Voy
a dejar grabada para siempre mi opinión acá. El futuro dirá si me equivoqué.
Este
momento, diciembre de 2021 en adelante, debe ser considerado por el pueblo
argentino como un período de "posguerra". Estamos saliendo de un
conflicto que, en cierto sentido, para la humanidad en su conjunto, ha sido
similar al de una guerra que, por otra parte, en algunas regiones aún no ha
terminado. Puedo agregar que, de alguna manera, ha sido peor que una guerra en
lo que hace a la economía mundial o, si prefieren, occidental. Una guerra, como
la 2° Guerra Mundial, por ejemplo, no paralizó la producción industrial. Por el
contrario, siendo la guerra una monstruosa máquina consumidora y destructora,
las industrias de los países en conflicto no cesaron de producir mercancías
destinadas a la guerra, desde vehículos y armas hasta uniformes y caramañolas.
Solo el bombardeo -llamado estratégico, por los teóricos de la guerra (ver
Basil Liddell Hart)- de fábricas y centrales energéticas detuvo la producción
para la guerra.
En
este caso no fue así. El conjunto del sistema capitalista globalizado sintió la
más poderosa caída de la producción de mercancías que se tenga memoria. Ninguna
de las cíclicas y tradicionales crisis de sobreproducción puede compararse con
lo que fue la industria mundial en los años 2020 y 2021. Los trabajadores
dejaron de ir a su lugar de trabajo y esa ausencia, además de dejar en claro
cuál es la clase social que verdaderamente produce la riqueza global, determinó
el cese de toda generación de riqueza industrial.
Si
esto ocurrió en sociedades industriales pujantes, como la alemana o la china,
imaginemos lo que produjo en una sociedad como la Argentina, que había
comenzado a sufrir el flagelo de la caída de la producción industrial, el
cierre de empresas y la desocupación con los nefastos cuatro años del gobierno
del capital financiero presidido por Mauricio Macri. Pero a eso debemos sumarle
el inconcebible e irresponsable endeudamiento con el FMI que ha impuesto un
corsé de hierro al desenvolvimiento futuro de nuestras capacidades productivas
y al manejo independiente y soberano de nuestro propio desarrollo económico.
Si
esta situación, con un empobrecimiento general de la sociedad en todos los
niveles que no forman parte de la élite agro exportadora, financiera e
industrial monopólica y concentrada, no es percibida como similar a una
posguerra es, simplemente, porque los argentinos nunca vivimos una verdadera
posguerra. La finalización de la 2° Guerra Mundial nos encontró con acreencias
contra una de las potencias triunfantes y un mundo que requería de nuestra
producción primaria. Eso le permitió a Perón, por un lado, nacionalizar los
FF.CC. y, por el otro, poner en marcha un proceso de industrialización basado
en el crecimiento del mercado interno.
No
es el caso de esta posguerra. Entramos a esta posguerra con una piedra
gigantesca colgada del cuello. La suma de la deuda externa al sector privado y
al FMI superaba los 100 mil millones de dólares. El diario El País, de Madrid,
informó en su edición del 20 de agosto de 2020:
“Argentina cerró con éxito la reestructuración de
su deuda en dólares con acreedores privados. El 93,5% de los
tenedores de bonos aceptaron la oferta gubernamental y el efecto de arrastre de
las cláusulas de acción colectiva elevó el porcentaje al 99%. La práctica
totalidad de una deuda de casi 68.000 millones de dólares será canjeada este
mes por nuevos bonos, con menores intereses (del 7% al 3,07% anual en promedio)
y vencimientos más largos. El país ahorrará gracias a ello unos 37.000 millones
de dólares, según el ministro de Economía, Martín Guzmán”[1].
Esta medida no produjo el alborozo que merecía. Fue en medio de
la pandemia, mientras la oposición se oponía cerrilmente a toda medida
sanitaria, lanzaba a la calle a hordas de zombis paranoicos, antivacunas,
terraplanistas, conspiranoicos de youtube y ancianos y ancianas embriagados con
clonazepam y TN.
Quedó para negociar la inicua y
gigantesca deuda con el FMI. El periodista Claudio Scaletta ha publicado hoy
mismo una nota en El Destape Web donde afirma claramente:
“El
FMI es la herramienta que tiene el Occidente desarrollado para imponer a los
países endeudados no sólo los lineamientos principales de su política
económica, sino también su política exterior y la distribución del ingreso
entre el capital y el trabajo”[2].
Esto, hoy por hoy, es casi una
obviedad. Es más, podríamos decir que esa fue la razón última de este
endeudamiento suicida. Y esa fue la razón por la cual Néstor Kirchner, que
contaba en el Banco Central con unos 27 mil millones de dólares de reserva,
decidió quemar 9.810 millones de dólares para pagar la deuda con el FMI y
lograr que durante casi diez años no pusiera sus zarpas en nuestro país.
Pero, la situación que hoy
vivimos es completamente distinta. La cifra que debemos es seis veces mayor que
la de entonces. Y nuestras reservas son apenas el doble que las de entonces (41
mil millones de dólares). Como todas las economías del mundo, la Argentina
sufrió un enorme retroceso en su capacidad productiva, sobre todo en el sector industrial
urbano, ante el repliegue de la fuerza laboral a su propia casa y la caída de
toda la actividad comercial. El conjunto de la clase obrera (con CUIT, con CUIL
o en negro) dejó de producir, cayeron las ventas, cesó (aún con paliativos) la
cadena de pagos y el conjunto de nuestra economía se debilitó sustancialmente.
Sobre el desastre que significaron los cuatro años de Macri, vino la
devastación de la pandemia.
La Argentina no está en
condiciones de revolear el poncho y generar un default al FMI. Eso solo
produciría, en lo inmediato y por un largo tiempo, una brutal caída de todo el
sistema financiero y productivo argentino, enviando a la pobreza a millones de
compatriotas que se sumarían al ya alto 42% de pobres que hoy registra nuestra
sociedad. No es económicamente viable ni políticamente posible. Cuando decimos
que no es políticamente posible nos referimos a que las mayorías populares no
nos acompañarían, porque no existe el liderazgo capaz de movilizar esas
voluntades. La disolución del estado nacido de la Revolución de Octubre, la
Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas, produjo una profunda crisis
económica y, en cierto sentido, política en Cuba. La situación en aquellos años
tenía, también, muchos de los rasgos de una posguerra. La respuesta de la
conducción cubana fue el llamado “período especial” que tuve oportunidad de
experimentar. El transporte público estaba destruido, la inmensa mayoría de la
población carecía de dinero y los negocios carecían de productos para vender.
Sin embargo, sobrevivía en Cuba un fuerte liderazgo político, reconocido y
aceptado por la mayoría de la población, que fue capaz de conducir al conjunto
social de la isla por el terriblemente difícil camino de la escasez, el
racionamiento y la sensación de derrumbe. Es impensable que la sociedad
argentina actual sea capaz de atravesar una situación similar.
De manera que, en mi opinión, la
única salida es lo que ha venido haciendo el gobierno de Alberto Fernández,
negociar el mejor acuerdo posible, el que nos permita seguir creciendo,
aumentar las reservas, generar dólares capaces de responder a la demanda
industrial de importaciones tendientes a nuevos niveles de productividad, en
fin, un acuerdo que traiga en el menor plazo posible un nuevo bienestar a
nuestro pueblo, mejores niveles salariales y mayor ocupación industrial y de
servicios.
Personalmente estoy convencido
de que no sirven para nada, más que para satisfacer una vocación agitacionista,
los planteos acerca de judicializar la deuda con FMI -¿ante qué tribunal? es
una de las preguntas- o propuestas similares a un gobierno que no es
políticamente fuerte, en un contexto de debilidad regional.
Estamos en una
situación de posguerra, pero la posguerra de un país que perdió esa guerra.
En 1945, Finlandia
se encontraba en una situación angustiante. Ocupada por el Ejército Soviético,
la URSS le exigía unos 570 millones de dólares de la época, como reparación de
guerra, bajo la amenaza de incorporarla a la federación soviética, como hizo
con los países bálticos como Estonia, Letonia y Lituania. En febrero de 1947 el
presidente Juho Kusti Paasikivi firma con la
URSS el Tratado de Paz de París, que significó la limitación del tamaño de las
fuerzas armadas finlandesas, la cesión a la Unión Soviética del área de Petsamo
en la costa del Ártico, el arrendamiento de la península de Porkkala, en
Helsinki, a los soviéticos como base naval, durante 50 años y 300 millones de
dólares en oro a cuenta de la reparación. Ese acuerdo significó para la clase
trabajadora finlandesa la entrega de un porcentaje -del orden del 20 %- de su
salario al pago de las obligaciones con los rusos. Ello le permitió a Finlandia
su independencia política, no ser ocupada por el Ejército Rojo, mantener su
sistema de república parlamentaria, si bien tuvo prohibido unirse a la OTAN.
Por otra parte, le significó también ser la puerta de entrada de la Unión
Soviética para la tecnología occidental y proveedora de la misma. Ese es el
núcleo del desarrollo tecnológico industrial de Finlandia, un país básicamente
campesino en 1945, donde miles de fineses debieron emigrar por años a Suecia en
busca de mejores trabajos.
Con este ejemplo quiero tan solo describir cómo es y que ha
ocurrido en una situación de posguerra. Los maravillosos documentos
cinematográficos de Roberto Rosellini, “Roma, Ciudad Abierta” y “Alemania Año
Cero” dejaron plasmados para siempre en el celuloide los terribles años
posteriores a la caída de Berlín.
El gobierno, como
también dice Claudio Scaletta en el artículo citado, ha continuado con la política
económica que comenzó en 2019. Ello ha significado un crecimiento notable de la
tasa de producción, ni bien los efectos de la pandemia tendieron a disiparse
por, también hay que mencionarlo, la gran campaña de vacunación llevada
adelante por el gobierno. Da la impresión que las cifras de la construcción, de
la industria automotor y de la obra pública no tienen impacto en nuestra propia
opinión pública. Como dice Scaletta:
“La mayoría de los sectores clave de la economía comenzaron
a reaccionar rápidamente gracias al estímulo de la demanda a través del Gasto,
pero también de la oferta a través de las políticas industriales impulsadas
desde las áreas de Producción. La industria fue el sector que más rápidamente
se recuperó. Cuando crece la industria crece el empleo, especialmente los
empleos formales. Es un hecho estilizado la existencia de una relación inversa
entre desarrollo industrial y empleo informal”[3].
Y hay en el
plan económico una importante faceta exportadora, no solo en relación a nuestra
producción agraria, sino a todas las ramas de la actividad económica. Y no
vemos aquí un intento de reprimarización de nuestra actividad económica. El
peronismo nació, como decíamos más arriba, en un momento feliz de nuestra
situación económica. La guerra había generado un casi automático proceso de
sustitución de importaciones, que había robustecido la industria liviana
nacional, y el país contaba con los recursos capaces de que el mero crecimiento
del mercado interno era capaz de sostener y alentar ese crecimiento.
Sinceramente, creemos, siempre hemos creído, que esa situación ya en 1955
estaba en crisis. Y hemos sostenido que el lanzamiento de Perón a políticas
como la del Nuevo ABC, a efectos de generar un mercado interno ampliado por los
países vecinos y, fundamentalmente por Brasil, tiene esas limitaciones como
base material, más allá de los criterios estratégicos y doctrinarios de Juan
Domingo Perón.
Estoy
convencido que debemos recuperar con tasas
“chinas” nuestra capacidad industrial y que, por lo tanto, debemos profundizar
nuestra capacidad industrial exportadora. Vaca Muerta es el ejemplo.
Tenemos la obligación histórica de generar, en el medio de esta desesperante
crisis, las condiciones que permitan la explotación a pleno de las riquezas
argentinas. Son ridículas y antinacionales las resistencias a la gran minería,
a la ganadería porcina en criaderos, a la cría de salmones. La Patagonia no
puede ser solamente un paisaje pintoresco o bello. Ahí hay condiciones para
grandes explotaciones extractivas mineras, petroleras y gasíferas y sus
correspondientes derivados industriales. Están los yacimientos de litio y la
capacidad argentina de producir baterías que permitiría valor agregado a
nuestra producción y a la de Bolivia.
Hay dificultades en el seno del
pueblo que el gobierno, con fallas y aciertos trata de solucionar y paliar,
pero es el conjunto del pueblo argentino el que puede ayudar a la
reconstrucción del aparato productivo como lo hicieron los finlandeses. ¿Pueden
estos argumentos pecar de stajanovismo? Puede ser, pero también el stajanovismo
permitió que la Unión Soviética, debilitada por la guerra civil, generara las
condiciones económicas e industriales que le permitieron expulsar de su
territorio y vencer a la Alemania nazi. Un neostajanovismo latinizado y
dulcificado, si quieren, pero es nuestra obligación poner en marcha todas las
capacidades y recursos naturales que puedan ser exportados. Multiplicar la
capacidad de exportación para general divisas que garanticen y sostengan el
despegue industrial.
¿Es un programa duro y exigente?
Si. Lo es. Como todo programa de posguerra.
Buenos Aires, 6 de diciembre de
2021.
[1]
https://elpais.com/economia/2020-08-31/argentina-logra-reestructurar-el-99-de-su-deuda-bajo-legislacion-extranjera.html
[2] https://www.eldestapeweb.com/opinion/frente-de-todos/economia-fmi-y-post-pandemia-el-rumbo-despues-de-dos-anos-202112418420
[3] Ibídem
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