5 de enero de 2025

Nuevas músicas y nuevos poemas, cargados de historia


En 1970 yo tenía 23 años. Ya militaba desde hacía un par de año y había comenzado mi formación política. Había leído a Perón, Jauretche, Ramos, Hernández Arregui, Marx, Lenin y Trotsky, después de haber leído a Emmanuel Mounier, León Bloy, Henri de Lubac y Theillard de Chardin, ya que mi primer encuentro con la política y la cultura fue a través del catolicismo “postconciliar”, como se decía en aquella época.

Para ese yo de entonces, la Revolución del Parque, ocurrida en 1890, es decir ochenta años antes, tenía una lejanía y un arcaísmo inalcanzable. No existía, entonces, ni el auto, ni el avión, ni el teléfono -invento que, por otra parte, no era fácil de obtener en la Argentina de 1970-. El gran adelanto lo constituía el telégrafo, un artefacto que, para usarlo, había que conocer un nuevo alfabeto y traducir el mensaje al mismo. Para un muchachito de 23 años, 1890 era un mundo donde los hombres usaban bastón y polainas por simple coquetería, las mujeres usaban largas y amplias faldas, sus blusas tenían largas mangas que impedían ver sus brazos y las de clase alta se ponían grandes sombreros con adornos. Todos ellos movían en carruajes tirados por caballos que descargaban en las calles toneladas de bosta y hectolitros de orina por año. El imaginario de un jovencito de 23 años, en 1970, veía la Revolución del Parque tan solo como un hecho histórico al que sólo una sofisticada interpretación podía vincularlo a su presente de minifaldas, bikinis, vaqueros, viajes en avión, tocadiscos Winco, radio a transistores, Mayo Francés, amor libre, hoteles alojamiento.

El año 1947, año en que ese joven había nacido, con la nacionalización de los ferrocarriles, con la declaración de la Independencia Económica, era sentido como algo más cercano, no obstante lo cual era una fecha a la cual no estaba vinculado más que por su nacimiento. La música de 1947 le parecía arcaica y vetusta. Bing Crosby o Alberto Castillo, Antonio Tormo o Maurice Chevalier le podían gusta o no, pero definitivamente no era algo que le perteneciese. Palito Ortega o The Mammas and the Pappas, Los Gatos o The Rolling Stones eran sentidos como más cercanos y representativos. Ya se podía ir al centro sin necesidad de llevar saco y corbata. Los mocasines habían reemplazado los zapatos abotinados de su padre y se volvían a usar los pantalones oxford que habían tenido su cuarto de hora en los años '20, tan lejanos como los '90 del siglo pasado.

¿Y a qué viene este ejercicio de memoria?



Responde al intento de ponernos en la cabeza de un joven de 23 años, hoy, en enero de 2025. Ese joven tiene con el 17 de octubre de 1945 la misma distancia en años que aquel muchacho de 1970 con la Revolución del Parque. También para él aquellos hombres y aquellas mujeres son lejanas y arcaicas. No conocían el fax ni la computadora, escasamente podían imaginarse que el hombre pudiese llegar a la luna, nunca habían visto la televisión y la heladera recién comenzaba a ser un artefacto inevitable en los hogares. Los 80 años que pasaron entre 1945 y 2025 han sido de una impresionante aceleración tecnológica y científica, que ha permitido la transmisión instantánea de la información y la creación de las falsas noticias que embarullan la percepción de la realidad. Para un muchacho o muchacha de 23 años, la idea de que levantaron los puentes para que no llegaran los trabajadores a la ciudad le suena legendaria y, hasta romántica, pero, de alguna manera, irreal o mítica.

Ese argentino o argentina de 23 años nació en el 2002. Incluso las jornadas del 2001 ocurrieron en un tiempo anterior a su nacimiento. Carecen de la vivencia sensorial de la gente golpeando las puertas de los bancos o de los motociclistas enfrentando a la policía en Plaza de Mayo. Es algo heroico y épico pero que conoce tan solo por relatos. No se imagina un mundo donde no se pudiese pagar con una tarjeta o un QR, donde solo existía el efectivo. Es como para mí el 17 de Octubre de 1945. Y ni siquiera le parece propia la asunción presidencial de Néstor Kirchner y el período que ahí se inició. Hasta donde le alcanza su memoria personal la Argentina es un país donde cada dos años se vota y se eligen diputados, gobernadores y presidentes. La guerra de Vietnam, que impregnó nuestra juventud, ni siquiera es un tema, de la misma manera que la caída de Salvador Allende o la muerte del Che Guevara en la sierra boliviana.

Si no tenemos esto en cuenta, si no intentamos ponernos en la cabeza de quienes ya han comenzado a ser protagonistas de la historia política argentina, difícilmente encontraremos el lenguaje con el cual transmitir la herencia de luchas, de victorias y derrotas del pueblo argentino en el intento de construir un país soberano y justo, con una economía que sea capaz de satisfacer sus necesidades de trabajo, estudio y bienestar. No podremos, en suma, contar con los argentinos y argentinas dispuestos a continuar la lucha por nuestra liberación. El pasado determina y condiciona el presente, pero el futuro debemos construirlo mirando hacia adelante.

De ahí la necesidad de nuevas músicas y nuevos poemas, cargados de historia, que sean capaces de desplegar la generosidad y el arrojo de las nuevas generaciones.

5 de enero de 2025.

26 de noviembre de 2024

El eterno retorno de la Democracia Colonial

Hace 41 años, el 30 de octubre de 1983, el país recuperaba su régimen constitucional, después de siete años de una feroz dictadura cívico-militar que superó todos los límites imaginables en cuanto a crímenes estatales. Pero que, además, realizó, hasta el límite de lo posible entonces, el programa histórico de la oligarquía y el imperialismo, puesto en marcha el 16 de septiembre de 1955, e intentó destruir el sistema de economía nacional construido durante los 10 años de los gobiernos de Juan Domingo Perón.

Esa vuelta al régimen constitucional estuvo sostenida, en el plano interno, por el hastío y repudio del pueblo argentino a su política, liberal en lo económico y brutalmente despótica en lo político-institucional. No obstante, el factor determinante en la caída del llamado Proceso de Reorganización nacional fue la derrota militar sufrida por la Argentina en su legítimo intento de reconquistar para la soberanía nacional el territorio ocupado militarmente por el Reino Unido en las Islas Malvinas e Islas del Atlántico Sur.

Esa derrota impregnó, como no podía ser de otra manera, el restablecimiento de la Constitución Nacional de 1853. El imperialismo y las clases sociales argentinas asociadas a él –la vieja oligarquía, el capital financiero y el capital imperialista- descubrieron, de la noche a la mañana, que esas FF.AA. habían dejado de ser confiables. No importaban ya su adscripción sumisa a la Guerra Fría, ni su intervención militar en Nicaragua, ni el Plan Cóndor y sus crímenes. Esos militares, llevados por un viejo nacionalismo territorial, habían quebrado el orden internacional y habían puesto bajo amenaza la dominación británica en el Atlántico Sur, para no mencionar la política nuclear que había logrado alcanzar el proceso completo de la producción de uranio enriquecido. Era necesario encontrar otro sistema, otro mecanismo, otro régimen que garantizara la obediencia del lejano país patagónico a los dictados de Washington.

La “democracia colonial”

Y en esas condiciones llegamos a las elecciones de 1983 y a la presidencia de Raúl Alfonsín. Comenzó el período que, desde la Izquierda Nacional, llamamos de “democracia colonial”. Los sectores dominantes internos y el imperialismo, fundamentalmente yanqui, pergeñaron un sistema por el cual los argentinos haríamos por las buenas lo que los militares nos hacían hacer por las malas. Se inició un fallido intento de destruir o debilitar al máximo al movimiento obrero organizado. Se puso en marcha, ya desde la campaña electoral, el intento de establecer una complicidad entre el peronismo y la dictadura, pretendiendo ignorar que el golpe se había dado, justamente contra el gobierno peronista y que habían sido los dirigentes y militantes peronistas los que sobrellevaron la peor parte de la represión, a punto de mantener presa a la presidenta destituida durante cinco años. Si bien se inició un proceso de enjuiciamiento a la Junta y a los militares acusados de gravísimos crímenes, nunca se investigó ni se estableció debidamente la responsabilidad de civiles (políticos, economistas, empresarios, periodistas, etc.) sobre lo ocurrido entre 1976 y 1983. Todo quedó reducido a una cuestión de militares. Como lo sintetizó Jorge Abelardo Ramos, inmediatamente después de las elecciones del 83: “La utopía alfonsinista consiste en la pretensión de restaurar las 'instituciones democráticas' sin alterar la naturaleza de la factoría semicolonial. Por tal razón, dichas instituciones serán sumamente frágiles1.

Al no tocar en lo más mínimo la herencia económica dejada por la dictadura el gobierno de Alfonsín terminó tristemente en una hiperinflación, mejor dicho en dos momentos hiperinflacionarios, el último de los cuales ocurrió inmediatamente después de las elecciones. El autor de “con la democracia se come, se cura, se educa” debió retirarse anticipadamente del poder, sin haber dado solución a ninguno de los tres problemas que la democracia resolvería por su ínsita eficacia. La “democracia colonial” dio paso a su segunda etapa. El intento de crear una suave sociedad de bienestar socialdemócrata, basada en la renta agraria, sin industria y contra los sindicatos, había fallado.

Con ello, el establishment económico -como se lo comenzó a llamar periodísticamente al conjunto de clases sociales beneficiadas y sostenedoras de la dictadura- impuso fuertísimos condicionantes al gobierno recientemente electo y no asumido. No viene al caso discutir aquí si el gobierno de Menem hubiera sido distinto de no haber existido ese golpe económico que fue la hiperinflación.

Menem continúa la labor de la dictadura

El hecho es que Menem entregó simplemente la conducción económica a los mismos grupos y sectores que la habían conducido durante la dictadura de Videla, Viola y Galtieri. Durante los 10 años del gobierno menemista, continuó el proceso de concentración y de financierización de la economía argentina y de hegemonía de los grupos concentrados nacionales y extranjeros en la política argentina. La tarea desnacionalizadora y de hegemonía del capital financiero iniciada por Martínez de Hoz continuó sin interrupción con la dupla Domingo Cavallo-Roque Fernández. La reacción del nacionalismo militar, expresada por el Coronel Mohammed Alí Seineldín, fue aplastada sin miramientos y el país se plegó sin condiciones al Consenso de Washington.

El colmo, en materia de política internacional de ese período, fue la participación de Argentina en la llamada guerra del Golfo, adonde envió al destructor Almirante Brown y a la corbeta Spriro. La bandera de Belgrano, que significó para los pueblos americanos una enseña de libertad al punto de que sus colores iluminan las banderas de varios países, encabezó, por ramplonas razones de alfabeto, el desfile de las tropas imperialistas en la Quinta Avenida de Nueva York, después de finalizada la ocupación yanqui en Irak.

Y la guinda en la copa melba del hegemonismo liberal cipayo fue la reforma constitucional de 1994. Otra vez, nuestra Carta Magna estaría determinada por una relación de fuerzas político-sociales desfavorables y hostiles a los intereses del conjunto del pueblo argentino. Tan solo la Constitución del 1949 -de breve vigencia- respondió a una constitución real del pueblo argentino donde los intereses de las grandes masas populares se imponían por sobre las minorías oligárquicas. El cachivache de la ciudad autónoma de Buenos Aires, la provincialización de los recursos naturales, el tercer senador, entre otros puntos, coronaron las políticas iniciadas en marzo de 1976 y, de alguna manera, nunca interrumpidas.

Los 10 años de la presidencia de Carlos Menem fueron altamente corrosivos para el movimiento surgido del 17 de octubre de 1945. A partir de estaa fecha, la política de Perón había sido generar las condiciones de un capitalismo autónomo, en el que el Estado cumplía el papel que la débil y tardía burguesía retaceaba, apoyado en las grandes masas populares y, sobre todo, en la clase trabajadora. En 1999, el peronismo, bajo la conducción menemista, había entregado al extranjero ENTel, YPF, Aerolíneas Argentinas, más SEGBA, Obras Sanitarias, YCF y Somisa. Entregó las relaciones exteriores a los EE.UU. y facilitó la concentración del capital financiero. Todo esto corrompió de manera inexorable a toda la dirigencia peronista. Todo aquel que no lograba su millón de dólares era considerado un fracasado. Las viejas banderas históricas habían quedado en manos de muy pocos: el Movimiento de los Trabajadores Argentinos (MTA), algo en Los 8, grupo de diputados disidentes al menemismo, y pequeñas organizaciones políticas sin representación parlamentaria.

Por fin, los argentinos hacíamos por las buenas lo que la dictadura nos hacía hacer por las malas. La “democracia colonial” brillaba como nunca.

“En cierta medida -medida que solo podría apreciarse 12 o 13 años después- el peronismo comenzaba a vivir el mismo recorrido entrópico que habían experimentado las corrientes políticas similares en el continente. La paridad con el dólar, la entrada masiva de dólares a través de las privatizaciones -brutales y salvajes-, la aparición de la telefonía celular, la explosión de los instrumentos digitales -computadora, internet, etc.- generaron una ilusión que arrastró, no solo a una mayoría de dirigentes, sino a una mayoría del pueblo argentino que creía haber entrado en la modernidad que, hasta ese momento, se le había negado”.

“David Ricardo había observado, unos 150 años antes que: 'La misma causa que puede acrecentar el rédito neto del país, puede al mismo tiempo hacer que la población se vuelva sobrante y deteriorar la condición del trabajador'. Solo a partir del nuevo siglo ese fenómeno comenzó a perforar la euforia que los viajes a Miami habían producido en amplios sectores, hasta entonces populares en cuanto a su definición política”2.

La crisis del bloque hegemónico de 2001

El gobierno de Fernando de la Rúa, con el mismo ministro de Menem, el inefable Domingo Cavallo, no hizo otra cosa más que continuar con el modelo, pero cuando este ya estaba llegando a sus estertores finales. La desocupación, el cierre de empresas, el empobrecimiento general de la sociedad, el ahogo producido por el pago de la gigantesca deuda externa heredada y aumentada generaron una crisis de tal magnitud que hizo que el establishment económico que, hasta ese momento había sostenido a los gobiernos de la “democracia colonial”, retirara silenciosamente su apoyo e, incluso, entrara en una profunda crisis interna.

Las poderosas movilizaciones del 19 y 20 de diciembre del 2001 corrieron al ministro entregador, primero, y al presidente y su inepta troupe, después. Pasados tantos años, quizás sea importante destacar que uno de los más entusiastas comentaristas de la rebelión porteña de esos días no era otro que el periodista Eduardo Feinman3, siempre al servicio de sus mismos patrones. Había ocurrido lo que la ciencia política ha llamado un quiebre en el bloque hegemónico.

El gobierno había sido echado por medio de mecanismos democráticos revolucionarios. Pero esos mismos mecanismos no estaban en condiciones de poner un nuevo gobierno. Por esta razón, la continuidad institucional estuvo determinada por las mismas instancias forjadas durante la hegemonía del bloque oligárquico, pero en condiciones de una gran movilización popular.

El resultado fue el gobierno, de una semana de duración, de Adolfo Rodríguez Sáa, cuyas dos principales y trascendentes medidas fueron la moratoria de la deuda externa -medida que se venía postergando desde 1984- y el acercamiento a las organizaciones de derechos humanos, principalmente Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Por primera vez, bajo el régimen constitucional se volvía a sentir un gobierno que expresaba y llevaba adelante profundas aspiraciones populares, más allá de su capacidad de poder llevarlas adelante. Su debilidad era enorme. Producto de una mera votación parlamentaria la conspiración, gestada en el seno del peronismo y de los sectores empresarios (UIA y Clarín), comenzó al día siguiente de su asunción.

Eduardo Duhalde, a la sazón senador nacional, era ya un producto de los 20 años de “democracia colonial”. Incapaz de enfrentar a Menem, se imaginó como su posible sucesor y superador. Su campaña en las elecciones de 1999, enfrentando a de la Rúa, fue lamentable. Consciente de que la política económica liberal de Menem-Cavallo había entrado en un profundo rechazo popular, pero temeroso de contradecir al riojano, sostuvo en la campaña “que la política de Cavallo se había agotado por exitosa”. Temeroso de que Rodríguez Sáa intentase continuar su presidencia provisional hasta completar el período de de la Rúa, reunió a un grupo importante de gobernadores, en su mayoría bastante “menemizados”, le cortó la luz a la residencia presidencial de Chapadmalal, logrando la renuncia del presidente provisional.

Una nueva asamblea legislativa nombró a Eduardo Duhalde como nuevo presidente provisional y hace su célebre e irresponsable compromiso: “El que depositó dólares, recibirá dólares. El que depositó pesos, recibirá pesos”. La sombra ominosa de Videla y Martínez de Hoz, de Alfonsín y Sourrouille, de Menem, de la Rúa y Cavallo volvía a desplegarse sobre el nuevo presidente. Las fuerzas populares de diciembre del 2001 no terminaban de modificar la deletérea influencia que la hegemonía del capital financiero impuso en el sistema político argentino.

Imposible de cumplimentar su irresponsable promesa, Duhalde decretó la inevitable salida de la convertibilidad. El resultado de ello fue un salto de 20 % en el nivel de pobreza de Argentina. Se necesitaron cuatro años de un gobierno exitoso para que la Argentina volviera al nivel de pobreza del 2001, que ya era altísimo.

La incorporación de Roberto Lavagna al Ministerio de Economía logró reimpulsar la economía y terminar con el “corralito” de Cavallo y de la Rúa. Los altos precios de las commodities argentinas fueron de inestimable ayuda. A su vez, mantuvo la moratoria sobre la deuda externa y la Argentina no pagó a ninguno de sus deudores durante el período.

La llamada “Masacre de Avellaneda”, ejecutada por la policía de la Provincia de Buenos Aires, y el repudio que ello generó en una sociedad que, desde el 2001, estaba políticamente movilizada, obligaron a Duhalde a adelantar las elecciones para el mes de abril.

En esas condiciones, se llegó a los comicios. El peronismo, por primera vez en su historia, llevó tres candidatos a presidente: Carlos Menem, Adolfo Rodríguez Sáa y Néstor Kirchner, impulsado este último por el propio Duhalde. El último de los nombrados era desconocido para la inmensa mayoría del país. Detrás de él parecía estar la procelosa sombra de de Eduardo Duhalde, quien había fracasado en lograr la candidatura para el piloto automovilístico y gobernador santafesino Carlos Reuteman. Por razones que aún hoy permanecen ocultas, pero detrás de las cuales se sospecha la mano de su padrino político, Carlos Menem, Reuteman rechazó la propuesta de Duhalde.

Las elecciones del 2003

Las elecciones del 27 de abril de 2003 dieron un menguado triunfo a la fórmula Menem-Romero, con un 24,45%. La fórmula Kirchner-Scioli obtuvo un segundo puesto con 22.25%. La renuncia de Carlos Menem a pasar por las horcas caudinas de una segunda vuelta, que garantizaban su derrota, convirtieron al santacruceño en presidente con tan escasa base electoral.

Lo que ocurrió a continuación es historia reciente. Néstor Kirchner, con una gran habilidad política, logró dar una nueva vida a un peronismo que tenía fuertes síntomas de agotamiento. Las movilizaciones del 2001 parecían haberle dotado de una nueva fuerza popular sobre la que el nuevo presidente buscó y logró apoyarse. En buena parte retomó el programa peronista originario. La reestatización de Aerolíneas Argentinas, del Correo Argentino y TANDANOR, así como la creación de ENARSA y de Agua y Saneamientos Argentinos (AySA) marcaron un nuevo rumbo. El estado volvía a tener un papel rector en el desarrollo económico. Se logró acumular reservas, mientras la exportación de commodities agrarias generaban superavit. La “libreta de Néstor” adquirió, en esos años, el valor de una leyenda.

Esta política tuvo consecuencias notables. La Argentina consiguió, entre 2003 y 2007, un crecimiento económico con tasas del orden del 9% y sus reservas pasaron de U$S14.000 millones a más de U$S 47.000 millones en 2007.

La industria argentina creció a un promedio anual del 10,3% en términos del llamado Índice de Volumen Físico (IVF) que mide, justamente, la evolución mensual de los volúmenes de la producción física de los bienes elaborados por el Sector Industrial. A su vez el salario mínimo subió alrededor de 3,5 veces, pasando de $360, en 2003, a $1240, en 2007. En dos años, entre el 2004 y el 2006, los depósitos bancarios -el corralito había espantado de los bancos a los depositantes- crecieron un 48%.

Aprovechando la declaración de moratoria de la deuda externa formulada por Rodríguez Sáa, Néstor Kirchner propuso a los acreedores privados una quita del 75%, lo que significó una disminución de U$S 61.350 millones sobre el capital adeudado, quita que lo redujo a U$S 20.450 millones. Además del obvio efecto macroeconómico, la imposición de la quita significó un gran fortalecimiento del gobierno que, ya lo dijimos, solo había obtenido 22% de los votos.

En enero del 2006, Kirchner tomó una decisión que implicó una tranquilidad financiera que duraría, por lo menos, un quinquenio: gracias a las reservas acumuladas en solo dos años, la Argentina canceló su deuda con el FMI. Ese día transfirió al fondo U$S 9.530 millones, sobre un pasivo que tenía vencimientos programados hasta el 2009.

Por primera vez, desde el retorno al régimen constitucional, un gobierno argentino tenía la iniciativa en materia tanto política, como económica. Las poderosas movilizaciones del 2001 -y la crisis hegemónica que ellas expresaron- fogoneaban y sostenía el nuevo impulso nacional. También, por primera vez, desde las lejanas jornadas de los años 1969-1973, importantes sectores de clase media, tradicionalmente resistentes al peronismo, se sentían representados por un gobierno peronista. Desde el propio gobierno, Néstor Kirchner, a la vez que restauraba parcialmente la función estatal en la economía, asumía una fuerte campaña por los derechos humanos conculcados por la dictadura procesista lo que amplió la base política del gobierno, que había llegado a la Casa Rosada con un porcentaje de apoyo menor al porcentaje de desocupación.

No es propósito de estas líneas analizar en detalle los gobiernos de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández de Kirchner que fueron, sin duda, los más exitosos y de mayor arraigo popular de todo el período iniciado en 1983 y a los que hemos apoyado con firmeza, desde cada uno de los lugares en que nos tocó dar la pelea. Pero ninguno de los tres gobiernos, pese a su paulatino enfrentamiento con el establishment económico, logró modificar de raíz las condiciones económicas heredadas de la dictadura cívico militar y el menemismo. Ni bien los precios en el mercado internacional de nuestras commodities agrarias comenzaron a bajar -a partir del 2011-, nuevamente la economía argentina comenzó a enrarecerse. En el enfrentamiento con “el campo” el gobierno no propuso modificaciones estructurales en la apropiación de la renta diferencial por parte de los exportadores y el capital financiero. Finalmente, el rechazo en el Senado del proyecto de ley sobre las Retenciones a la exportación de granos, con el voto en contra del vicepresidente de la República, dio inicio a un lento, pero permanente, deterioro político de la presidenta de la Nación.

En las elecciones legislativas del 2009 el oficialismo perdió, por muy escasos votos, ante una alianza de la UCR, la Coalición Cívica y el Partido Socialista, pese a haber acudido a las llamadas “candidaturas testimoniales” del expresidente Kirchner, del gobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli y del Jefe del Gabinete de Ministros, Sergio Massa. Y desde entonces, el peronismo no volvió a ganar ninguna elección legislativa. Mientras tanto, a lo largo de esos años se perfilaba una nueva fuerza opositora centrada en la figura del Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Mauricio Macri, que ofrecía un programa similar a los gobiernos anteriores al 2001.

Las dos presidencias de Cristina se caracterizaron, a nuestro entender, por una profundización de las políticas vinculadas a los derechos humanos, a una reivindicación simbólica de la tradición nacional y popular, por un lado. Y por el otro, en una paulatina pérdida de impulso en el terreno económico. Nuevamente, como en la década del 50 del siglo pasado, el estrangulamiento del sector externo por la caída de precios de nuestras commodities, el fenómeno llamado con el anglicismo de “stop and go” -es decir, la dificultad de ampliar la producción industrial, más allá de ciertos límites, debido, justamente a las trabas en el sector externo- produjeron una paulatina desaceleración sin encontrar los mecanismos necesarios para superar la crisis. A ello se sumó un erróneo y estéril enfrentamiento con una buena parte del movimiento obrero -sobre todo la CGT y los gremios industriales- y un también paulatino deshilachamiento electoral del peronismo en distintas expresiones y dirigentes.

Así, con dificultades económicas y a los tumbos en la interna peronista, llegamos al 2015.

Pese a las notorias mejorías vividas por el pueblo argentino, en comparación al cuadro del 2001, toda la estructura financiera facilitada por el Proceso y el menemismo, todo el chantaje agroexportador, todas las limitaciones de la “democracia colonial” seguían en pie. Habíamos avanzado en el proceso de integración suramericana como no había ocurrido en doscientos años, pero nada estaba consolidado institucionalmente. Todo podía volver a foja cero y reiniciar el ciclo contrarrevolucionario.

La vuelta de los muertos vivos

Eso y no otra cosa significó la derrota del candidato Daniel Scioli en el 2015.

El 10 de diciembre del 2015 asumió el poder político del estado una banda integrada por los representantes y los actores directos de los grandes intereses agrarios, las empresas imperialistas y el capital financiero. En un mes desplegaron su programa político que, aunque conocido, habían intentado ocultar durante la campaña electoral. No quiero extenderme aquí en las medidas económicas desplegadas durante este período, todas ellas redactadas no en la sede del poder político del Estado, sino en los estudios jurídicos, los despachos empresariales y las organizaciones del parasitismo oligárquico.

Todo ese paquete de medidas, impuestas sin la participación del Congreso Nacional, de dudosa legitimidad constitucional y en contra no sólo del 49 % que no votó al presidente herniado, tuvieron como finalidad demoler el sistema defensivo nacional construido dificultosa y parcialmente por los 12 años de la administración de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. Expresaban, en las condiciones nacionales e internacionales del siglo XXI, el programa económico de la Revolución Libertadora y del Proceso de Reorganización Nacional.

Una escasa diferencia dio el triunfo, en el ballotaje, a un gobierno que expresaba, en la campaña, y desplegó posteriormente, desde el poder, el programa histórico de las minorías antinacionales y antipopulares de la Argentina. Un grupo de empresarios transnacionalizados, de banqueros vinculados al gran capital financiero, de tecnócratas formados en los centros imperialistas, comenzó a gobernar el país, con un resultado oprobioso para el pueblo trabajador: endeudamiento externo, apertura indiscriminada de nuestra economía, cierre de fábricas, desocupación, empobrecimiento general de los trabajadores, en especial, de los sectores más vulnerables, caída del mercado interno y del consumo popular y achicamiento del Estado, por un lado, y una gigantesca transferencia de ingresos a las clases vinculadas al sector más concentrado de la economía, a los exportadores e importadores, a los grandes productores de commodities agrarias, al sector financiero y bancario y al capital imperialista, por el otro.

La “democracia colonial” había vuelto por sus fueros. Los argentinos comenzamos a experimentar una contrarrevolución sin haber hecho una revolución.

Al cabo de un año esa política estaba agotada.

En la demagogia de la campaña electoral, Mauricio Macri había prometido quitar todo tipo de impuesto sobre los salarios. A poco de asumir, en lugar de ello hizo desaparecer los impuestos a las exportaciones de commodities -principalmente soja, como se ha dicho- y a la minería -sorprendiendo a las propias empresas mineras que ni siquiera habían bregado por su desaparición-. Al hacerlo generó las condiciones para la desfinanciación del estado y, por lo tanto, se encontró en la imposibilidad técnica de cumplir con uno de sus caballitos de batalla electorales. En medio de una serie de desaguisados técnico-políticos -manejo de tiempos parlamentarios, llamada a sesiones extraordinarias, etc.- y de una desconcertante incapacidad negociadora, el Poder Ejecutivo jugó a todo o nada su proyecto de reforma de dicho impuesto. El resultado fue que, con los votos de toda la oposición -Frente para la Victoria, Partido Justicialista, Frente Renovador y parte del llamado Frente Progresista- fue aprobado un proyecto consensuado que llevaba la impronta del diputado Axel Kicillof.

Antes de cumplir su primer año de gobierno, Mauricio Macri se encontró derrotado en la calle, en el Senado, en Diputados y en los ámbitos internacionales. Para colmo de males para el gobierno, la vicepresidenta de la República, una pobre mujer con un handicap motriz e intelectual, proclamó en los medios que el presidente vetaría esa ley, si era aprobada por el Senado, que ella misma presidía.

Al año siguiente, el gobierno de Macri y el establishment económico-financiero recibió dos golpes formidables.
El alto acatamiento al paro docente y la presencia en las calles de los gremios del magisterio, el día 6 de marzo de 2017, produjeron una primera e importante derrota táctica del gobierno. Sus asesores publicitarios pensaron que una huelga y una demostración podía ser contrarrestada con las triquiñuelas y manipulaciones de una campaña electoral, donde las motivaciones del voto son diversas hasta la infinitud y donde el votante es un individuo aislado en el cuarto oscuro. Pusieron, entonces, en el centro de su dispositivo la imagen -la imagen en su sentido más estricto, una fotografía- de uno de los dirigentes docentes, el compañero Roberto Baradel, y contra él lanzaron su artillería de injurias, calumnias, sospechas y prejuicios. Y actuaron en el error de considerar que el sistema de representatividad de los sectores sindicalizados docentes era similar al de los sectores sindicalizados de los trabajadores industriales donde el conjunto de los afiliados y representados otorga un amplio margen de delegación a los dirigentes sindicales, concentrando en la figura del secretario general la representación del conjunto.

El resultado fue, entonces, una derrota estrepitosa del gobierno y de su táctica de cuño canero. Y allá quedó el presidente Macri inaugurando el ciclo lectivo en un pueblito de la provincia de Jujuy, donde las clases no comenzaron por el alto grado de adhesión a la huelga. La jitanjáfora con la que cerró su discurso sintetiza, mejor que nada, el naufragio intelectual y político del presidente. Vale la pena su transcripción completa, porque posiblemente no se encuentre antecedente alguno de semejante oquedad en, hasta ese momento, ningún presidente, constitucional o no, de la historia argentina:

“Como decía Gandhi profesor, ya que usted citó otro, que para mí hay la persona, un líder que influyó mucho en mi vida: tenemos que ser la reforma, tenemos que ser la sociedad que queremos que exista en el mundo, tenemos que hacerla nosotros, cada uno de nosotros y expresarla la verdad y eso, justamente, parte de decirnos la verdad”.

Al día siguiente, el 7 de marzo de 2017 Macri volvió a sufrir un terrible mandoble político. La CGT y la CTA, junto con organizaciones sociales, habían convocado a un acto en los alrededores del ministerio de Industria. Así lo narró Gabriel Fernández:

“El movimiento obrero argentino brindó este martes una extraordinaria demostración de fuerza en oposición a la política económica del gobierno macrista. Más de medio millón de personas se movilizaron hacia el Ministerio de Industria, cerca de la Plaza de Mayo, para rechazar la apertura económica, el techo a las negociaciones paritarias, la caída del poder adquisitivo y la desindustrialización en general”.

La convocatoria surgió de los sindicatos industriales de la Confederación General del Trabajo, con un fuerte impulso de los nucleados en la Corriente Federal de Trabajadores. Esta demanda fue adoptada como propia por la totalidad de la central y mereció la adhesión de las dos vertientes de la CTA. Junto a organizaciones sociales y políticas populares, llevaron adelante una de las jornadas de protesta más importantes de la historia”4.

Lo demás es historia reciente. En 2017, Cristina pierde las elecciones en la provincia de Buenos Aires, como candidata al Senado Nacional, frente a un rival de muy escaso volumen político, el ministro de Educación de Macri, Esteban Bullrich. No obstante ello, a partir de esas elecciones, el gobierno se desbarranca en una crisis económica.

Como lo he descripto en otro lugar5, al día siguiente, cuando Mauricio Macri pensaba haber alcanzado su apogeo y podría desarrollar sin freno su propuesta, citó, en el CCK, a los CEOs de las grandes empresas imperialistas y nacionales, a los dueños del oligopolio mediático, a los representantes de los intereses terratenientes y exportadores, para anunciarles su inmediato programa: un drástico recorte de las jubilaciones, la creación de un fondo de despidos pagado por el propio trabajador, el aumento de la edad jubilatoria y, hasta, el retorno de las AFJP -los fondos de pensión estatizados por Cristina Fernández de Kirchner-.

Y como sabemos, “siempre es más oscuro justo antes de que aparezca el día”. A partir de ese momento, el gobierno macrista no supo más que de traspiés y fracasos, tanto en sus objetivos programáticos como en la política. Cito lo escrito en aquel momento:

“El viaje a EE.UU, con el intento de destrabar la importación de biodiesel y de limones, que se ha convertido en la cuadratura del círculo de un gobierno con serias dificultades de financiación, fue estéril y lleno de gestos de inútil complacencia con el país anfitrión. Pocos días después de que la Argentina votase en contra del bloqueo económico a Cuba, el presidente pidió a Donald Trump que cortase la importación de petróleo venezolano y toda relación comercial con el país suramericano. Mientras tanto, el gobierno norteamericano volvía a enviar un embajador a Caracas y buscaba restablecer algún modo más normal de relacionamiento, después del fracaso estrepitoso de la oposición prohijada por los EE.UU. En esos mismos días, la firma Standard & Poors declaraba a la Argentina como una de las cinco economías más frágiles del mundo, justamente debido a su altísimo nivel de endeudamiento, junto con Turquía, Pakistán, Egipto y Qatar.

Ya de vuelta en el país, Macri tuvo dos nuevos e importantes traspiés que hicieron evidente la fragilidad de su fortaleza. Una reunión con los gobernadores provinciales, con los que discutiría una nueva distribución de los recursos nacionales e impuestos a ciertos productos de las economías regionales -un 20% de impuesto al vino, por ejemplo- terminó en el más absoluto fracaso ante el rechazo generalizado de la medida, incluso de parte de gobernadores de su propio campo, como el de Mendoza, provincia vitivinícola por excelencia. El malhumor presidencial terminó con una orden al ministro de Hacienda de cancelar los impuestos anunciados.

Y por la tarde vendría el golpe político más fuerte. La CGT, la central obrera, conducida por un triunvirato formado por representantes de los gremios más poderosos y negociadores, se reunió formalmente para rechazar 'de plano' la reforma laboral propuesta por el gobierno. Esa declaración permitió, obviamente, que los gremios más dispuestos a un enfrentamiento con el gobierno, como los empleados bancarios, dieran rienda suelta a su oposición, incluso llamando a un paro de actividades contra el proyecto de reforma laboral”.

Sin aliento y sin financiación privada, Macri y su financista Luis Caputo, alias “el Toto”, acudieron a Donald Trump para lograr que el FMI “saltara todos sus límites financieros y concediera a la Argentina un crédito histórico por más de 55.000 millones de dólares”6.

Había comenzado el fin del primer regreso de los muertos vivos. La Argentina semicolonial había retrocedido muchos casilleros.

Alberto Fernández, el cambio estratégico, el Covid y la deuda

En las elecciones de 2019, el voto popular puso fin al nefasto cuatrenio macrista. Mauricio Macri se convirtió en el único presidente que no pudo reelegir, después de la reforma de 1994. En aquella oportunidad escribimos:

“Ha sido una victoria extraordinaria, si se piensa que en el mes de junio las fuerzas nacionales carecían de un claro rumbo político electoral. La decisión de Cristina Fernández de Kirchner fue una decisión táctica -dirigida a ganar las elecciones- y estratégica- dirigida a cambiar el eje y la forma de enfrentamiento con el bloque dominante-. Alberto Fernández cambió, por así decir, el eje de enfrentamiento. De una política de confrontación, con un fuerte componente ideológico, se pasó a una política de reconstrucción nacional, que implica necesariamente una reconciliación”7.

Eso significó, desde nuestro punto de vista, la decisión de la ex presidenta al designar al antiguo jefe de gabinete de su marido y del cual estuviera políticamente alejada en los últimos 10 años. Tal es así que Fernández fue, durante ese período, asesor político de Sergio Massa y su Partido Renovador. La candidatura de Alberto Fernández, al analizar su trayectoria política en los años de gobiernos kirchneristas y sus puntos de vista expresados en diversos medios, no podía constituir una mera táctica electoral que simplemente sumaba votos remisos a la eventual candidatura de Cristina Fernández de Kirchner o de alguien vinculado a su entorno.

Implicaba, en los hecho, un cambio estratégico. Partiendo de la idea de que la estrategia es un planteamiento general, un plan a largo plazo que define el rumbo general, el enfrentar una nueva etapa, después del estrago macrista, con un hombre de las características políticas de Alberto Fernández significaba, necesariamente, renunciar al enfrentamiento despiadado del período anterior, intentar acercar posiciones dentro del campo enemigo y buscar allí nuevos aliados. Con ese convencimiento votamos al nuevo presidente. Y la no comprensión de este hecho, para nosotros obvio, generaría los grandes conflictos de la vicepresidenta con el presidente de la República.

Al llegar a la presidencia, en diciembre de 2019, Alberto Fernández se encontró con una pavorosa deuda externa de más de 100 mil millones de dólares, con plazos que comenzaban a vencerse en el nuevo año y con intereses y condiciones que secarían las arcas públicas de un estado que, había perdido notablemente su capacidad de recaudación. Era preciso iniciar de inmediato negociaciones con los acreedores externos, para evitar la caída en un default explícito -la Argentina se encontraba ya en un default técnico- que paralizaría por completo la actividad económica y hundiría en la pobreza, de inmediato, a tres o cuatro millones de argentinos más.

Dos objetivos inmediatos, aliviar la situación de los más sumergidos y negociar el pago de la gigantesca deuda externa, eran las condiciones imprescindibles para que la Argentina se pusiera nuevamente de pie. El incumplimiento de cualquiera de los dos, forzosamente unidos como dos hermanos siameses, debilitaría casi definitivamente al gobierno de Alberto Fernández, que en tan solo dos años debería enfrentar una elección legislativa de entretiempo. El chino Sun Tzu recomienda en alguno de sus célebres aforismo sobre la guerra: “Si no puedes ser fuerte, pero tampoco sabes ser débil, serás derrotado”.

Y esto es lo que intentó Fernández.

En febrero de 2020 se conoció un documento, firmado firmado por los dos altos funcionarios del FMI que visitaban Buenos Aires para analizar la situación de la economía argentina, donde se afirmaba:

“A la luz de estos desarrollos, y sobre la base del análisis de la sostenibilidad de la deuda de julio de 2019, el personal del FMI ahora evalúa que la deuda de Argentina no es sostenible. Específicamente, nuestra visión es que el superávit primario que se necesitaría para reducir la deuda pública y las necesidades de financiamiento bruto a niveles consistentes con un riesgo de refinanciamiento manejable y un crecimiento del producto potencial satisfactorio no es económicamente ni políticamente factible.

En consecuencia, se requiere de una operación de deuda definitiva, que genere una contribución apreciable de los acreedores privados, para ayudar a restaurar la sostenibilidad de la deuda con una alta probabilidad. El personal del FMI hizo hincapié en la importancia de continuar un proceso colaborativo con los acreedores privados para maximizar su participación en la eventual operación de deuda”.

El Fondo Monetario Internacional adoptaba el mismo adjetivo con el que el ministro de Economía Martín Guzmán había caracterizado la deuda: “insostenible”. Es decir que el superávit primario -el ajuste- necesario para reducir la deuda pública “no es económicamente ni políticamente posible”.

Y, por lo tanto, pedía a los acreedores privados -los bonistas- “una contribución apreciable”, es decir, les anticipaba que se olvidasen de recibir el 100 % de lo adeudado en carácter de capital y de intereses. El FMI, en ese comunicado de una carilla, le daba la razón al presidente Alberto Fernández y a su ministro de Economía, Martín Guzmán, que, durante las tres semanas anteriores habían recorrido las principales capitales occidentales buscando apoyo para su punto de vista. Desde la sorpresiva visita a Israel, como cada una de las entrevistas con los dirigentes italianos, franceses, alemanes y españoles y, fundamentalmente, con el Papa Francisco tuvieron como único objetivo generar las condiciones políticas para que el FMI fuese un receptor atento al planteamiento argentino.

Escribíamos en enero del 2020:

“El gobierno está llevando a cabo, con enormes dificultades, su compromiso electoral. Soluciones urgentes a los sectores socialmente más castigados y vulnerables, evitar la declaración de un default de la piratesca deuda externa -el default en lo inmediato no haría sino multiplicar el número de vulnerables, sin traerle una solución-, negociar en esas condiciones con los acreedores, intentar con los mecanismos a su alcance, es decir por métodos consensuados, detener la inflación y generar nuevamente las condiciones para un crecimiento del mercado interno, como dinamizador de la economía real.

Todo esto, rodeado de gobiernos hostiles, con un frente político variopinto y disímil, con una debilidad enorme del estado nacional, sin FF.AA. y con una clase dominante miserable y cortoplacista que solo quiere que no le toquen la parte del león que se ha venido llevando todos estos cuatro años”.

Y solo dos meses después, uno de los jinetes del Apocalipsis desplegaba su letal cabalgata sobre la totalidad del género humano. La Peste, el Covid, apilaba muertos en las calles de todas las capitales. El presidente de la República, Alberto Fernández, debió enfrentar la situación más crítica y compleja que gobierno alguno haya tenido en tiempos de paz.

Se trataba, por un lado, de negociar con las aves carroñeras del capital financiero y, por el otro, de instalar camas, respiradores y estructuras sanitarias de todo tipo para enfrentar el huracán letal del Covid 19. La cuarentena inicial sirvió para cubrir esas necesidades, pero obligó al gobierno a sostener, con subsidios estatales, a los millones de compatriotas que, repentinamente, había quedado sin ingresos. Nueve millones de argentinos y argentinas recibieron durante estos meses un subsidio, modesto, pero suficiente para no dejarlos desprotegidos en medio del vendaval. Pero además, ayudó, también por la vía del subsidio, a miles de empresas -grandes, medianas y pequeñas- a pagar los salarios que la caída de la actividad económica les dificultaría hacerlo. Vale la pena mencionar en este punto que incluso las empresas pertenecientes al cartel mediático que, desde la prensa escrita, radiofónica y televisiva, continuaba hostilizando y provocando al gobierno, llegando incluso a hablar de golpe de estado, fueron beneficiarias de esa política.

El 31 de agosto de 2020, en medio de la cuarentena, Alberto Fernández informó que su equipo económico había concluido esa tarea. El 93,7% de los acreedores privados habían entrado en el acuerdo, lo que, por mecanismos del mismo acuerdo, comprometía al 99% de los mismos. ¿Qué significaba esto? Que no habría espacio para que fondos buitres, compradores de bonos deuda defaulteada a bajo precio, pudieran acudir a los tribunales norteamericanos para exigir el pago de la totalidad de lo adeudado en esos bonos. 

El conjunto del sistema capitalista globalizado sintió, bajo la pandemia del Covid, la más poderosa caída de la producción de mercancías que se tenga memoria. Ninguna de las cíclicas y tradicionales crisis de sobreproducción puede compararse con lo que fue la industria mundial en los años 2020 y 2021. Los trabajadores dejaron de ir a su lugar de trabajo y esa ausencia, además de dejar en claro cuál es la clase social que verdaderamente produce la riqueza global, determinó el cese de toda generación de riqueza industrial.

Si esto ocurrió en sociedades industriales pujantes, como la alemana o la china, imaginemos lo que produjo en una sociedad como la Argentina, que había comenzado a sufrir el flagelo de la caída de la producción industrial, el cierre de empresas y la desocupación con los nefastos cuatro años del gobierno del capital financiero presidido por Mauricio Macri. Pero a eso debemos sumarle el inconcebible e irresponsable endeudamiento con el FMI que impuso un corsé de hierro al desenvolvimiento futuro de nuestras capacidades productivas y al manejo independiente y soberano de nuestro propio desarrollo económico. Como todas las economías del mundo, la Argentina sufrió un enorme retroceso en su capacidad productiva, sobre todo en el sector industrial urbano, ante el repliegue de la fuerza laboral a su propia casa y la caída de toda la actividad comercial. El conjunto de la clase obrera (con CUIT, con CUIL o en negro) dejó de producir, cayeron las ventas, cesó (aún con paliativos) la cadena de pagos y el conjunto de nuestra economía se debilitó sustancialmente. Sobre el desastre que significaron los cuatro años de Macri, vino la devastación de la pandemia.

Y ni bien salimos de la pandemia, que el gobierno manejó con gran eficacia, pese a una oposición irresponsable hasta lo criminal, Alberto Fernández y Martín Guzmán, ministro de Economía, debieron enfrentar, justamente, el acuerdo con el FMI. Y ahí comenzó otra vicisitud. Siempre entendimos que el acuerdo logrado con el fondo era el mejor que se podía conseguir, partiendo de la base de que un default solo dificultaba hasta el límite la salida de la crisis heredada y aumentada por la pandemia. De ahí que en enero del 2022 escribimos estas décimas celebratorias del arreglo:

Décimas a don Martín Guzmán

Don Martín Maximiliano

y de apellido Guzmán

se enfrentó con el desmán

dejado por el malsano

que nos endeudó de plano.

Primero, con acreedores

privados tuvo rigores

que achicaron el total

de una deuda que, fatal,

nos dejaba en temblores.

Los del fondo prestamista

apretaron las clavijas.

Don Martín, cual lagartija,

no le dio al apriete pista.

Con maniobras de fondista

hizo largo el regateo

y, tal como yo lo veo,

a resultas del debate,

conseguimos un empate.

No es un resultado feo.

Unos días después, el 1o de febrero, Máximo Kirchner, el hijo de la vicepresidenta de la República, renunciaba a su cargo de jefe del bloque oficialista en la Cámara de Diputados, por “no compartir la estrategia utilizada y mucho menos los resultados obtenidos en la negociación con el Fondo Monetario Internacional (FMI), llevada adelante exclusivamente por el gabinete económico y el grupo negociador que responde y cuenta con la absoluta confianza del presidente de la Nación, a quien nunca dejé de decirle mi visión para no llegar a este resultado”8.

La tensión, que se había sordamente manifestado desde la misma asunción, entre el presidente y su vice había generado un primer efecto público. En un texto, desbordado de buenas intenciones y un agitacionismo propio del movimiento estudiantil, que citaba como principio de autoridad a Néstor Kirchner, quien abonó la deuda con el FMI, el sector conducido por la vicepresidenta rompía virtualmente con un presidente asediado aún por los efectos de la pandemia, por los acreedores externos y por el establishment económico argentino e internacional, en una región rodeada de enemigos políticos.

Alberto Fernández era -y lo había sido desde el principio- un presidente nacional y popular débil, puesto en una situación de gran debilidad nacional. Ha sido un principio rector, comprendido desde el momento mismo en que comencé a interesarme por la política, que la obligación del revolucionario -así hablábamos entonces- ante un gobierno que expresa con debilidad el programa nacional es darle fortaleza, si no se está en condiciones de cambiarlo, por las razones que sean. El sector de la vicepresidenta, expresado por su hijo, no estaba en condiciones de reemplazar a Fernández por varias razones: no tenía posibilidad alguna de un alzamiento revolucionario que lo derrocase; no tenía en sus planes romper la institucionalidad y, sobre todo, no contaba con la representatividad popular suficiente para tomar decisiones en nombre del conjunto. Pese a ello, consideró que romper públicamente con el presidente en un tema tan crucial como el de la deuda, sin darle alternativa alguna que no fuese caer en default, era lo que le correspondía hacer.

No importó para los rebeldes dentro del gobierno la notable política exterior de Fernández en un momento, repito, verdaderamente difícil. La inmediata alianza con el México de López Obrador le salvó la vida al expresidente boliviano Evo Morales. En la mejor tradición del peronismo, el presidente restableció una “tercera posición”, acercándose a los BRICS hasta obtener una invitación a formar parte de dicho acuerdo. Fue capaz de resistir los embates de un Brasil conducido por un delirante antiargentino y visitó en su prisión a Lula, denunciando tanto el golpe en Bolivia, como la persecución al expresidente brasileño.

A partir de ese momento, con el permanente ataque del cristinismo, el gobierno de Alberto Fernández se debilitó aún más y se vio obligado a prescindir de sus colaboradores en el área económica, Martín Guzmán y Matías Kulfas, y del gran ministro de Salud, Ginés García. En esas condiciones, con un gobierno debilitado desde afuera y desde adentro, con un peronismo sin un rumbo claro, y con un candidato producto de agónicos enfrentamientos, se llegó a las elecciones.

El intento de debilitar a la oposición antiperonista inflando un tercer candidato dio como resultado un triunfo en la primera vuelta, sin alcanzar el porcentaje necesario que establece la Constitución. La alianza para la segunda vuelta de los votos del PRO, LLA y UCR pusieron en la presidencia de la República a Javier Milei.

40 años después volvimos a 1982, al día antes de la reconquista de las Islas Malvinas. El ciclo se había cerrado y la Argentina se encontraba en una situación política, económica y social peor que la de entonces.

La democracia colonial había cumplido su objetivo. Como ha escrito Agustín Chenna:

“Eso que parece consecuencia ideológica de Javier Milei es, en realidad, la defensa irrestricta de un interés económico concreto: el de los grandes fondos de inversión transnacionales. De ahí su pelea con Macri, su sostenimiento de Toto Caputo y su tensión con Victoria Villarruel. Javier Milei es el empleado ideal que necesitaban los poderes económicos mundiales para cambiar de una buena vez la estructura económica argentina. Lo que resta decir es que eso sería imposible si la oposición a Javier Milei no fuera también la oposición ideal que necesitaban los poderes concentrados: perdida, miope, bien separada del pueblo, cada vez menos representativa y más cooptada por las ideas de las fundaciones bancadas por esos mismos poderes”9.

Sin cuestionar las bases mismas de esa democracia colonial, sin transformar revolucionariamente, es decir, de raíz y sin temor, el sistema impuesto hace 40 años por el bloque anglosajón en la batalla de Malvinas, la Argentina no podrá encontrar el rumbo del desarrollo industrial soberano, la autonomía política y una justa carga de los esfuerzos a favor de los trabajadores y el pueblo.

Ese es el profundo desafío que debemos enfrentar.

8 de noviembre de 2024.

1Cuarenta años de peronismo, Ediciones del Mar Dulce, Buenos Aires, 1985, página140.

20 de noviembre de 2024

La Vuelta de Obligado fue una batalla por la soberanía argentina


Han aparecido, en estos días, notorios gorilas neoliberales y hasta una vieja grabación del ministro de Interior de Menem, Carlos Vladimiro Corach, pretendiendo negar el carácter nacional y emancipador de la Batalla de Obligado y de la Guerra del Paraná. Para ello desempolvan, sin entender, los libros y artículos del anciano Juan Bautista Alberdi –el mejor Alberdi, el Alberdi enemigo de Mitre– y, algunos, incluso citan a Jorge Abelardo Ramos, para argumentar que la libre navegación de nuestros ríos por potencias extranjeras era una reivindicación federalista y que la férrea oposición de Rosas a las naves francesas e inglesas no fue otra cosa que la manifestación del interés porteño en mantener la administración y el provecho del puerto de Buenos Aires.

Esto ya lo vio Pablo de Tarso cuando escribió en su Segunda carta a los vecinos de Corinto: “el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz. Siendo esto así, no es mucho que también sus ministros se disfracen de ministros de la justicia”.

Como dijo Jack, vayamos por partes. Efectivamente, Juan Manuel de Rosas expresaba el interés de los ganaderos bonaerenses y sus saladeros, en la época la única industria de exportación. Pero démosle paso a Jorge Abelardo Ramos:

“Los tres sectores de la economía argentina

¿Cuáles eran los sectores fundamentales del país cuando Rosas llegó al poder? Tenemos en primer lugar a las provincias mediterráneas: su debilidad económica era incontestable. En cuanto a las provincias litorales, su producción ganadera era similar a la de la pampa bonaerense; pero les faltaba el puerto y la aduana, y tendían en consecuencia, a una política de compromiso crónico con los ricos librecambistas porteños. No quedaba sino el frente de Buenos Aires, y dentro de él, sus dos fuerzas fundamentales, los ganaderos de la provincia y los comerciantes e importadores de la ciudad.

Rosas tomó el poder en nombre de los ganaderos y creó un equilibrio que, por inestable que fuese, duró casi veinte años. Para mantenerse en él debió doblegar la resistencia de la burguesía comercial porteña. Le permitió que ganara dinero, aunque le quitó toda participación política en los asuntos públicos. Subvencionó a los caudillos, los enfrentó entre sí, los corrompió, o los aniquiló en una paciente labor de décadas. Para su clase conservó el control de la Aduana, patrimonio de todos los argentinos. En esto último coincidía con los unitarios y la burguesía comercial porteña.

Al mismo tiempo, el sistema político de Rosas se veía obligado a defender en escala nacional al conjunto de la Confederación, frente a las amenazas y bloqueos organizados por las potencias europeas colonialistas, en alianza con la emigración unitaria. Las tentativas de Florencio Varela ante las cortes europeas para obtener el reconocimiento de un nuevo Estado que estaría formado por Entre Ríos y Corrientes, simbolizaron la sistemática política unitaria de balcanizar el viejo territorio argentino. A falta de una burguesía industrial con visión nacional de nuestros problemas, los ganaderos ocuparon ese lugar dominante y su jefe los defendió, primero a ellos, luego a su provincia y en último análisis al país. Rosas encarnó un nacionalismo defensivo, restringido, bonaerense, insuficiente sin duda, pero el único posible para la clase estanciera bonaerense.

No caeremos en la simpleza de explicar la política y la personalidad de Rosas apelando únicamente a sus fundamentos económicos de clase. En la vida política de Rosas, en sus actitudes de altivez o desprecio por las intrigas del capital extranjero y sus lacayos unitarios, se encierra parte del espíritu nacional, que los ganaderos del siglo pasado encarnaban en alto grado. Este «espíritu», del mismo modo que las «ideas», actúa como un factor derivado pero independiente en el proceso histórico del que es, en muchas ocasiones, agente activo y fundamental. Dicho «nacionalismo bonaerense» defensivo reconoce diversas causas: propiedad de los medios de producción, tradición española, vinculación estrecha a la pampa, relación con el extranjero en condición de socio menor, no de mero instrumento”.

Su ley de Aduanas de 1835 mereció el siguiente elogio nada menos que de Juan Álvarez, aquel anciano ministro de la Corte Suprema que las señoras de la Plaza San Martín, don Antonio Santamarina, Victorio Codovila y Spruille Braden querían elevar a presidente provisional en 1945:

“Rosas comprendió que no era posible limitar a los estancieros la protección oficial y en su mensaje de 1835 hizo público que la nueva Ley de Aduana tenía por objeto amparar la agricultura y la industria fabril, porque la clase media del país, por falta de capitales no podía dedicarse a la ganadería, en tanto que la concurrencia del producto extranjero le cerraba los restantes caminos.
Coinciden a esta política los aplausos de las provincias del interior cuyos gobiernos volvieron a confiar al de Buenos Aires, la dirección de la guerra y las relaciones exteriores de la Confederación, conservando para sí las aduanas mediterráneas, garantía del ultraproteccionismo local. Conservóse de tal modo un mercado interno para los vinos, los aguardientes, los tejidos y los cueros manufacturados por las fábricas criollas”.

Completa Ramos su visión sobre Rosas y su política:

“Los ganaderos de Buenos Aires eran el sector económicamente más fuerte del Río de la Plata, pero su fuente de ganancias se encontraba en el mercado exterior; su visión de los problemas nacionales no iba más allá del Arroyo del Medio. Por eso fue que su político más agudo dictó la Ley de Aduanas para neutralizar a las provincias interiores, pero le hubiera resultado inconcebible volcar los recursos aduaneros a fin de echar las bases de la era maquinista capaz de transformar al país”.

Es cierto que esa mirada centrada en la pampa húmeda, sus vacas y el puerto era discutida por las provincias, sobre todo del litoral. El ingreso del puerto era administrado por el gobernador de Buenos Aires e impedía que su nacionalización generase las condiciones para una organización nacional sin recelos provincianos ni mezquindad porteña. Pero también es cierto que esa contradicción, social, económica y política, entre el puerto y las provincias era la condición sobre la que se montaba el interés británico y su política de balcanización de la Confederación, para garantizar el libre ingreso de su quincallería.

Como testimoniaba el marino inglés Lauchlan B. Mackinnon en su La Escuadra Anglo-Francesa en el Río de la Plata 1846, un agente británico escribía al Foreign Office: “El reconocimiento del Paraguay; conjuntamente con el posible reconocimiento de Corrientes y Entre Ríos, y su erección en estados independientes aseguraría la navegación del Paraná y del Uruguay. Podría así evitarse la dificultad de insistir sobre la libre navegación que nosotros hemos rechazado en el caso del río San Lorenzo”.

El historiador norteamericano John Frank Cady, fallecido en 1996 y uno de los mayores especialistas en el estudio de las intervenciones inglesas y francesas en el sudeste asiático, y que publicara en 1929 su libro La intervención extranjera en el Río de lo Plata, afirma sobre el intento anglo francés de 1845: “la tentativa resultó un fracaso desde el punto de vista comercial, pues muchos de los barcos regresaron con sus cargamentos completos. La consecuencia más importante fue exaltar el patriotismo del pueblo argentino hasta un grado sin precedentes”.

Como después lo reconocería el Libertador José de San Martín, la batalla de la Vuelta de Obligado del 20 de noviembre de 1845 fue solo comparable a la campaña de la Independencia.
Que no vengan estos entregadores contemporáneos de nuestra soberanía nacional a montarse sobre los justos reclamos federalistas para intentar someternos al extranjero y, sobre todo, rebalcanizar nuestro territorio. Solo la patota unitaria de Montevideo, los hijos privilegiados de la burguesía comercial porteña, celebró la intervención extranjera. El conjunto del país criollo, el que aportó sus hijos a la campaña sanmartiniana, repudió y obligó a marcharse al invasor europeo.

Celebremos sin complejos este nuevo Día de la Soberanía para juntar fuerzas para la nueva lucha por esa misma soberanía que está frente a nosotros.

Buenos Aires, 20 de noviembre de 2024

15 de agosto de 2024

Ciento cincuenta años del Manifiesto Comunista

 El 21 de febrero de 1998 se cumplió el sesquicentenario de la publicación del célebre Manifiesto del Partido Comunista, editado por una imprenta de Liverpool. En aquellos ya lejanos años escribí este artículo que hoy he encontrado entre mis papeles. Gobernaba en Argentina Carlos Menem, en los EE.UU. Bill Clinton era el presidente en su segundo mandato y, sólo seis meses después, el tema de la pasante y un cigarro puesto en un equívoco lugar ocuparía los titulares de los diarios del mundo entero. De la Rúa era el flamante Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires y lejos estábamos de la pueblada del 2001.

No obstante, muchas de las reflexiones que aquí expuse mantienen una corrosiva actualidad.

Ciento cincuenta años del Manifiesto Comunista[1]



En Bruselas, a fines de 1847 y principios de 1848, dos exiliados políticos alemanes de 29 y 27 años, escribieron un pequeño folleto, que salió a la luz a principios del mes de febrero de 1848. El folleto llevó por título "Manifiesto del Partido Comunista". Sus jóvenes autores eran Carlos Marx y Federico Engels. Pocos meses después, la revolución levantaba sus barricadas en París y se extendía como una llamarada por toda Europa. En febrero de este año se cumplen ciento cincuenta años de la publicación de ese documento histórico, la primera declaración teórica y política del movimiento socialista y revolucionario que, encarnando las aspiraciones y deseos de la clase obrera, pretende instaurar un nuevo régimen político y social basado en la abolición de la propiedad privada de los medios de producción.

Entre su primera afirmación: "Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo" y la última y famosísima: "¡Proletarios de todos los países, uníos!, se encuentra resumido el pensamiento que nutrió a la Revolución de Febrero de 1848, la Comuna de París de 1871, la Revolución Rusa de 1917 -que instauró el primer estado obrero en la historia de la humanidad-, la fracasada Revolución Alemana de 1919, la Revolución China, la Revolución Coreana, la Revolución Vietnamita y, en nuestra América Latina, la heroica Revolución Cubana.

A lo largo de esos años, se han levantado miles de críticos anunciando los errores e inexactitudes de este famoso folleto, de una extensión no mayor a unas 25 hojas mecanografiadas. En este aniversario, la plutocracia imperialista celebra, junto a lacayos y bufones del mundo dependiente, y acompañada por una corte de filósofos, comentaristas, periodistas y publicistas de toda laya, la aparente derrota de las ideas y consignas lanzadas por aquellos jóvenes alemanes. Vale la pena analizar, entonces, cómo se ha ejercido sobre su texto la crítica del tiempo y qué párrafos conservan todavía la lucidez y lozanía que convirtieron al marxismo en el pensamiento más potente y transformador generado por Occidente en los últimos 500 años.

EUROPA EN 1848

Los autores del Manifiesto veían ante sí el incipiente desarrollo del capitalismo en algunos países de Europa Occidental. Tenían con respecto a la Revolución Francesa, la misma distancia que hoy tenemos con el final de la Segunda Guerra Mundial, cincuenta y nueve años. Vastos sectores de Europa eran básicamente campesinos y la revolución industrial y el maquinismo aún no habían desplegado sus transformaciones. En EE.UU. y Brasil existía la esclavitud y en Rusia no se había declarado la libertad de los siervos. Todos los países europeos -incluida Francia- eran gobernados por testas coronadas. El ferrocarril era un novedoso medio de transporte. La navegación era todavía fundamentalmente a vela. El telégrafo comenzaba a desarrollarse y, por supuesto, no existía el teléfono ni la radio. Tampoco existían los grandes diarios, al modo como aparecerían sobre la cuarta parte final del siglo. Alemania era un conglomerado de pequeños reinos y principados sin unidad política alguna. Italia no había realizado tampoco su unidad nacional y era un mosaico tironeado por el Papado, por Francia y por Austria. La burguesía que Marx y Engels ven desplegarse ante sus ojos es, en muchos casos, todavía una burguesía que conserva su ímpetu transformador. Sólidamente establecida en Inglaterra y en Francia, donde ya constituye el fundamento del orden político y económico, es todavía levantisca en Alemania, en Polonia o en Italia, donde pugna por aplastar a la reacción feudal. Todavía no existe el fenómeno del imperialismo que aparecerá sobre el final del siglo y el capital financiero es, aún, un resorte de crecimiento de la producción industrial. Los sindicatos obreros eran un fenómeno reciente y el proletariado tal como hoy lo conocemos sólo existía en Inglaterra, Francia y algunos estados alemanes. París era una ciudad de intrincadas y sucias callejuelas, no sometidas aún a la piqueta de Haussmann y sus grandes bulevares y Londres todavía era la maloliente ciudad de los cuentos y novelas de Charles Dickens. Por supuesto, Europa era distinta a la de cien años antes. Pero todavía distaba de lo que sería tan sólo cincuenta años después. El mundo extraeuropeo era, a excepción de los EE.UU., un misterio. En estas condiciones, que muchas veces tienden a olvidarse, Marx y Engels bosquejaron un método de análisis sobre el pasado y de acción política sobre el porvenir. ¿Cuáles son sus principales ejes de análisis y cuál es su vigencia?

HISTORIA Y LUCHA DE CLASES

La afirmación, de una profunda trascendencia intelectual y moral, de la primera página de El Manifiesto: "La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases", constituye uno de sus puntos nodales.

¿Queda alguna duda, en las postrimerías del siglo que ha visto, entre otras cosas, el espectáculo horroroso de dos Guerras Mundiales, el triunfo, la burocratización y el colapso de la Revolución Rusa, la Guerra Civil Española, el nazismo, el fascismo, el levantamiento de los pueblos oprimidos por el imperialismo, la crueldad y el cinismo del imperialismo, la guerra de Vietnam, el ciclo de revoluciones y contrarrevoluciones en nuestra América Latina y en Argentina, en particular, acerca de la validez y actualidad de esta afirmación? ¿Existe, fuera del sistema de pensamiento que esta afirmación establece, alguna posibilidad de comprender el actual momento que se está desplegando ante nuestros ojos, sin saltar en el vacío de la superstición o de la locura?

¿No han sido, acaso, los últimos cincuenta años de historia argentina el mejor ejemplo de la observación formulada en el Manifiesto Comunista? La manifestación obrera y popular del 17 de octubre de 1945, que dio inicio al ciclo de desarrollo económico burgués independiente y con justicia social y la contrarrevolución oligárquico-imperialista de 1955, que pretendió reinstaurar las condiciones imposibles de la Argentina pastoril; la etapa de democracia proscriptiva establecida  a partir de 1958, y el regreso de Perón a la Argentina en 1973, como resultado de los alzamientos populares del interior del país; el intento de Perón en su tercera presidencia de continuar el ciclo iniciado en el 45 y la brutal y criminal contrarrevolución  cívico-militar de 1976; la restauración de una democracia satelizada, bajo la dictadura de la Deuda Externa y del Fondo Monetario Internacional y la perversa claudicación del menemismo ante el gran capital financiero y sus agentes de la burguesía proimperialista, han sido, cada uno de ellos y todos en su conjunto, una ratificación de la validez de esta afirmación. 

Todo tipo de corrientes filosóficas y de discursos demagógicos se alzaron contra este postulado, ya en vida de sus autores. “La supremacía de la cultura”, “las eternas verdades”, “los valores de la civilización”, “el afán de superación” y muchas otras conceptualizaciones pretendieron erguirse en motor de la historia. En nuestros días, hemos visto la teoría “del final de los grandes relatos y los sujetos históricos”, “el final de las ideologías”, “el fin de la historia” y, por último y en general abarcando a todas, “el mercado como supremo árbitro”, todas ellas intentos pasajeros y, en verdad, bastante superficiales de negar lo que para la experiencia de millones de seres humanos  es casi un lugar común: que “opresores y oprimidos se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada unas veces y otras franca y abierta. Lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases en pugna”, para decirlo con palabras del propio Manifiesto.

Hoy, ciento cincuenta años después de haber sido escrito, este postulado sigue siendo noticia en los diarios. Tanto en los países como el nuestro, subordinados al imperialismo, en los países imperialistas, como en aquellos en donde se restauró el capitalismo después de la caída de la ex URSS, vemos un notable resurgir de la lucha de clases como resultado de la inexorable ley del lucro privado y la concentración del capital que rige a la dominación de la burguesía.

Por un lado, se alza un capitalismo financiero que, aboliendo en los países centrales el “estado de bienestar” posterior a la Segunda Guerra Mundial, somete a sus propias clases obreras al infierno de la desocupación y el empobrecimiento y a los pueblos dependientes a la ley de hierro del interés compuesto.

Por el otro, los levantamientos campesinos en distintas partes de nuestra América Latina, la resistencia del mundo musulmán a la disolvente penetración imperialista, las huelgas y movilizaciones de los movimientos obreros del mundo semicolonial, la organización y luchas de los desocupados de Europa Occidental y la resistencia sindical de los trabajadores de la Federación Rusa y otros países del ex bloque socialista, a la superexplotación impuesta por  los organismos financieros internacionales y la pandilla burguesa mafiosa, evidencian la frescura y validez de la afirmación de El Manifiesto. La lucha de clases es el mecanismo que impulsa el desarrollo histórico hacia la desaparición de este sistema de explotados y explotadores y de su fundamento económico, la propiedad privada de los medios de producción.

AQUEL HERMOSO CAPITALISMO DE BIENESTAR

La otra crítica que se ha dirigido al sistema conceptual del Manifiesto Comunista ha sido referida a las predicciones que, tanto en este folleto como en otras obras, especialmente El Capital, Marx formulara con respecto al capitalismo. En síntesis, lo que El Manifiesto anuncia es, por un lado, una creciente tendencia a la concentración del capital, manifestado, en el plano político, en la aparición del Estado Moderno como “una Junta que administra los negocios de toda la clase burguesa”. Y por el otro, una similar tendencia a la desaparición de las clases intermedias, convirtiendo en proletarios al resto de la sociedad y un creciente empobrecimiento de estos últimos: “Estos obreros, obligados a venderse al detalle, son una mercancía como cualquier otro artículo de comercio, sujeta, por tanto, a todas las vicisitudes de la competencia, a todas las fluctuaciones del mercado”.

Presidentes y primeros ministros, generales, premios Nobel de economía, profesores universitarios, filósofos de distintas escuelas y procedencias, literatos, comentaristas, periodistas, actores de cine y últimamente, hasta, modelos han invertido toneladas de tinta en demostrar con distintas argumentaciones de qué manera Marx y Engels le habían errado de medio a medio; que lejos de concentrar el capital en pocas manos y proletarizar y empobrecer al resto de la sociedad, el capitalismo no hacía sino crecer incesantemente la riqueza de todos, generar un mundo de abundancia casi infinita, y convertir a sus países en paraísos de clase media. EE.UU., Alemania Occidental, Francia, Inglaterra eran presentados como la respuesta fáctica a las consideraciones marxistas. En ellos, -según, por ejemplo, el vulgar filósofo reaccionario Karl Popper, quien ha encandilado a muchos sedicentes “filósofos nacionales” hoy lenguaraces del menemismo- el Estado y su doctrina, el liberalismo, “reforzó las instituciones sociales para la protección del débil de los económicamente fuertes”, sin necesidad ni de lucha de clases, ni de organizaciones obreras y, mucho menos, revoluciones expropiadoras y autoritarias. Para estos críticos, sólo en los países donde el capitalismo no se había impuesto la gente sufría de desabastecimiento, de miseria, de falta de comodidades, de pobreza y de totalitarismo. Así la URSS y los países del ex bloque socialista y los países del Tercer Mundo que intentaban formas independientes de desarrollo industrial, eran el ejemplo apodíctico del grueso error de las predicciones marxistas. Durante los años que van entre el final de la Segunda Guerra Mundial y los años ochenta este ataque a los postulados marxistas tuvo una profunda eficacia. Una mirada superficial y ligera de Europa llevaba a la fácil afirmación de que los beneficios y mejoras alcanzados por los países antes mencionados convertían en papilla las críticas del socialismo.

Tan sólo unos pocos años después este argumento se desvanece como lo que es, una ilusión para los bien intencionados, una burda patraña para sus bien pagos expositores. Veamos.

A partir de la crisis de 1929, el capitalismo entró en una etapa distinta a las que hasta entonces había atravesado, en la que el pensamiento y la orientación de Lord Keynes tuvo un papel fundamental. Se inició la etapa del capitalismo keynesiano. Hasta ese momento, las burguesías imperialistas del mundo central se regían por los principios que Marx y Engels describen en El Manifiesto: libre mercado, laissez faire, ausencia del estado en la actividad económica, carencia total o gran debilidad de sindicatos, derechos sindicales, convenios colectivos, indemnizaciones por despido, reglamentación del trabajo de la mujer y los niños, etc. La crisis devastadora del año 29 provoca una creciente alarma en las burguesías imperialistas y las lleva a pensar que el Estado tiene algo que hacer en estas situaciones para mantener la maquinaria en marcha. Desde el New Deal en adelante, pasando por las tempranas experiencias de la llamada economía mixta sueca o de los más autoritarios y despóticos métodos de la Alemania hitleriana, todos los países capitalistas adoptan, en mayor o menor grado, una participación activa del Estado en la producción y en la actividad económica en general. Aparecen los programas sociales para los sectores más desprotegidos, los grandes planes de vivienda, la concertación entre las grandes empresas y los sindicatos, los convenios colectivos y, hasta el Derecho Laboral como rama independiente del Derecho Civil.

Hay otro hecho que empuja a las burguesías centrales a adoptar estas políticas: la existencia y desarrollo de la Revolución Rusa y la influencia que sus banderas tienen en el movimiento obrero del mundo capitalista avanzado. Era necesario encontrar una forma que garantizase la vigencia del capitalismo y de la propiedad privada burguesa, que solucionase los problemas de sobreproducción y que mantuviese a la clase obrera alejada de las tentaciones de la joven República Soviética. Esa fue la fórmula que Lord Keynes tenía para ofrecerles.

Además, y tangencialmente al tema que estamos tocando, esta forma de capitalismo tuvo una rápida aceptación en los países semicoloniales o periféricos, puesto que les daba a sus débiles burguesías nacionales el instrumento que buscaban para encontrar una forma de acumulación capitalista independiente. Todo el proceso de nacionalizaciones que comienzan en la década del ´30 y, fundamentalmente, se continúan en la inmediata posguerra, tiene, en más o en menos, estos elementos teóricos. Desde Perón, en nuestro país, hasta Sukarno en Indonesia o Nehrú en la India, todos ellos ensayan formas de capitalismo protegido por el Estado nacional de la voracidad imperialista y de la debilidad orgánica de sus propias burguesías.

 

La consolidación de la Unión Soviética y el stalinismo después de la guerra tiene como resultado el fortalecimiento del capitalismo keynesiano en toda Europa Occidental. A los datos antes mencionados se agrega la satisfacción de la demanda postergada, por la producción bélica, de sus mercados internos El legendario bienestar de los suecos y escandinavos en general, la estabilidad y el fenomenal crecimiento de la economía alemana, la continuidad bajo distintas formas de las políticas sociales de Roosevelt en los Estados Unidos se fundaron en la necesidad, a nivel global, de las burguesías de controlar las crisis cíclicas y demostrar que sus propias clases obreras vivían mejor que los obreros rusos o del bloque socialista. Lo primero tendría a la larga una consecuencia inflacionaria que, en el caso de los EE.UU. pudo manejar exportándola a la periferia. Lo segundo finalizaría con la desaparición del otro polo de la comparación.

Hoy la burguesía metropolitana vuelve a mostrar su verdadero rostro: el de la sobreexplotación y el desempleo, el mismo que siempre mostró a los trabajadores y los pueblos semicoloniales. Europa tiene las tasas más altas desde la década del ´30.  En la otrora exitosa España del destape posfranquista la cifra asciende al 20%. En todos lados las afiladas tijeras de los ministros de hacienda recortan los fondos para la ayuda social, los jubilados, la salud, la educación, las madres solas y solteras, los niños.

Los obreros de los países centrales han comenzado irreversiblemente a experimentar la misma pérdida de todos los derechos laborales y sindicales que tan bien conocen los trabajadores argentinos. Los desempleados franceses han ocupado durante varios días las oficinas de ayuda social y hasta el templo máximo del capital financiero, la Bolsa de París, exigiendo un aumento del seguro de desempleo, que el gobierno del “socialista” Jospin les ha negado.

La salvaje reaparición del capitalismo ha significado para los obreros de los antiguos regímenes stalinistas: “una fuerte caída en la producción, un enorme empobrecimiento de la población, con una gran polarización entre pobres y ricos y un aumento de la inestabilidad política”, según declaraba tiempo atrás Elena Poutivtseva, joven dirigente obrera rusa, ante un periódico español[2] . Y agregaba: “A menudo la gente que trabaja no cobra su sueldo. Estar sin cobrar durante dos o tres meses es considerado algo normal. Cuando el retraso alcanza ya el año o el año y medio surgen las protestas, y aún así no es seguro que puedas cobrar los atrasos.”

La consecuencia de esto ha sido una brutal concentración del capital. En EE. UU., “el 0,5% de las familias están en posesión de la mitad de los patrimonios financieros en manos individuales. El 1% de la población de los EE.UU. aumentó su participación en el PBI de un 17.6% en 1978 a un sorprendente 36.3% en 1989”[3].

“El obrero moderno, por el contrario, lejos de elevarse con el progreso de la industria, desciende siempre más y más por debajo de las condiciones de vida de su propia clase”, afirma el texto escrito en 1848, desmintiendo con la fuerza de los hechos el coro de apólogos de la Arcadia capitalista.

El crecimiento canceroso del capital financiero y el derrumbe de la Unión Soviética y del llamado bloque socialista terminó con la necesidad de Lord Keynes, el estado de bienestar, la situación privilegiada de las clases obreras centrales y del Estado protector. El capitalismo ha vuelto a las condiciones de 1914, de antes de la Primera Guerra Mundial. Como en una especie de dantesco ciclo de eterno retorno, el final del siglo, según la interpretación del historiador inglés Eric Hosbawm, nos encuentra en el mismo punto que en su comienzo. Los principales problemas a los que se enfrentó han quedado pendientes y esto, que el periodismo simplista y ramplón ha llamado oscuramente globalización, es la imposición por cualquier medio de las condiciones de sobrevivencia del gran capital imperialista en una escala planetaria, sólo cuantitavamente diferente a la de 1900.

“Los proletarios no tienen nada que salvaguardar, tienen que destruir todo lo que hasta ahora ha venido garantizando y asegurando la propiedad privada existente”, decía en 1848 El Manifiesto Comunista. Los ojos de sus autores escrutaban nuestro presente.

LOS OBREROS Y LA PATRIA

Lo que sus ojos no podían ver, porque no eran astrólogos ni charlatanes televisivos, era el desarrollo particular y concreto de los acontecimientos históricos. Su visión del mundo, como decíamos antes, estaba determinada por el momento en que vivían. Su conocimiento del mundo ajeno a Europa era escaso y, en algunos aspectos, nulo. En general, el conocimiento histórico y social sobre el mundo oriental y no europeo comienza después de la aparición del Manifiesto. Marx, Engels y el puñado de militantes que suscribieron el Manifiesto Comunista se definían como internacionalistas, es decir estaban en contra de las fronteras europeas. Consideraban que el proletariado de los distintos países de Europa no podía ser arrastrado por sus respectivas burguesías a guerras que no tenían otro objeto que la realización de los intereses de las clases dominantes. “Los obreros no tienen patria”, afirma El Manifiesto. Y esta afirmación ha generado ríos de tinta y extravíos ideológicos de todo tipo. Durante años, doctrinarios socialistas pequeño burgueses se han enfrentado a los trabajadores concretos que, en los países sometidos al imperialismo, asumen las tareas de la liberación nacional.  En nombre del internacionalismo, los partidos Socialista y Comunista de la Argentina condenaron a los obreros peronistas de 1945. Aún hoy, notables izquierdistas dudan entre Bill Clinton o Tony Blair y Saddam Hussein.

Pero el internacionalismo de Marx y de Engels no era abstracto y doctrinario, si bien estaba impregnado de un flagrante eurocentrismo de filiación hegeliana. Militantes decididos y con las armas en la mano en las guerras revolucionarias por la unificación alemana, sabían de lo que hablaban. Por eso agregaban a la afirmación anterior: “Mas, por cuanto, el proletariado debe en primer lugar conquistar el poder político, debe elevarse a la condición de clase nacional, constituirse en nación, todavía es nacional, aunque de ninguna manera en el sentido burgués”. Y más adelante, cuando se refieren a la actitud de los comunistas respecto a los otros partidos de oposición, sostienen sus autores: “Entre los polacos, los comunistas apoyan al partido que ve en una revolución agraria la condición de la liberación nacional”. Explícitamente, aunque sin desarrollar, Marx y Engels ven la posibilidad de que la clase trabajadora apoye un partido patriota, es decir luche por construir una patria. Y el desarrollo ulterior de la lucha por el socialismo volvió a plantear el tema.

La perspectiva de tiempo que Marx y Engels tenían ante sí era muy corta. Imbuidos de un admirable optimismo revolucionario, por un lado, y de una sobrevaloración de las condiciones de madurez del capitalismo y del movimiento socialista, por el otro, pensaban en un período no mayor de cinco, a lo sumo de diez años.  Hoy sabemos que esto no fue así. La primera revolución socialista se produjo casi sesenta años después de la aparición de su folleto y no fue en Alemania, tal como allí lo suponían, sino en el país más atrasado de Europa, en la Rusia del absolutismo zarista.

Y no sólo eso. El fuego del Octubre ruso extendió sus llamas, no hacia el avanzado Occidente de los grandes partidos obreros y de las grandes organizaciones sindicales, sino que lo hizo hacia Oriente, hacia el mundo de los campesinos condenados al primitivismo, de países esclavizados por potencias extranjeras, con un débil desarrollo de sus fuerzas productivas y en los cuales las grandes banderas de la independencia nacional constituían el eje aglutinador de toda transformación revolucionaria. Fue en China, en Corea, en Vietnam, en Cuba, donde la herencia de El Manifiesto encontró terreno propicio.

Y además lo hizo mediado por la degeneración teórica y política que significó el stalinismo. El pensamiento que conduciría a la victoria a la clase obrera del país económicamente más avanzado de Europa, se convirtió, por otra burla trágica de la historia, en el arma de combate de partidos comunistas influidos por burócratas stalinistas, dirigiendo un ejército de campesinos, en países donde la clase trabajadora virtualmente no tenía existencia significativa. Esto explica, en parte, las dificultades y hasta retrocesos que la lucha por el socialismo ha sufrido a lo largo de estos años.

Mientras tanto los trabajadores de los países centrales gozaron después de la Segunda Guerra Mundial de su relativo privilegio. Por un lado, las burguesías imperialistas subsidiaban, sobre la base de la renta semicolonial, el alto nivel de vida de sus obreros. El estado de bienestar keynesiano fue el narcótico que adormeció la conciencia de los trabajadores del capitalismo central. Lentamente los partidos comunistas europeos, embrutecidos teóricamente por el escolasticismo stalinista, derivaron hacia formas de oposición socialdemócrata, expresando en términos políticos el adormecimiento de la fuerza revolucionaria de la clase obrera satisfecha y su alejamiento de la clase obrera del mundo semicolonial y la más completa ignorancia sobre la cuestión nacional de los pueblos sometidos por el imperialismo y el colonialismo que en última instancia, financiaba el bienestar de aquellos. Reproducían, de alguna manera, la conducta de la Segunda Internacional, en los años previos a la Primera Guerra, donde el pensamiento socialdemócrata justificaba y ponderaba el papel del hombre blanco en el mundo asiático y africano. Los altos salarios, el consumismo y una profunda despolitización parecían alejar indefinidamente el escenario de la revolución en el mundo del capitalismo avanzado.

Es esto lo que ha terminado. El capitalismo en su versión agónica, con preeminencia del capital financiero, ha vuelto a mostrar su rostro cadavérico. Hoy los obreros europeos y norteamericanos se enfrentan a las mismas condiciones que sus compañeros latinoamericanos y asiáticos. No hay santuario para la explotación capitalista. La guerra fría, la existencia fantasmal de la URSS, han desaparecido. La burguesía, sin visibles enemigos en el horizonte, ha comenzado a recoger sus ganancias. La ley de hierro de la plusvalía ha vuelto ha vuelto a hermanar a los obreros de ambos lados del Atlántico. Por otra parte, el colapso de la URSS y de los países del socialismo real ha tenido una insospechada consecuencia. Los obreros de Alemania hoy conviven en las fábricas con sus camaradas provenientes de la antigua Alemania Democrática. Estos camaradas traen su formación socialista, su cultura obrera, que, aun bastardeada por la barbarie stalinista, conserva sus valores de igualdad y anticapitalismo. El proletariado europeo se reencuentra con sus viejas tradiciones, interrumpidas por la Guerra Fría y la lucha contra el comunismo. Esto abre, como nunca, desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial, la posibilidad de una renovación del pensamiento marxista revolucionario, a la luz de las nuevas realidades del capitalismo imperialista agónico. Este hecho es también de una magnitud impredecible. La lucha de clases, ese mecanismo sobre el que El Manifiesto puso una luz definitiva, ha vuelto por sus viejos fueros en el mundo capitalista central. Hoy, más que nunca en los últimos cincuenta años, el proletariado europeo puede hacer uso de la palabra.

El socialismo, que es internacionalista, que brega por la hermandad de todos los hombres en una sociedad sin clases y sin fronteras, en la que el Estado se disuelva hasta desaparecer, perdiendo su carácter represivo, para dejar de ser administrador de los hombres y convertirse en simple administrador de las cosas, ha sido y es el más ferviente defensor de la independencia política, económica y cultural de los pueblos y naciones oprimidos por el imperialismo. Entrelaza en las tareas políticas de la clase trabajadora la abolición del yugo de toda dominación extranjera y de toda explotación. Los trabajadores y oprimidos del mundo capitalista avanzado cuentan con la solidaridad de sus hermanos del mundo periférico. Y, recíprocamente, los trabajadores y los pueblos oprimidos por el imperialismo tienen confianza en la conciencia proletaria de los obreros que en las metrópolis son explotados por los mismos amos.    

 

Las ideas centrales de este luminoso folleto mantienen una prodigiosa lozanía y actualidad. Como afirmaba León Trotsky, en 1938, con motivo de los noventa años de El Manifiesto, “Este panfleto... nos sorprende aún hoy por su frescura. Sus secciones más importantes parecen haber sido escritas ayer”.

            Sus críticos han sido sepultados en el olvido. Y el capitalismo no ha podido ni podrá resolver los problemas esenciales de la infinita mayoría de la raza humana. Por el contrario, sólo los empeorará. Los próximos ciento cincuenta años verán desplegarse nuevamente las banderas rojas de la libertad y la emancipación del género humano

Las tareas de la liberación nacional y del patriotismo significan, para los trabajadores de nuestro país y de América Latina, la lucha por las condiciones mínimas de existencia. En el curso de esa lucha los trabajadores se constituirán en el caudillo social de las grandes masas explotadas para expulsar al imperialismo de sus fronteras, retomar el desarrollo de sus fuerzas productivas, abolir los privilegios de las clases dominantes, instaurar formas de democracia obrera y generar las condiciones para la gran unidad de una América Latina Justa y Libre. Esta lucha no se ha detenido nunca. Ha sufrido avances y retrocesos. Pero las banderas de la Revolución Cubana se mantienen desplegadas y altivas.

Los trabajadores argentinos han experimentado, en los últimos años, la más grave enseñanza política, la producida por la claudicación. Pero saben que no pueden detenerse en lamentos. Las movilizaciones de Santiago del Estero, Jujuy, Neuquén, la lucha de maestros y jubilados, los reclamos activos de los desocupados son muestras de que la marcha se ha reiniciado. Tienen por delante la más grande de todas las tareas, la de liberar al conjunto del pueblo argentino de sus explotadores históricos. Las ideas centrales y básicas del Manifiesto Comunista siguen siendo la piedra basal de esta ciclópea tarea.



[1] Artículo escrito con motivo de la celebración, en febrero de 1998, del sesquicentenario de la publicación del Manifiesto Comunista.

[2] Entrevista a Elena Poutivtseva, El Militante, Nº 108, año 1997, Madrid, España

[3] Fuente: "Socialist Appeal In Defence of Marxism". Londres, enero 1998.