Fui a despedir a uno de los hijos más preclaros del proletariado
argentino. Fui a despedir a Raimundo Ongaro.
En el año 1968, hace casi cinco décadas, me acerqué como
estudiante de derecho de la Universidad Católica Argentina a la
Federación Gráfica Bonaerense, a ese primer piso, donde hoy fue
velado, para formar parte de los miles de estudiantes que la
convocatoria de Raimundo Ongaro y de la CGT de los Argentinos había
formulado para acercarnos al mundo desconocido de la clase obrera y
el movimiento sindical.
En ese mismo salón lo conocí a él, a Atilio Santillán, a
Benito Romano (dirigentes legendarios de la FOTIA), a Pancho Gaitán
-al que hoy volví a abrazar emocionado-, a Ricardo de Luca, a
Alfredo Ferraresi y a toda esa generación de dirigentes obreros, de
gremios pequeños y medianos, que nos habían llamado para luchar
contra la dictadura de Onganía y Krieger Vassena.
En ese mismo salón que hoy atronó de aplausos de adiós y de
gracias al longevo gigante que partía, conocí a Rodolfo Walsh y a
Pajarito García Lupo, los redactores del mítico periódico de la
CGT de los Argentinos. Ahí tomé contacto, por primera vez, con unos
compañeros que repartían el periódico Lucha Obrera, del Partido
Socialista de la Izquierda Nacional. Sus nombres aún me acompañan:
Horacio Cesarini, Roberto Vera, Rodolfo Balmaceda. Y ese encuentro
con ellos determinó toda mi vida adulta. Ahí me asumí como un
hombre de la Izquierda Nacional, definición que aún me acompaña.
La presencia de Cristina Fernández de Kirchner, esta mañana, en
ese mismo salón, puso un lazo entre aquellos años juveniles,
aquellas luchas en las que fuimos tantas veces derrotados, y los
últimos doce años, en los que muchos de esos ideales que llenaban
esa casa de sueños y aspiraciones, se vieron realizados como
políticas de Estado.
Ese mismo salón estaba hoy tan repleto de gente como lo estaba
entonces, y muchos, pero muchos de ellos éramos los mismos, como yo,
más grandes, con más golpes y cicatrices, más experimentados y,
quizás, más sabios, pero con la misma confianza en la la victoria
final de las banderas de la Patria y los trabajadores. Despedíamos a
uno de los mejores, a un obrero de viejo cuño, de aquellos obreros
que leían a Dostoyevsky en la linotipo mientras componían las
galeras, de cuyas manos y de su artesanal capacidad salían libros,
periódicos de combate, volantes insurreccionales y llamamientos a
aplastar al monstruo burgués. Despedíamos a un hombre con una vida
cruzada por la lucha, por el enfrentamiento último y decisivo entre
explotadores y explotados, lucha en la que había perdido todo o casi
todo, menos el diamante resplandeciente de su voluntad y su
compromiso con sus hermanos de destino.
Con Raimundo Ongaro se ha ido una parte riquísima de la historia
de la clase obrera argentina, de la columna vertebral del peronismo,
de la que saldrá a la calle con los dirigentes a la cabeza o con la
cabeza de los dirigentes, como rezaba su consigna convertida en
banderola, en cuadros de Carpani, en cánticos callejeros, en piedras
contra la opresión del país de la oligarquía y el imperialismo.
Hoy volvimos a encontrarnos, como digo, muchos de los que
llenábamos ese salón donde despedimos al gigante. Pero también
encontramos a muchos, muchos más que habían nacido veinte, treinta
años después de esos días y que, sin embargo, volvían a dar sus
votos por la misma lucha que encabezó de modo ejemplar el
inolvidable Raimundo Ongaro. Solo la muerte inevitable pudo vencerlo.
Pero el milagro de la vida se extendía en los miles de jóvenes,
hombres y mujeres, que hoy también le dieron el adiós al dirigente
sin par.
Buenos Aires, 2 de agosto de 2016
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