1 de diciembre de 2019

Ni una roja primavera, ni un negro invierno



Hay, me parece, una zonza discusión en el aire. Se refiere a si lo que se está viviendo en Suramérica es o no una primavera.
Digo zonza, porque en la Argentina la expresión “primavera”, en términos políticos, remite al breve período que se vivió entre las elecciones de Marzo de 1973 y las elecciones de Julio del mismo año. La expresión, de clara naturaleza gorila, quería dar a entender que el triunfo de Juan Domingo Perón, después de 18 años de proscripción y exilio, ponía punto final a un momento de plena participación de las masas, de plenitud de derecho cívicos y sociales.
Después el periodismo comercial, siempre rápido para poner superficiales caracterizaciones, habló de la primavera rusa, la primavera china hasta llegar a la primavera árabe.
No existe el ciclo natural de las estaciones en la política, siempre impredecible, siempre procelosa, siempre influída por múltiples determinaciones y donde los procesos solo pueden ser determinados por su resolución final y, en última instancia, por su capacidad para imponer la voluntad y el interés de las grandes masas por sobre el interés de los sectores dominantes nacionales y extranjeros.
Suramérica, sin duda, está viviendo una riquísima experiencia en la que inmensas multitudes, muchas veces silenciosas, muchas veces silenciadas, han salido a las calles a defender un gobierno derrocado por un golpe oligárquico, como en Bolivia, o a enfrentar a un sistema de alternancia de muchas décadas en los que, al parecer, se podía discutir de todo menos del proyecto de autonomía nacional y poder popular, como en Chile y Colombia. O como en Perú, donde estalla una crisis de representatividad política, con un notorio desprestigio de los partidos, con el jefe de aprismo histórico suicidado ante la evidencia de su corrupción, un presidente preso por el mismo motivo, junto con la jefa de la oposición. Y en este último caso, aparece un presidente casi casual, que logra posicionarse por encima de esa irrepresentativa clase política y puede triunfar en las próximas elecciones, con resultados aún impredecibles sobre toda la relación de fuerzas en la región.
También estamos en presencia de la crisis casi insalvable del estado oligárquico ecuatoriano, la pugna por las organizaciones indígenas por incorporarse al reparto y el intento de construir un estado nacional por encima de los acuerdos de las oligarquías regionales, donde el dólar es la moneda oficial, como en Ecuador, todo ello en el marco de poderosas movilizaciones que se opusieron al eterno y conocido plan de ajuste dictado por el Fondo Monetario Internacional.
En todos estos movimientos hay dos elementos comunes: por un lado el protagonismo de las grandes masas, que dan la impresión de haber decidido salir a las calles para no volver a sus casas si algo no cambia. Y por el otro, la presencia de oligarquías a las que la crisis obliga a radicalizarse y usar todos los mecanismos represivos del Estado para intentar aplastar las rebeldías y levantamientos.
Es una situación que está en desarrollo, una especie de “work in process” heroico y sangriento, al que solo podemos ver con atención y compromiso, sin crear falsas expectativas de victoria, ni profetizar irreversibles derrotas.
Los pueblos están en la calle. Si logran transformar esa fuerza huracanada en nuevas conducciones políticas, en programas emancipadores y en un nuevo nivel de nuestra independencia, soberanía y autonomía, podremos decir que hemos vivido y alentado, no una primavera, sino el nacimiento de una nueva América Latina.

Buenos Aires, 30 de noviembre de 2019

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