30 de abril de 2021

De Borges a Andahazi o la traición a la generación del 80

Se ha hecho casi un lugar común comparar las figuras artísticas e intelectuales de la vieja oligarquía, que brillaron durante casi todo el siglo pasado, en los suplementos culturales de La Nación y en las Academias Nacionales, que ejercieron su papel de mandarines de la cultura oficial, con las figuras que hoy ocupan ese lugar de prestigio en la galería cultural del establishment hegemónico. Así se compara a Jorge Luis Borges, expresión arquetípica del refinamiento cultural de una clase social que aprendió a hablar en inglés y francés, antes que el español, con el autor de best sellers Federico Andahazi; a Ezequiel Martínez Estrada, el iracundo y plúmbeo hagiógrafo de Sarmiento, con el más modesto y remilgado observador de costumbres Juan José Sebrelli; al exquisito Alberto Girri, con sus claritos en el Plaza Hotel y su aficción a solteras y viudas de buen ver y mejor pasar, con el módico traductor del portugués Santiago Kovadlof; y a Francisco Petrone, el esquivo y adusto Corralero de El Hombre de la Esquina Rosada, con el atribulado ex humorista Alfredo Casero. Y es en estas comparaciones donde se hace evidente que entre aquellas figuras y estas figuritas se ha producido algo que es rápidamente definido como una decadencia o empobrecimiento.

En mi opinión creo que no se trata de una mera decadencia, de una especie de agotamiento de las fuerzas vitales de un sector social para expresar en el plano del arte y el pensamiento su visión del mundo. De alguna manera, lo que se llamó el decadentismo en la literatura francesa era la expresión del agotamiento del seudo imperio de Napoleón II, después de la guerra franco-prusiana y el estallido de la Comuna de París y la aparición de un nuevo horizonte que cuestionaba de raíz la sociedad burguesa establecida definitivamente con el primer Napoleón. Creo que este notorio descenso o pérdida de densidad cultural que exponen estas nuevas figuras tiene que ver con otro proceso social distinto al de la decadencia y agotamiento de un sector social dominante.

La vieja oligarquía agroexportadora, con eje en la propiedad de la tierra más rica del planeta (la pampa húmeda) intentó, y en buena parte lo logró, construir un país sobre el cual ejercer su hegemonía, su dominio de clase. Los hombres de la generación del 80, tanto mitristas como roquistas, tanto autonomistas como nacionales, se pensaban a sí mismos construyendo material y simbólicamente un país, un nuevo país. Asumían, es cierto, pautas muchas veces ajenas a la propia tradición argentina o rioplatense, pero también es cierto que lograban nacionalizar, apropiarse de muchas de esas tradiciones ajenas. Si las lecturas de los franceses los alejaban de su horizonte pampeano alienándolos muchas veces a escenarios lejanos, en veinte o treinta años se había logrado constituir una literatura propia, con autores y lectores propios. La particular relación con el Reino Unido, como semicolonia próspera, le permitía a la oligarquía pampeana esa construcción. Los intelectuales que expresaban, en el dominio de sus especialidades -la historia, la sociología, la literatura o las artes escénicas-, esa hegemonía, contribuían al sostenimiento de un proyecto de país, injusto, para pocos, centrado en el puerto y su hinterland -la pampa húmeda-, con tuberculosis, mal de chagas y anquilostomiasis como enfermedades endémicas, pero en condiciones de presentarse ante el mundo con una personalidad propia y distintiva. Esa clase social parasitaria y ociosa, dueña de interminables leguas de campo fértil y de millones de cabezas de ganado que se mantenían y crecían sin necesidad de trabajo humano, era claramente conciente de que necesitaba, para su dominio, para su hegemonía, de un país. Y de seres humanos sobre los cuales ejercer su dominio. Y abrió las puertas a la inmigración. Millones de europeos famélicos se agolparon en los hoteles de inmigrantes en El Retiro. Y construyó estructuras estatales, educación pública, servicio militar, a los efectos de dotar de un esqueleto material a esa construcción simbólica, la Argentina del Centenario. Es cierto que se hizo también necesario el estado de sitio para controlar los reclamos sociales y la rebelión popular, pero la idea de que “nace a la faz de la tierra una nueva y gloriosa nación” seguía guiando el impulso de esa clase dominante, cuyo poder, insisto, se asentaba en la propiedad de la tierra. Al fin y al cabo, fue ese esqueleto cultural el que nos grabó a fuego en nuestra conciencia que “Las Malvinas son Argentinas”

Pero esa clase social, esa oligarquía no existe más. En algún lugar lo he puesto en forma de verso:

En los tiempos del Peludo

se llamaban Anchorena,

Santamarina, Iraola,

Pereda, Casares, Paz

Cárcano y Álzaga Unzué.

Esos viejos apellidos

de hispánica resonancia

hoy han sido reemplazados

por ítalos patronímicos:

Roggio, Ratazzi y Macri,

Mastellone y Calcaterra,

Bulgheroni y Di Tella

y el commendatore Rocca.

¿Qué fue de aquellos señores,

gente de fraude y levita,

viajes a Francia con vaca,

revista Sur y Tagore?

Hoy se impone una camada

de gente bruta y muy rica

que creen que Miami es Niza,

mientras sigue la negrada

sirviendo a los italianos,

como ya sirvió a los dueños

de aquellas vacas preñadas.

Esta nueva oligarquía es muy distinta a aquella del Centenario no solo en sus apellidos, formas y gustos. Está asentada, principalmente, sobre el capital financiero generado por la agroexportación y el excedente del trabajo argentino. Por lo tanto, no necesita la construcción de un país y su consiguiente estado, que se convierte en una carga, en un gasto inútil. Hasta el mismo territorio le resulta innecesario, sino sirve a los efectos meramente extractivos. Recordemos la reflexión de su representante casi paradigmático, el ex presidente Mauricio Macri acerca de nuestras islas australes: Malvinas serían un fuerte déficit adicional para la Argentina”.Y fue el primer presidente posterior a 1983 que en su discurso de asunción no mencionó el reclamo por las Malvinas como política permanente e incólume de nuestro país.

Si la vieja clase terrateniente argentina era afrancesada en sus gustos y admiradora del Reino Unido esta nueva clase es simplemente globalizada. Vive y disfruta de los “no lugares” que ha definido Marc Augé. Necesita la destrucción de todo tipo de vinculación nacional, entre una población y su territorio. Ha convertido las ciudades -el burgo que dio origen a la burguesía- en barrios privados, en zonas fuera de la jurisdicción estatal, carente de historia, de pasado, pura especulación inmobiliaria. Su dominio social se basa en el debilitamiento sistemático de toda superestructura científica, intelectual, artística que sea capaz de consolidar un proyecto de estado nacional. Un tycoon financiero argentino, un “Nicky” Caputo, no tiene ningún punto de diferenciación con un Boris Berezovsky o Román Abramóvich, los dos oligarcas rusos postsoviéticos. Su espacio es el sistema financiero globalizado, sin territorio, sin antepasados, sin 25 de Mayo ni Guerra de la Independencia. Para esa clase social, Lucio V. Mansilla y sus experiencias en las tolderías y en los salones parisinos, José Hernández y su canto por un tipo de hombre que lentamente desaparecía de la historia para transformarse en otra cosa, o Borges y su imaginaria epopeya de matones suburbanos o, incluso, Victoria Ocampo y su colección de hombres y mujeres famosos de otras latitudes, no tienen lugar ni papel alguno en la conformación de un tipo de sociedad. Ellos remiten a un lugar en el mundo, a un atardecer único y distinto, a un afán de ser parte, aún simiescamente, de una secular tradición cultural, de un mundo de valores sobre lo bello y lo perdurable.

En realidad, creo que la mediocridad, la ramplonería, la ignorancia pretenciosa e infatuada de las expresiones intelectuales y artísticas de esta neooligarquía no representan una decadencia, sino una modificación sustancial del proyecto originario del 80. Aquellos hombres, con todo lo equivocados que pudieran estar -y muchos de ellos no lo estaban- pretendían salir de un mundo primitivo, en un país casi deshabitado, para entrar en el concierto de las naciones a las que consideraban civilizadas. Estos son payasos globalizados, sin referencia local, sin patria a la cual expresar: expresión misma de una clase social formada por patanes enriquecidos con el interés compuesto y los mercados a futuro.

Sus “artistas” e “intelectuales” son unidimensionales, puro presente, simples y sin profundidad. Son solo invitados, sin obra alguna, a un programa de televisión.

Buenos Aires, 3 de mayo de 2021.



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