17 de abril de 2025

Deng Tsiao Ping y Donald Trump

Así pues, el siglo XX marca el punto de inflexión entre el viejo capitalismo y el nuevo, entre la dominación del capital en general y la dominación del capital financiero.

El imperialismo, etapa superior del capitalismo, Lenin


En 1978, en una reunión plenaria del XI Congreso del Comité Central del Partido Comunista de China un completo desconocido para el gran público occidental se convertía en el político más poderoso de su país: Deng Xiao Ping. Tenía 77 años de edad y una vida dedicada a la lucha del Partido Comunista Chino, desde los 16 años, cuando se acercó a las células de la organización en Francia.

Casi treinta años habían pasado desde que Mao Tse Tung proclamara en Beijing el nacimiento de la República Popular China. A lo largo de esos años el Partido Comunista Chino había logrado ejercer su predominio en todo el dilatado territorio de su país, a excepción de la pequeña Ilha Formosa, como la bautizaron los portugueses, que se convirtió en la isla de Taiwan. La China de 1978 seguía siendo un país básicamente campesino, con bolsones de enorme pobreza y un par de núcleos de cierto desarrollo industrial. Varios intentos, bajo la conducción de Mao, fracasaron, aunque hay que dejar perfectamente en claro, que el proceso revolucionario había eliminado el latifundismo agrario, así cómo las clases vinculadas a la dominación imperialista.

La política llamada “El Gran Salto Adelante” y las llamadas “comunas populares” conformaron la principal propuesta tendiente a generar una alta productividad que sacaría al pueblo chino de su atraso precapitalista.

Se prohibió la agricultura intensiva, basados en la idea de la autosuficiencia comunal. Y se intentó una industrialización basada tanto en las comunas agrarias como con las industrias costeras. Una serie de contradicciones con la URSS, posterior al XXo Congreso del PC de la Unión Soviética, condujeron a una ruptura con Moscú. El Gran Salto Adelante terminó en un gigantesco fracaso económico, con una gran hambruna que produjo un número no determinado claramente de víctimas. Este fracaso fue continuado por lo que se conoció como “La Revolución Cultural”, una política de movilización de los cuadros partidarios contra una hipotética restauración del capitalismo, supuestamente conducida por altos cuadros de conducción del propio PCCh, entre ellos Deng Xiao Ping. El conflicto entre los dos países regidos por partidos comunistas le permitió a Mao un acercamiento con los EE.UU., quien veía a la URSS como su principal enemigo. Se inicia, entonces, lo que se hizo periodísticamente conocido como “Diplomacia del Ping Pong”. En 1971, nueve jugadores de tenis de mesa estadounidenses viajaron a China, siendo el primer grupo de deportistas estadounidenses en hacerlo desde 1949. En ese mismo año, la República Popular China reemplaza a la llamada República China, asentada en Taiwan, en las Naciones Unidas y ocupa su lugar en el Consejo de Seguridad. Al año siguiente, el presidente norteamericano Richard Nixon visita Beijing y se entrevista con el presidente Mao Tse Tung.

En 1976, con la muerte de Mao, y la destitución y encarcelamiento de lo que se conoció como la “Pandilla de los Cuatro”, un grupo de dirigentes partidarios que encabezaron “la Revolución Cultural” y la persecución de veteranos dirigentes comunistas, reapareció de su eclipse el anciano Deng Xiao Ping.

Su propuesta política se llamó “Reforma y Apertura”. Por un lado, introdujo ciertos mecanismos de mercado, sin contradecir con el carácter socialista de la política. Esto, más una mayor autonomía a las empresas del estado y facilitando la creación de empresas privadas, le permitió dinamizar la producción china. A su vez, Deng implementó, sobre la base de las excelentes relaciones con EE.UU. concretadas por Mao, la política de “puertas abiertas”, fomentando la inversión extranjera directa y la participación en el comercio internacional. Se crearon “Zonas Económicas Especiales (ZEE)” en la costa este de China, ofreciendo incentivos fiscales y regulatorios para atraer inversión y tecnología extranjera. Estas zonas se convirtieron en motores de crecimiento y centros de innovación.
La idea de Deng no era muy distinta a lo que en Rusia se conoció, en 1922, como Nueva Política Económica o NEP, impulsada por Lenin. Pero, esta vez, desplegada en un sistema internacional donde las empresas imperialistas, tanto norteamericanas como europeas, acudieron en masa, atraídas, en primer lugar por el precio de la mano de obra china. Así la producción china se incorporó masivamente al comercio internacional. La política de Deng no significó ni produjo una transición abrupta al capitalismo, sino que mantuvo el sistema socialista como base, con el control del Partido Comunista sobre el estado chino, e introdujo mecanismos de mercado para dinamizar la economía. Descentralizó la toma de decisiones económicas, otorgó mayor autonomía a las empresas estatales y permitió la creación y el crecimiento de empresas privadas. En el campo, permitió a los campesinos a arrendar tierras estatales, así como vender sus excedentes al mercado. Ello significó, rápidamente, un incremento en la producción agraria, alejando para siempre lo que había sido un flagelo durante dos siglos: la hambruna.

En concreto, la política iniciada por Deng Tsiao Ping, y que ha sido continuada hasta la actualidad, fue poner a la vieja China semicolonial y agraria en las condiciones productivas de un país capitalista industrial, capaz de generar las condiciones económicas para el ejercicio del socialismo y el control obrero sobre un país rico, pujante y en el que la clase trabajadora urbana, los técnicos, científicos y gerentes reemplazaron a los millones de campesinos pobres y analfabetos de 1949. Este y no otro es el sentido del famoso aforismo de Deng: “no importa si el gato es blanco o negro, lo importante es que cace ratones”. En su célebre texto “Construir un socialismo con peculiaridades chinas”, del 30 de junio de 1984, sostiene: “En las actuales circunstancias de atraso de nuestro país, ¿qué camino debemos tomar para desarrollar las fuerzas productivas y mejorar las condiciones de vida del pueblo? Este problema nos hace volver a la disyuntiva de persistir en el camino socialista o emprender el camino capitalista. Si se emprendiera el camino capitalista, podría enriquecerse un pequeño porcentaje de la población china, pero esto no resolvería en lo más mínimo el problema de asegurar una vida acomodada a más del 90 por ciento de la población. En cambio, ateniéndonos al socialismo y al principio de 'a cada uno según su trabajo', podremos evitar que se produzca una brecha demasiado grande entre ricos y pobres. Tampoco habrá polarización aun al cabo de 20 ó 30 años, cuando nuestras fuerzas productivas hayan crecido considerablemente”.

Esta es la historia inmediata del país con el que intenta enfrentarse Donald Trump. Esas políticas gestadas a partir de la década del '80 convirtieron a China en una gigantesca fábrica mundial, que inundó con sus manufacturas al mundo entero, incluido el mundo imperialista. Y como anticipaba Deng, los ingresos generados por esa fábrica se convirtieron en una prodigiosa modernización del país, de su infraestructura de comunicación, de sus rutas y puertos, y pasó de vender destornilladores baratos a vender avanzadísimos aparatos tecnológicos, celulares de última generación, microprocesadores y traer material recogido en la cara oculta de la Luna. Y, sobre todo, la enorme plusvalía de aquellos millones de trabajadores de bajos salarios se convirtió en una sociedad de bienestar extendida hasta los más profundos confines del enorme país. Por primera vez en doscientos años las tremendas hambrunas del siglo XIX han sido erradicadas del futuro del pueblo chino.

Las inversiones industriales yanquis en aquellos países de mano de obra barata produjo el efecto que ya en 1916 anunciaba Lenin en su “Imperialismo etapa superior del capitalismo”:

Si, debido a ello, dicha exportación (de capital, JFB) puede tender, hasta cierto punto, a ocasionar un estancamiento del desarrollo en los países exportadores, esto sólo puede producirse a través de una mayor extensión y profundización del desarrollo del capitalismo en todo el mundo.

No otra cosa ha ocurrido. La exportación de capital imperialista generó, en EE.UU., un lento e irrefrenable proceso de desindustrialización, paralelo al desarrollo capitalista de los países orientales, como India, Malasia, Indonesia y Vietnam. Estos países, otrora semicoloniales, con dirigencias y políticas nacionalistas han logrado, lentamente, salir del atraso, ser jugadores de primer orden en el comercio internacional, cuya moneda de intercambio es la de un país debilitado, más consumidor que productor y totalmente entregado al capital financiero.

Trump está intentando, con instrumentos arcaicos, reprimir el incontenible desarrollo económico, político y militar de la República Popular China. Implícitamente, esto significa reconocer la pérdida de la centralidad y hegemonía norteamericanas en la política internacional. Rompe con el primo dispendioso y vago, al que ha venido sosteniendo desde finales de la Segunda Guerra Mundial e intenta replegarse hacia adentro, al modo del viejo aislacionismo de Wilson, retornando a la nunca abandonada doctrina Monroe, de la que el aislacionismo forma parte.

Creemos que el intento no tendrá el éxito que se espera. En primer lugar, da la impresión de que esa política no tiene detrás una fuerte clase social que le dé sustento. Los grandes industriales yanquis no parecerían dispuestos a levantar sus fábricas en el mundo para volver a los EE.UU. Las empresas tecnológicas no están interesadas en el destino de la nación americana. En realidad, si Trump les regalara un estado donde establecerse, se independizarían de los EE.UU. y crearían un pequeño estado, casi virtual, de “nerds” e Inteligencia Artificial. El capital financiero, como sabemos, es el enemigo que Trump ha elegido no sin razón. Y los productores agrarios yanquis, alguna vez representados por el vicepresidente Wallace –y que fue una de las causas del enfrentamiento de EE.UU. con Perón, en 1945– , no es un sector social que esté en condiciones de impulsar esos objetivos. Para hacer “América grande de nuevo” tendría que hacerla socialista. Expropiar a los parásitos financieros, imponer desde el estado un plan de crecimiento y desarrollo, crear una banca estatal de inversión, disminuir el presupuesto militar e invertirlo en obras de infraestructura en el interior del país. Pero eso es imposible aún para Donald Trump. Son medidas socialistas que deben ser llevadas adelante por otra clase social que la burguesía yanqui, totalmente en manos del capital financiero. Ya no están en condiciones de aplicar el New Deal.

Pero, hasta ahora, Trump le dio un golpe al status quo que imperaba hasta ahora. Europa ya no será la misma. Rusia tampoco. Y dejó en evidencia la debilidad estructural de EE.UU debido a la hegemonía del capital financiero. Ya por eso se merece un lugar en la historia.

Buenos Aires, 17 de abril de 2025

1 comentario:

Anónimo dijo...

Excelente nota Concierne resaltar que es la condición planificadora en materia económica y social así como la hegemonia política del proyecto socialista (redistribuidor del excedente) de la República Popular China lo que ha demostrado ser un proyecto superador de las limitaciones del liberalismo económico y de la etapa financierizada (timbera) del capitalismo