29 de febrero de 2016

Tres días a la intemperie o veintidós minutos de helado tratamiento

Aquel enero del año 1077 fue particularmente frío en la zona de Parma. En la silla de Pedro se sentaba desde hacía cuatro años un monje benedictino formado en la célebre abadía de Cluny. Su nombre era Hildebrando Aldobrandeschi. Había nacido en la Toscana en un hogar muy humilde, pero gracias a su tío, abad de un convento en el Monte Aventino de Roma, había logrado una excelente educación y se había iniciado en los vericuetos de la corte papal.
La Santa Sede vivía entonces lo que los historiadores eclesiásticos han llamado “el Siglo Oscuro”, un período en el que el nombramiento o “investidura” de obispados y cardenalatos por parte de los reyes de la cristiandad habían convertido a la Santa Sede en un campo de disputa por parte de duques, condes, barones y príncipes y al papado en un poder oligárquico ejercido por unas pocas familias nobiliarias que se encargaban de poner en el trono de la Iglesia a personajes mediocres, insignificantes y maleables a los caprichos imperiales.
El emperador Enrique III se convirtió en el campeón de los nombramientos episcopales. Varias decenas de papas y antipapas se sucedieron a lo largo del siglo X y parte del XI. Muchos de ellos murieron envenados en conspiraciones palaciegas o asesinados por sicarios imperiales, sin que el nombre de ninguno de ellos haya ocupado un lugar importante en la historia. A la muerte de Enrique III existía un verdadero clamor en la cristiandad contra estos excesos del césaropapismo, y una creciente opinión eclesiástica pretendía poner fin a los mismos.
La elección de Hildebrando, por aclamación popular, al papado, con el nombre de Gregorio VII, el 22 de abril de 1073, pondría en marcha una profunda reforma, consistente en quitar a los reyes y al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico la facultad de “investir” cargos episcopales o cardenalicios. La elección de Gregorio había transgredido lo establecido por la Iglesia en el sentido de que los Papas solo podrían ser elegidos por el Colegio Cardenalicio y no por el pueblo romano. Pero la presión popular fue tan grande que una semana después los cardenales confirmarían lo exigido por los romanos.
Esta Reforma Gregoriana, iniciada por Hildebrando ni bien asumió el Papado, dio origen a la Querella de las Investiduras. En un Sínodo convocado por el Papa en 1075 se estableció que la Iglesia prohibía y en lo futuro rechazaría toda investidura realizada por los poderes laicos. Esta decisión, que apartaba por completo al poder imperial y monárquico de la administración de la iglesia, produjo el inmediato rechazo del emperador Enrique IV quien nombró obispos en las diócesis que rodeaban a los Estados Pontificios, desafiando el poder papal. Gregorio respondió amenazando al Emperador con la excomunión, a lo que este convocó a un sínodo en Worms, donde depuso a Gregorio VII.
La inmediata respuesta papal fue excomulgar a Enrique IV lo que, en los hechos significaba, que los príncipes cristianos quedaban eximidos de obediencia a su autoridad.
Ante esto Enrique IV vio que su trono peligraba, ya que los príncipes alemanes, con los que tenía una díficil relación, se unían al Papa. Decidió por lo tanto buscar un levantamiento de la excomunión y un pedido de absolución por parte de jefe de la Iglesia. Y comenzó su marcha hacia Roma.
Gregorio VII, ignorando las intenciones del Emperador, abandonó Roma y se hospedó en un inexpugnable castillo en Parma, propiedad de la princesa Matilde de Canossa. Hacia allá marchó entonces el emperador, pero ya no vistiendo las púrpuras imperiales, sino los andrajos de un peregrino. Con la mediación de la princesa de la fortaleza y del abad de Cluny, Enrique solicitó perdón al Pontífice y llegó a Canossa el 25 de enero de aquel gélido año de 1077.
Desde la torre del castillo, el monje Hildebrando tardó tres días y tres noches en recibir al emperador. Tres días y tres noches permaneció Enrique arrodillado y vestido con el simple jergón del peregrino hasta que Gregorio se decidió a recibirlo, al considerar que la humillación a la que lo había sometido sería lección suficiente para dejar establecido sus prerrogativas en el gobierno de Roma y de la Iglesia.
La Humillación de Canossa me vino a la memoria cuando comenzaron a publicarse las fotos y el tenor de la reunión del presidente Macri con Francisco. Los tiempos han cambiado, aun para la Iglesia Católica, en estos últimos mil años. Ya no existen los Estados Pontificios. Cavour y Garibaldi se encargaron de ello y lograron unificar nacionalmente a Italia. El Papa carece ya de aquellas mesnadas, de aquellos tercios de Flandes cuyo caminar balanceado arrastrando la espada se convirtió en expresión de la altivez castrense. La Guardia Suiza apenas logra preservar los escándalos de todo tipo en los que se encuentra envuelta. La excomunión no es, hoy por hoy, una amenaza que haga temblar la pera de ningún jefe de Estado. No obstante la Humillación de Canossa sigue siendo el arma de destrucción selectiva de la que dispone el jefe de la Iglesia Católica.
Los fugaces 22 minutos de entrevista, el rostro huraño y cejijunto, la ausencia más completa de una sonrisa sobre una cara que suele iluminarse espontáneamente de alegría, la distancia protocolar y la preocupación por Milagro Sala fueron lo más parecido a aquella histórica mortificación a la que fue sometido el Emperador. Cierto es que la mortificación y las noches heladas a la intemperie le permitieron a Enrique pasar a la historia como un humilde cristiano, respetuoso de la autoridad papal y, sobre todo, mantener su corona sobre la Cristiandad. El trato dispensado al presidente argentino, lejos de tener el efecto de aquel lejano castigo, afectó profundamente su autoridad, dejó expuesta su supina ignorancia sobre el ancho mundo, su visión pueblerina y parroquial y la distancia que existe entre su programa de gobierno y la prédica social, política y económica que Francisco viene realizando desde su privilegiado sitial a favor de los intereses de los más desposeídos, los excluídos, los periféricos.
Este Papa de una extraordinaria percepción política, con esta recepción a un presidente que se vanagloria de desplegar un programa de apertura de la economía, de libre juego de los poderes financieros, de reendeudamiento, despidos, cierre de fábricas, aumento brutal de los productos de primera necesidad y represión y persecución judicial a los militantes sociales -y ahora a Cristina Fernández de Kirchner-, no ha pretendido ponerle un correctivo a su acción de gobierno, ni tampoco desconocer a la mitad de los argentinos que lo votaron.
Como además conoce perfectamente los intersticios más angostos de la política argentina, la actitud de Francisco está encaminada a ratificar su punto de vista doctrinario, los principios sociales, políticos y económicos de carácter universal expuestos en la carta apostólica Evangelii Gaudium y en la encíclica Laudato Si. Contrariamente al famoso chiste de Groucho Marx, el Papa ha expresado: “Esta es mi opinión. Si no le gusta, es su problema. A mi no me gusta su opinión”. Pero además, y esto creo que es lo más importante de su silencioso y elocuente mensaje, los destinatarios son los dirigentes del peronismo, que juran respetar y seguir su enseñanza, para que entiendan con claridad que la gobernabilidad, los 100 días, el tiempo que hay que darle a un gobierno nuevo, a él no le preocupa en lo más mínimo. Esa política enfrenta y confronta con sus enseñanzas y, así como él, desde la autoridad universal que le da la silla de Pedro, no mostró contemplación, la conducta de los peronistas no puede ser otra que, más allá de cualquier matiz táctico, despegarse y tomar distancia desde los lugares de poder que la oposición mantiene.
Porque, contrariamente, a la mirada de campanario de los analistas oficialistas, no es la situación interna argentina la mayor preocupación de Francisco. Es el destino de nuestro continente lo que desvela al Papa argentino, donde la renuncia a una política de autodeterminación y soberanía, puede hacer naufragar la posibilidad de convertirlo en el nuevo protagonista de una política global de justicia e igualdad internacionales, de una política de pacífica estabilidad mundial.
Todo lo demás es chiquitaje de pigmeos de la que no redime ni la Humillación de Canossa.

Buenos Aires, 29 de febrero de 2016

2 comentarios:

Federico Escribal dijo...

Siempre lúcido Julio. La mirada integracionista que mermó en su intensidad en los últimos años en nuestra agenda política es lo único que puede darnos la potencia para transformar el futuro en la dirección que la Huamnidad requiere a la América en su hora.

Silvia Cardozo dijo...

Excelente parangón.