14 de noviembre de 2022

Mi primo uruguayo


Las noches de invierno en Estocolmo son largas, muy largas. Comienzan a eso de las tres de la tarde y se prolongan hasta las ocho u ocho y media de la mañana siguiente. Después de cuatro o cinco inviernos la epífisis, ese granito de arroz incrustado en el medio del cerebro, ese tercer ojo que imaginan los místicos, se acostumbra. Bah, más o menos se acostumbra. Según algunos estudios, los índices de suicidio en aquellos países aumenta en primavera y verano al disminuir las horas nocturnas, que es cuando, al parecer, trabaja esa minúscula glándula donde René Descartes imaginó que residía el alma. Y como una cosa lleva a la otra, el pobre francés murió de frío -o envenenado- en el Palacio de Drottningholm, junto a Cristina Wasa, la reina de la noche nórdica.

Bueno, son largas, decía. Y en una de esas noches, comenzada a la hora de la siesta, en el primer año de estar en Estocolmo, se me ocurrió averiguar cuántos Fernández había en la guía de teléfono de la ciudad, que incluye las localidades vecinas que conforman el Gran Estocolmo. Es una manía que tenemos los que llevamos ese patronímico. Eran, en total, no más de veinte. Nada en comparación a las páginas y páginas con ese nombre de la guía porteña de entonces.

¿Y Baraibar?, se me ocurrió pensar. ¿Habrá alguno? Baraibar es una apellido vasco navarro, originado en una aldea del mismo nombre en el valle de Lecumberri. Todos los Baraibar del mundo venimos de ahí. Y, según he averiguado, significa en éuzkera algo como “monte bajo, achaparrado”. Busqué afanoso en la guía editada por Televerket, la empresa estatal de teléfonos, y, ¡sorpresa! había un Baraibar, que además tenía como nombre Julio. En Estocolmo, cerca del Polo Norte, a 12.553 kilómetros de mi Buenos Aires querido, había encontrado un homónimo.

De inmediato lo llamé.

Tanto mi madre, como mi tía Zulema, que vivía con nosotros, hablaban de que teníamos parientes en el Uruguay. Recordaban que de niños, en los años 20, su padre Pedro Baraibar les contaba, en el medio del campo, en el Territorio Nacional de La Pampa, que había viajado al Río de la Plata con un hermano que se había quedado en Montevideo. También recordaban que tenían un primo, Miguel Baraibar, uruguayo, que había viajado un par de veces a la Argentina a saludar a los parientes. En aquellos años de mi infancia viajar a Uruguay era tan extraño y lejano como hoy viajar a Nepal. La familia uruguaya era tan solo un tema de conversación en la cocina.

Un día, curiosamente el día en que yo cumplía quince años y mi papá me había regalado un Wincofon, llegó a Tandil ese legendario Miguel Baraibar, que era el que mantenía los lazos entre las dos familias de cada lado del Mar Dulce.

Todo eso pensaba mientras discaba el número de Julio Baraibar.

Me respondió una voz masculina en español.

- ¿Hablo con Julio Baraibar?, pregunté.

- Sí, ¿quién habla?, escuché.

- Bueno, dije, no lo vas a creer, pero aquí también habla Julio Baraibar.

Le conté brevemente quien era y de dónde venía. Y para intentar dar verosimilitud a mis palabras, mencioné al hombre clave, Miguel Baraibar.

- Claro, me respondió. El tío Miguel, como no lo voy a conocer.

Así que por primera vez en mi vida, en Suecia, conocí a alguien apellidado Baraibar que resultaba ser mi primo y que había vivido 31 años -esa era más o menos nuestra edad, entonces- a tan solo 213 kilómetros de distancia.

Nos hicimos amigos con Julio Baraibar. Vivía en Kungsängen, cerca de Jakobsberg, donde vivíamos nosotros. Pero además trabajaba como chófer de ómnibus en Jakobsberg, de manera que nos encontrábamos habitualmente en la cafetería del Konsum de Jakan.

Julio había sido militante tupamaro con altas responsabilidades políticas y organizativas. Cuando el golpe militar en el Uruguay, se exiló, junto con muchos otros uruguayos, en el Chile de Salvador Allende. Con el golpe de Pinochet, tuvo un significativo papel en salvarle la vida a cientos de uruguayos que estaban en el Estadio Nacional y que, gracias a la gestión del embajador sueco, pudieron salir del país.

Había pasado por México, de donde era su esposa de entonces. Y lo recuerdo como un típico uruguayo, decidor de chistes de boliches. Solía, como conté, sentarse en la cafetería del supermercado de la Cooperativa Obrera y cuando veía una chica linda, saludaba con la cabeza, mientras decía:

- Buenas carnes, buenas carnes, en lugar del correspondiente saludo.

Cuando recuperamos la democracia en ambos lados del Plata, nos volvimos y dejamos de vernos. Fue un fiel amigo y colaborador de Pepe Mujica, quien le confió delicadas misiones.

Julio Baraibar se murió ayer, a los 77 años de edad.

Mi homenaje emocionado a un militante político, leal y coherente al extremo con sus ideales y sueños.

Mi recuerdo al amigo que supe tener en el frío invierno de Septentrión.

Mis condolencias a sus hijos, familiares y amigos.

14 de noviembre de 2022.


 

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