Hay,
me parece, una zonza discusión en el aire. Se refiere a si lo que se
está viviendo en Suramérica es o no una primavera.
Digo
zonza, porque en la Argentina la expresión “primavera”, en
términos políticos, remite al breve período que se vivió entre
las elecciones de Marzo de 1973 y las elecciones de Julio del mismo
año. La expresión, de clara naturaleza gorila, quería dar a
entender que el triunfo de Juan Domingo Perón, después de 18 años
de proscripción y exilio, ponía punto final a un momento de plena
participación de las masas, de plenitud de derecho cívicos y
sociales.
Después
el periodismo comercial, siempre rápido para poner superficiales
caracterizaciones, habló de la primavera rusa, la primavera china
hasta llegar a la primavera árabe.
No
existe el ciclo natural de las estaciones en la política, siempre
impredecible, siempre procelosa, siempre influída por múltiples
determinaciones y donde los procesos solo pueden ser determinados por
su resolución final y, en última instancia, por su capacidad para
imponer la voluntad y el interés de las grandes masas por sobre el
interés de los sectores dominantes nacionales y extranjeros.
Suramérica,
sin duda, está viviendo una riquísima experiencia en la que
inmensas multitudes, muchas veces silenciosas, muchas veces
silenciadas, han salido a las calles a defender un gobierno derrocado
por un golpe oligárquico, como en Bolivia, o a enfrentar a un
sistema de alternancia de muchas décadas en los que, al parecer, se
podía discutir de todo menos del proyecto de autonomía nacional y
poder popular, como en Chile y Colombia. O como en Perú, donde
estalla una crisis de representatividad política, con un notorio
desprestigio de los partidos, con el jefe de aprismo histórico
suicidado ante la evidencia de su corrupción, un presidente preso
por el mismo motivo, junto con la jefa de la oposición. Y en este
último caso, aparece un presidente casi casual, que logra
posicionarse por encima de esa irrepresentativa clase política y
puede triunfar en las próximas elecciones, con resultados aún
impredecibles sobre toda la relación de fuerzas en la
región.
También
estamos en presencia de la crisis casi insalvable del estado
oligárquico ecuatoriano, la pugna por las organizaciones indígenas
por incorporarse al reparto y el intento de construir un estado
nacional por encima de los acuerdos de las oligarquías regionales,
donde el dólar es la moneda oficial, como en Ecuador, todo ello en
el marco de poderosas movilizaciones que se opusieron al eterno y
conocido plan de ajuste dictado por el Fondo Monetario Internacional.
En
todos estos movimientos hay dos elementos comunes: por un lado el
protagonismo de las grandes masas, que dan la impresión de haber
decidido salir a las calles para no volver a sus casas si algo no
cambia. Y por el otro, la presencia de oligarquías a las que la
crisis obliga a radicalizarse y usar todos los mecanismos represivos
del Estado para intentar aplastar las rebeldías y levantamientos.
Es
una situación que está en desarrollo, una especie de “work in
process” heroico y sangriento, al que solo podemos ver con atención
y compromiso, sin crear falsas expectativas de victoria, ni
profetizar irreversibles derrotas.
Los
pueblos están en la calle. Si logran transformar esa fuerza
huracanada en nuevas conducciones políticas, en programas
emancipadores y en un nuevo nivel de nuestra independencia, soberanía
y autonomía, podremos decir que hemos vivido y alentado, no una
primavera, sino el nacimiento de una nueva América Latina.
Buenos
Aires, 30 de noviembre de 2019
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