pese a
su brevedad, alcanza para comprender el programa y la tarea emprendida por
Bergoglio, así como la enemistad que ello le ha valido del establishment
financiero internacional, de sus gobiernos, de sus empresarios, de sus
políticos y funcionarios. La hostilidad manifestada por los representantes
parlamentarios de esa utopía ultrarreaccionaria, criminal e irresponsable,
llamada Tea Party, durante su exposición en el Capitolio, muestra a las claras
el efecto que este bombardeo estratégico de orden moral ha producido en el
núcleo del poder mundial.
Ahora bien,
ninguna de las grandes religiones monoteístas aceptan la homosexualidad y todas
ellas han creado a lo largo de los siglos un sistema normativo de la sexualidad
humana, en el que la procreación ocupa un lugar central. La Iglesia Católica,
como guardiana de la doctrina y la moral católicas, ha establecido a lo largo
de varios siglos, un corpus doctrinario vinculado, entre otras cosas, al
matrimonio y la sexualidad.
Para ella, todo
acto sexual fuera del matrimonio -incluida la masturbación- constituye una
violación a la ley de Dios. Sus clérigos -esto sí a diferencia de otras
religiones monoteístas- hacen voto de castidad, es decir prometen solemne y
voluntariamente un compromiso de no tener relaciones sexuales de ningún tipo, a
partir de su consagración como sacerdotes.
Todo esto puede
ser un interesante y hasta impostergable tema de discusión para los creyentes
católicos, pero carece de trascendencia social. Las condiciones de explotación
del mundo periférico, el agotamiento del medio ambiente necesario para la vida
humana, no sufrirían la menor modificación por el hecho de que la Iglesia
Católica aceptase las relaciones pre o extramatrimoniales, despecaminase la
vida sexual, tanto sea heterosexual, como homosexual, o permitiese que
contrayentes del mismo sexo fuesen consagrados en matrimonio religioso, cuya
función litúrgica es sacralizar la continuidad de la especie humana.
Respecto a la
castidad de los clérigos, es un tema ajeno a la política y solo preocupa
socialmente en la medida en que la misma sea usada por los mismos como tapadera
de graves conflictos psicológicos, tendencias perversas ocultas, soterradas o
mal disimuladas. Y, en última instancia, es una cuestión que en sí misma solo
puede interesar a aquellos que se consideran bajo la jurisdicción del derecho
canónico.
Este tópico, el
del celibato clerical, se ha convertido en los últimos cincuenta años en un verdadero
problema para la iglesia. Por un lado, cada vez más sacerdotes terminan en
pareja -pública o secreta- y existe un movimiento muy amplio de religiosos casados
que exigen a sus autoridades un cambio en la materia. Por el otro, la jerarquía
eclesiástica, en los más altos niveles, ha ocultado, soslayado o hasta excusado
las numerosas y reiteradas violaciones al código penal realizada por clérigos
en el mundo entero, lo que ha producido por un lado, un pernicioso escándalo,
innumerables y millonarias sentencias penales y un flanco fácil de atacar políticamente-la
hipocresía suele escandalizarse- por quienes sienten atacados sus intereses. Es
sorprendente que haya sido en los EE.UU. y en el Reino Unido, donde con mayor cantidad
y virulencia hayan aparecido las denuncias.
Francisco ha
tomado este toro por las astas y ha iniciado una profunda depuración y sanción
hacia la jerarquía que ha actuado como cómplice de estos delitos y ha llegado a
denunciar la existencia de una “rosca” gay en el seno del Vaticano, que oculta,
tolera o excusa la pedofilia y el acoso sexual a varones, menores o adultos.
Y ha sido justamente
este aspecto no resuelto dentro de la iglesia el que está siendo usado para
atacar, no la pedofilia o la hipocresía, sino la posición de enfrentamiento al régimen
opresor de EE.UU. y Europa sobre el conjunto de la humanidad a través de esta
versión financierizada del capitalismo.
Quienes no
entiendan esto, quienes crean que el punto de vista de Francisco sobre el
matrimonio homosexual -punto de vista con jurisdicción sólo sobre los
católicos- es más importante o decisivo que su cuestionamiento al actual
régimen político, social, militar y cultural que sufre la humanidad, se
convierten en cómplices bienpensantes, ingenuos y bienintencionados -en el
mejor de los casos- del sistema hipócrita y criminal que constituye la
principal amenaza a la totalidad de la raza humana.
Buenos Aires, 5 de octubre de 2015
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