“Para
dirigir una revolución sin precedentes en la historia de los
pueblos, como la que se produce en Rusia, es evidentemente necesario
hallarse en una conexión orgánica indisoluble con la vida popular,
una conexión que brota de los orígenes más profundos”.
León
Trotsky
Este
22 de abril se cumplieron 150 años del nacimiento, en una pequeña
ciudad a orillas del Volga, Simbirsk, ubicada en lo profundo del
territorio ruso, de un hombre que, en sus 54 años de edad, cambió
el curso de la historia del siglo XX y cuyo nombre legendario, cuya
inconfundible imagen, su vasta obra bibliográfica y sus
electrizantes propuestas políticas conmovieron durante todo el siglo
a las nuevas generaciones que se sumaban a la lucha por transformar
el destino de millones de explotados en el mundo entero: Vladimir
Illich Ulianov, Lenin
¿Qué
sentido tiene después de tanto años recordar a Lenin? ¿Hay algo de
su abrumadora labor político-literaria que mantenga alguna validez
en este nuevo siglo? ¿Dejó su principal obra, la Revolución de
Octubre, la primera revolución obrera triunfante en el país más
atrasado de Europa, alguna lección útil en el siglo de las
computadoras, el teléfono inteligente, el 5G y la Internet de las
cosas? ¿Tienen sus principales libros que, a mi entender, son el Qué
Hacer, El Imperialismo, etapa superior del Capitalismo y
El Izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo, algo que
aportar a la lucha política por nuestra independencia nacional y
unidad latinoamericana?
Intentaré,
brevemente, responder a estas preguntas.
En
primer lugar, Lenin, seudónimo derivado del río Lena que cruza la
vieja capital zarista fundada por Pedro el Grande, era un ruso
profundo. Su rostro, de rasgos extrañamente orientales, sintetizaba
la confluencia de pueblos y sangres que se mezclaron a lo largo de
siglos para formar el alma y la naturaleza del hombre ruso. Suecos,
mogoles, alemanes, judíos y eslavos se arracimaban en su árbol
genealógico. Tenía un profundo conocimiento de la secular cultura
de esos millones de campesinos explotados durante siglos y de la
geografía de su país, el más extenso del mundo. Pese a vivir y
viajar por muchos años en Europa occidental -en Alemania, en
Londres, en Suiza, en Suecia, en Finlandia- y aún cuando hablaba y
dominaba con distinta intensidad varios idiomas, su principal
preocupación durante esos años de exilio fue mantener lo más
fluida posible su vinculación con los hombres y mujeres del pueblo
ruso que se organizaban en el país.
León
Trotsky, quizás el más aparentemente cosmopolita de sus compañeros
en la Revolución de Octubre, describió así a Lenin:
“Lenin
encarna el proletariado ruso, una clase joven, que políticamente
tiene apenas la edad de Lenin y es, además, una clase profundamente
nacional, porque involucra todo el desarrollo pasado de Rusia y
contiene todo el futuro de Rusia, porque en ella vive y muere la
nación rusa. Sin rutina ni ejemplo que seguir, libre de falsedad y
de compromiso, pero firme en el pensamiento e intrépido para actuar,
con una intrepidez que nunca degenera en incomprensión; así es el
proletariado ruso y así es Lenin”.
“Lenin
refleja en sí la clase obrera rusa, no sólo en su presente
político, sino también en su pasado rústico tan reciente. Este
hombre, sin disputa el jefe del proletariado, parece un campesino; en
él hay algo que lo sugiere vivamente”.
Cuando
Lenin, cerrado el ojo izquierdo, recibía por radio el discurso
parlamentario de un jefe de prosapia imperialista o la nota
diplomática esperada -un cierto tejido de reserva sanguinaria y de
hipocresía política.- parecía un 'mujik' de temple orgulloso, al
que no hay manera de reducir. Un campesino terco y avisado que llega
a los límites de la genialidad con las últimas adquisiciones de un
pensamiento de estudioso”.1
No
había frivolidad cosmopolita ni mandarinato académico en su
personalidad. Cercanía, intimidad y conocimiento del pueblo cuya
voluntad quería expresar eran los rasgos notorios de su personalidad
política. Y ese profundo realismo que nutría el pensamiento de
Lenin fue lo que permitió uno de sus grandes hallazgos. Los
socialdemócratas europeos, los reformistas y los revolucionarios,
estaban convencidos que el decurso de la caída del modo de
producción capitalista sería una consecuencia, compleja y
trabajosa, del propio desarrollo capitalista. De modo que concebían,
quizás un tanto mecánicamente, que serían los trabajadores de los
países más desarrollados quienes encabezarían esa revolución
europea que no sería más que la continuación, a un nuevo nivel de
desarrollo, de la revolución de 1789, de la de 1830, la de 1848 y la
de 1871. Y aní aparecía Alemania, con sus sindicatos, sus obreros
altamente politizados, su prodigiosa organización política, como el
escenario donde comenzaría ese Armageddon del capitalismo.
Fueron
Lenin y sus amigos quienes llegaron a la conclusión de que el eje de
la revolución de los pueblos se había corrido hacia la periferia.
La mecha encendida en San Petersburgo en 1917 no corría hacia
Occidente, sino hacia el incógnito Oriente, el de los pueblos
bárbaros sometidos a la explotación colonial. No eran ya los
obreros alemanes con su carnet socialdemócrata, ni los laboristas
ingleses quienes asaltarían el futuro y transformarían el
desarrollo de los hombres y mujeres del siglo XX. Eran los campesinos
turcos, los maestros rurales del Turquestan, los pequeños burgueses
y los artesanos hindúes, con sus tradiciones y sus dioses, con sus
turbantes y sus sayas, los que habían recibido la llama del Octubre
Rojo. Eran las naciones en proceso de liberación y construcción
estatal, eran los pueblos que para Occidente no tenían historia
quienes protagonizarían realmente la historia que la osadía de
Lenín había iniciado.
En
1920, en plena guerra civil rusa, organizaron en Bakú, la capital de
Azerbaiján, la primera Reunión del los Pueblos de Oriente. Casi
3.000 delegados se reunieron para discutir la mezcla de tareas
democráticas, de liberación nacional, sociales y económicas que el
siglo XX planteaba a sus pueblos y naciones.
Ya
en su Imperialismo,
fase superior del capitalismo,
Lenin había avizorado este fenómeno. El capitalismo en su expansión
imperialista se había convertido en un cerrojo que impedía a los
pueblos coloniales y semicoloniales recorrer el camino que habían
seguido las metrópolis imperiales. La respuesta de esos pueblos no
podía demorarse. El genio de Lenin hizo que, de una vez y para
siempre, la voluntad histórica de esos nuevos agentes históricos
fuese asumida por el conjunto de los explotados.
Mi
generación le debe a Lenin haber tenido la posibilidad de leerlo en
clave periférica, en clave semicolonial. Le debe a Lenin el
convencimiento de que los explotados requieren y son capaces de
generar una organización que los represente y conduzca. Le debe a
Lenin la gran ayuda de entender que la causa de nuestros pueblos, la
causa de los argentinos, del sur, del norte, del este y del oeste, la
causa de nuestros trabajadores es y debe ser el principal objetivo de
nuestra reflexión política.
Yo,
personalmente, adhiero al recuerdo de este ruso cuyo nombre seguirá
siendo por siglos bandera de lucha de los humillados y explotados.
Buenos
Aires, 24 de abril de 2020
1 Lenin
como tipo nacional, León Trotsky, discurso de 1920. Publicado bajo
ese título por Editorial Coyoacán, Buenos Aires, 1968.
1 comentario:
Excelente Julio.
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