Aquel enero del
año 1077 fue particularmente frío en la zona de Parma. En la silla
de Pedro se sentaba desde hacía cuatro años un monje benedictino
formado en la célebre abadía de Cluny. Su nombre era Hildebrando
Aldobrandeschi. Había nacido en la Toscana en un hogar muy humilde,
pero gracias a su tío, abad de un convento en el Monte Aventino de
Roma, había logrado una excelente educación y se había iniciado en
los vericuetos de la corte papal.
La Santa Sede
vivía entonces lo que los historiadores eclesiásticos han llamado
“el Siglo Oscuro”, un período en el que el nombramiento o
“investidura” de obispados y cardenalatos por parte de los reyes
de la cristiandad habían convertido a la Santa Sede en un campo de
disputa por parte de duques, condes, barones y príncipes y al papado
en un poder oligárquico ejercido por unas pocas familias nobiliarias
que se encargaban de poner en el trono de la Iglesia a personajes
mediocres, insignificantes y maleables a los caprichos imperiales.
El emperador
Enrique III se convirtió en el campeón de los nombramientos
episcopales. Varias decenas de papas y antipapas se sucedieron a lo
largo del siglo X y parte del XI. Muchos de ellos murieron envenados
en conspiraciones palaciegas o asesinados por sicarios imperiales,
sin que el nombre de ninguno de ellos haya ocupado un lugar importante
en la historia. A la muerte de Enrique III existía un verdadero
clamor en la cristiandad contra estos excesos del césaropapismo, y
una creciente opinión eclesiástica pretendía poner fin a los
mismos.
La elección de
Hildebrando, por aclamación popular, al papado, con el nombre de
Gregorio VII, el 22 de abril de 1073, pondría en marcha una profunda
reforma, consistente en quitar a los reyes y al emperador del Sacro
Imperio Romano Germánico la facultad de “investir” cargos
episcopales o cardenalicios. La elección de Gregorio había
transgredido lo establecido por la Iglesia en el sentido de que los
Papas solo podrían ser elegidos por el Colegio Cardenalicio y no por
el pueblo romano. Pero la presión popular fue tan grande que una
semana después los cardenales confirmarían lo exigido por los
romanos.
Esta Reforma
Gregoriana, iniciada por Hildebrando ni bien asumió el Papado, dio
origen a la Querella de las Investiduras. En un Sínodo convocado por
el Papa en 1075 se estableció que la Iglesia prohibía y en lo
futuro rechazaría toda investidura realizada por los poderes laicos.
Esta decisión, que apartaba por completo al poder imperial y
monárquico de la administración de la iglesia, produjo el inmediato
rechazo del emperador Enrique IV quien nombró obispos en las
diócesis que rodeaban a los Estados Pontificios, desafiando el poder
papal. Gregorio respondió amenazando al Emperador con la excomunión,
a lo que este convocó a un sínodo en Worms, donde depuso a Gregorio
VII.
La inmediata
respuesta papal fue excomulgar a Enrique IV lo que, en los hechos
significaba, que los príncipes cristianos quedaban eximidos de
obediencia a su autoridad.
Ante esto Enrique
IV vio que su trono peligraba, ya que los príncipes alemanes, con
los que tenía una díficil relación, se unían al Papa. Decidió
por lo tanto buscar un levantamiento de la excomunión y un pedido de
absolución por parte de jefe de la Iglesia. Y comenzó su marcha
hacia Roma.
Gregorio VII,
ignorando las intenciones del Emperador, abandonó Roma y se hospedó
en un inexpugnable castillo en Parma, propiedad de la princesa
Matilde de Canossa. Hacia allá marchó entonces el emperador, pero
ya no vistiendo las púrpuras imperiales, sino los andrajos de un
peregrino. Con la mediación de la princesa de la fortaleza y del
abad de Cluny, Enrique solicitó perdón al Pontífice y llegó a
Canossa el 25 de enero de aquel gélido año de 1077.
Desde la torre del
castillo, el monje Hildebrando tardó tres días y tres noches en
recibir al emperador. Tres días y tres noches permaneció Enrique
arrodillado y vestido con el simple jergón del peregrino hasta que
Gregorio se decidió a recibirlo, al considerar que la humillación a
la que lo había sometido sería lección suficiente para dejar
establecido sus prerrogativas en el gobierno de Roma y de la Iglesia.
La Humillación de
Canossa me vino a la memoria cuando comenzaron a publicarse las fotos
y el tenor de la reunión del presidente Macri con Francisco. Los
tiempos han cambiado, aun para la Iglesia Católica, en estos últimos
mil años. Ya no existen los Estados Pontificios. Cavour y Garibaldi
se encargaron de ello y lograron unificar nacionalmente a Italia. El
Papa carece ya de aquellas mesnadas, de aquellos tercios de Flandes
cuyo caminar balanceado arrastrando la espada se convirtió en
expresión de la altivez castrense. La Guardia Suiza apenas logra
preservar los escándalos de todo tipo en los que se encuentra
envuelta. La excomunión no es, hoy por hoy, una amenaza que haga
temblar la pera de ningún jefe de Estado. No obstante la Humillación
de Canossa sigue siendo el arma de destrucción selectiva de la que
dispone el jefe de la Iglesia Católica.
Los fugaces 22
minutos de entrevista, el rostro huraño y cejijunto, la ausencia más
completa de una sonrisa sobre una cara que suele iluminarse
espontáneamente de alegría, la distancia protocolar y la
preocupación por Milagro Sala fueron lo más parecido a aquella
histórica mortificación a la que fue sometido el Emperador. Cierto
es que la mortificación y las noches heladas a la intemperie le
permitieron a Enrique pasar a la historia como un humilde cristiano,
respetuoso de la autoridad papal y, sobre todo, mantener su corona
sobre la Cristiandad. El trato dispensado al presidente argentino,
lejos de tener el efecto de aquel lejano castigo, afectó
profundamente su autoridad, dejó expuesta su supina ignorancia sobre
el ancho mundo, su visión pueblerina y parroquial y la distancia que
existe entre su programa de gobierno y la prédica social, política
y económica que Francisco viene realizando desde su privilegiado
sitial a favor de los intereses de los más desposeídos, los
excluídos, los periféricos.
Este Papa de una
extraordinaria percepción política, con esta recepción a un
presidente que se vanagloria de desplegar un programa de apertura de
la economía, de libre juego de los poderes financieros, de
reendeudamiento, despidos, cierre de fábricas, aumento brutal de los
productos de primera necesidad y represión y persecución judicial a
los militantes sociales -y ahora a Cristina Fernández de Kirchner-,
no ha pretendido ponerle un correctivo a su acción de gobierno, ni
tampoco desconocer a la mitad de los argentinos que lo votaron.
Como además
conoce perfectamente los intersticios más angostos de la política
argentina, la actitud de Francisco está encaminada a ratificar su
punto de vista doctrinario, los principios sociales, políticos y
económicos de carácter universal expuestos en la carta apostólica
Evangelii Gaudium y en la encíclica Laudato Si. Contrariamente al
famoso chiste de Groucho Marx, el Papa ha expresado: “Esta es mi
opinión. Si no le gusta, es su problema. A mi no me gusta su
opinión”. Pero además, y esto creo que es lo más importante de
su silencioso y elocuente mensaje, los destinatarios son los
dirigentes del peronismo, que juran respetar y seguir su enseñanza,
para que entiendan con claridad que la gobernabilidad, los 100 días,
el tiempo que hay que darle a un gobierno nuevo, a él no le preocupa
en lo más mínimo. Esa política enfrenta y confronta con sus
enseñanzas y, así como él, desde la autoridad universal que le da
la silla de Pedro, no mostró contemplación, la conducta de los
peronistas no puede ser otra que, más allá de cualquier matiz
táctico, despegarse y tomar distancia desde los lugares de poder que
la oposición mantiene.
Porque,
contrariamente, a la mirada de campanario de los analistas
oficialistas, no es la situación interna argentina la mayor
preocupación de Francisco. Es el destino de nuestro continente lo
que desvela al Papa argentino, donde la renuncia a una política de
autodeterminación y soberanía, puede hacer naufragar la posibilidad
de convertirlo en el nuevo protagonista de una política global de
justicia e igualdad internacionales, de una política de pacífica
estabilidad mundial.
Todo lo demás es
chiquitaje de pigmeos de la que no redime ni la Humillación de
Canossa.
Buenos Aires, 29 de febrero de 2016
2 comentarios:
Siempre lúcido Julio. La mirada integracionista que mermó en su intensidad en los últimos años en nuestra agenda política es lo único que puede darnos la potencia para transformar el futuro en la dirección que la Huamnidad requiere a la América en su hora.
Excelente parangón.
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