El próximo 14 de
julio se cumplirán 100 años del nacimiento del duende que, en la
segunda mitad del siglo XX, convirtió el cine, su cine, en un buceo
en las simas inmensurables del alma humana: el hijo del pastor
luterano de Uppsala, Ingmar Bergman. Ya he escrito algo sobre lo que
sus filmes han significado, tanto en la cultura universal, como en la
región mucho más reducida de lo personal.
Pero hoy
celebramos ese centenario en la Sala Lugones del Teatro General San
Martín. Ahí estuvimos, en una función organizada por la Embajada
de Suecia y la Cinemateca Argentina, para ver su primera película,
su irrupción avasalladora en la historia universal: “Sommmaren med
Monika”, Un verano con Mónica.
Era el año 1953.
Bergman era un hombre joven de 35 años con una importante carrera en
la dirección teatral, un célebre guión que no pudo dirigir,
“Hets”, y un par de películas. Bergman era, como digo, un hombre
joven y su preocupación estaba cerca de los hombres y mujeres
jóvenes de una Suecia que no era, aún, el publicitado edén de la
sociedad de bienestar con que se haría famosa años después. Era
una sociedad rígidamente estamental, donde los humildes tenían la
obligación de saber cuál era su lugar, con explotación patronal,
con abuso contra las mujeres, sobre todo jóvenes y pobres, con
hacinamiento urbano, con castigos corporales y represión sexual. Y
“Un verano con Mónica” -la he vuelto a ver después de más de
cuarenta años- es simplemente la historia de dos jóvenes con malos
trabajos, como muy bien explica el propio Bergman en un reportaje,
ya en su vejez, que la programación tuvo el buen gusto de presentar.
Hay en ese Bergman
juvenil una llama de protesta, una identificación con los más
jóvenes, los más pobres, los más vulnerables. Y hay, ya
desarrollado, esa capacidad demiúrgica de ser implacable con la
fragilidad, la escasa persistencia, la fugacidad y el abismo del
sentimiento humano. No tiene compasión el hijo del pastor luterano.
Ama tiernamente a sus criaturas, pero no las considera perfectas, ni
mucho menos admirables. Son maravillosas cuando se dejan llevar por
la dulce embriaguez de ese verano salvaje en el archipiélago -el
desnudo de la muchacha obrera Harriet Andersson fue uno de los
grandes escándalos conversados en voz baja por los adultos, durante
mi niñez-. Son despreciables, miserables y egoístas cuando la
pasión se acaba, el verano termina y comienza el largo y oscuro
parentesis del invierno septentrional.
En esta
oportunidad encontré algo que no había visto hace cuarenta años,
quizás porque no conocía entonces el idioma que me dio el exilio:
al final, cuando Harry Lund vuelve, con su hermosa hijita en brazos
al viejo barrio obrero ,se refleja en un espejo que es del taller
donde había trabajado antes de conocer a Mónica y de donde se
arrancó para pasar ese verano apocalíptico. Alrededor del espejo
puede leerse “Glass och porslin varu”, objetos de cristal y
porcelana.
Eso hemos sido, para el centenario maestro, los seres humanos, objetos de cristal y
porcelana, frágiles y quebradizos.
Buenos Aires, 13
de julio de 2018
https://archive.org/details/BergmanUnVeranoConMonica
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