26 de noviembre de 2024

El eterno retorno de la Democracia Colonial

Hace 41 años, el 30 de octubre de 1983, el país recuperaba su régimen constitucional, después de siete años de una feroz dictadura cívico-militar que superó todos los límites imaginables en cuanto a crímenes estatales. Pero que, además, realizó, hasta el límite de lo posible entonces, el programa histórico de la oligarquía y el imperialismo, puesto en marcha el 16 de septiembre de 1955, e intentó destruir el sistema de economía nacional construido durante los 10 años de los gobiernos de Juan Domingo Perón.

Esa vuelta al régimen constitucional estuvo sostenida, en el plano interno, por el hastío y repudio del pueblo argentino a su política, liberal en lo económico y brutalmente despótica en lo político-institucional. No obstante, el factor determinante en la caída del llamado Proceso de Reorganización nacional fue la derrota militar sufrida por la Argentina en su legítimo intento de reconquistar para la soberanía nacional el territorio ocupado militarmente por el Reino Unido en las Islas Malvinas e Islas del Atlántico Sur.

Esa derrota impregnó, como no podía ser de otra manera, el restablecimiento de la Constitución Nacional de 1853. El imperialismo y las clases sociales argentinas asociadas a él –la vieja oligarquía, el capital financiero y el capital imperialista- descubrieron, de la noche a la mañana, que esas FF.AA. habían dejado de ser confiables. No importaban ya su adscripción sumisa a la Guerra Fría, ni su intervención militar en Nicaragua, ni el Plan Cóndor y sus crímenes. Esos militares, llevados por un viejo nacionalismo territorial, habían quebrado el orden internacional y habían puesto bajo amenaza la dominación británica en el Atlántico Sur, para no mencionar la política nuclear que había logrado alcanzar el proceso completo de la producción de uranio enriquecido. Era necesario encontrar otro sistema, otro mecanismo, otro régimen que garantizara la obediencia del lejano país patagónico a los dictados de Washington.

La “democracia colonial”

Y en esas condiciones llegamos a las elecciones de 1983 y a la presidencia de Raúl Alfonsín. Comenzó el período que, desde la Izquierda Nacional, llamamos de “democracia colonial”. Los sectores dominantes internos y el imperialismo, fundamentalmente yanqui, pergeñaron un sistema por el cual los argentinos haríamos por las buenas lo que los militares nos hacían hacer por las malas. Se inició un fallido intento de destruir o debilitar al máximo al movimiento obrero organizado. Se puso en marcha, ya desde la campaña electoral, el intento de establecer una complicidad entre el peronismo y la dictadura, pretendiendo ignorar que el golpe se había dado, justamente contra el gobierno peronista y que habían sido los dirigentes y militantes peronistas los que sobrellevaron la peor parte de la represión, a punto de mantener presa a la presidenta destituida durante cinco años. Si bien se inició un proceso de enjuiciamiento a la Junta y a los militares acusados de gravísimos crímenes, nunca se investigó ni se estableció debidamente la responsabilidad de civiles (políticos, economistas, empresarios, periodistas, etc.) sobre lo ocurrido entre 1976 y 1983. Todo quedó reducido a una cuestión de militares. Como lo sintetizó Jorge Abelardo Ramos, inmediatamente después de las elecciones del 83: “La utopía alfonsinista consiste en la pretensión de restaurar las 'instituciones democráticas' sin alterar la naturaleza de la factoría semicolonial. Por tal razón, dichas instituciones serán sumamente frágiles1.

Al no tocar en lo más mínimo la herencia económica dejada por la dictadura el gobierno de Alfonsín terminó tristemente en una hiperinflación, mejor dicho en dos momentos hiperinflacionarios, el último de los cuales ocurrió inmediatamente después de las elecciones. El autor de “con la democracia se come, se cura, se educa” debió retirarse anticipadamente del poder, sin haber dado solución a ninguno de los tres problemas que la democracia resolvería por su ínsita eficacia. La “democracia colonial” dio paso a su segunda etapa. El intento de crear una suave sociedad de bienestar socialdemócrata, basada en la renta agraria, sin industria y contra los sindicatos, había fallado.

Con ello, el establishment económico -como se lo comenzó a llamar periodísticamente al conjunto de clases sociales beneficiadas y sostenedoras de la dictadura- impuso fuertísimos condicionantes al gobierno recientemente electo y no asumido. No viene al caso discutir aquí si el gobierno de Menem hubiera sido distinto de no haber existido ese golpe económico que fue la hiperinflación.

Menem continúa la labor de la dictadura

El hecho es que Menem entregó simplemente la conducción económica a los mismos grupos y sectores que la habían conducido durante la dictadura de Videla, Viola y Galtieri. Durante los 10 años del gobierno menemista, continuó el proceso de concentración y de financierización de la economía argentina y de hegemonía de los grupos concentrados nacionales y extranjeros en la política argentina. La tarea desnacionalizadora y de hegemonía del capital financiero iniciada por Martínez de Hoz continuó sin interrupción con la dupla Domingo Cavallo-Roque Fernández. La reacción del nacionalismo militar, expresada por el Coronel Mohammed Alí Seineldín, fue aplastada sin miramientos y el país se plegó sin condiciones al Consenso de Washington.

El colmo, en materia de política internacional de ese período, fue la participación de Argentina en la llamada guerra del Golfo, adonde envió al destructor Almirante Brown y a la corbeta Spriro. La bandera de Belgrano, que significó para los pueblos americanos una enseña de libertad al punto de que sus colores iluminan las banderas de varios países, encabezó, por ramplonas razones de alfabeto, el desfile de las tropas imperialistas en la Quinta Avenida de Nueva York, después de finalizada la ocupación yanqui en Irak.

Y la guinda en la copa melba del hegemonismo liberal cipayo fue la reforma constitucional de 1994. Otra vez, nuestra Carta Magna estaría determinada por una relación de fuerzas político-sociales desfavorables y hostiles a los intereses del conjunto del pueblo argentino. Tan solo la Constitución del 1949 -de breve vigencia- respondió a una constitución real del pueblo argentino donde los intereses de las grandes masas populares se imponían por sobre las minorías oligárquicas. El cachivache de la ciudad autónoma de Buenos Aires, la provincialización de los recursos naturales, el tercer senador, entre otros puntos, coronaron las políticas iniciadas en marzo de 1976 y, de alguna manera, nunca interrumpidas.

Los 10 años de la presidencia de Carlos Menem fueron altamente corrosivos para el movimiento surgido del 17 de octubre de 1945. A partir de estaa fecha, la política de Perón había sido generar las condiciones de un capitalismo autónomo, en el que el Estado cumplía el papel que la débil y tardía burguesía retaceaba, apoyado en las grandes masas populares y, sobre todo, en la clase trabajadora. En 1999, el peronismo, bajo la conducción menemista, había entregado al extranjero ENTel, YPF, Aerolíneas Argentinas, más SEGBA, Obras Sanitarias, YCF y Somisa. Entregó las relaciones exteriores a los EE.UU. y facilitó la concentración del capital financiero. Todo esto corrompió de manera inexorable a toda la dirigencia peronista. Todo aquel que no lograba su millón de dólares era considerado un fracasado. Las viejas banderas históricas habían quedado en manos de muy pocos: el Movimiento de los Trabajadores Argentinos (MTA), algo en Los 8, grupo de diputados disidentes al menemismo, y pequeñas organizaciones políticas sin representación parlamentaria.

Por fin, los argentinos hacíamos por las buenas lo que la dictadura nos hacía hacer por las malas. La “democracia colonial” brillaba como nunca.

“En cierta medida -medida que solo podría apreciarse 12 o 13 años después- el peronismo comenzaba a vivir el mismo recorrido entrópico que habían experimentado las corrientes políticas similares en el continente. La paridad con el dólar, la entrada masiva de dólares a través de las privatizaciones -brutales y salvajes-, la aparición de la telefonía celular, la explosión de los instrumentos digitales -computadora, internet, etc.- generaron una ilusión que arrastró, no solo a una mayoría de dirigentes, sino a una mayoría del pueblo argentino que creía haber entrado en la modernidad que, hasta ese momento, se le había negado”.

“David Ricardo había observado, unos 150 años antes que: 'La misma causa que puede acrecentar el rédito neto del país, puede al mismo tiempo hacer que la población se vuelva sobrante y deteriorar la condición del trabajador'. Solo a partir del nuevo siglo ese fenómeno comenzó a perforar la euforia que los viajes a Miami habían producido en amplios sectores, hasta entonces populares en cuanto a su definición política”2.

La crisis del bloque hegemónico de 2001

El gobierno de Fernando de la Rúa, con el mismo ministro de Menem, el inefable Domingo Cavallo, no hizo otra cosa más que continuar con el modelo, pero cuando este ya estaba llegando a sus estertores finales. La desocupación, el cierre de empresas, el empobrecimiento general de la sociedad, el ahogo producido por el pago de la gigantesca deuda externa heredada y aumentada generaron una crisis de tal magnitud que hizo que el establishment económico que, hasta ese momento había sostenido a los gobiernos de la “democracia colonial”, retirara silenciosamente su apoyo e, incluso, entrara en una profunda crisis interna.

Las poderosas movilizaciones del 19 y 20 de diciembre del 2001 corrieron al ministro entregador, primero, y al presidente y su inepta troupe, después. Pasados tantos años, quizás sea importante destacar que uno de los más entusiastas comentaristas de la rebelión porteña de esos días no era otro que el periodista Eduardo Feinman3, siempre al servicio de sus mismos patrones. Había ocurrido lo que la ciencia política ha llamado un quiebre en el bloque hegemónico.

El gobierno había sido echado por medio de mecanismos democráticos revolucionarios. Pero esos mismos mecanismos no estaban en condiciones de poner un nuevo gobierno. Por esta razón, la continuidad institucional estuvo determinada por las mismas instancias forjadas durante la hegemonía del bloque oligárquico, pero en condiciones de una gran movilización popular.

El resultado fue el gobierno, de una semana de duración, de Adolfo Rodríguez Sáa, cuyas dos principales y trascendentes medidas fueron la moratoria de la deuda externa -medida que se venía postergando desde 1984- y el acercamiento a las organizaciones de derechos humanos, principalmente Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Por primera vez, bajo el régimen constitucional se volvía a sentir un gobierno que expresaba y llevaba adelante profundas aspiraciones populares, más allá de su capacidad de poder llevarlas adelante. Su debilidad era enorme. Producto de una mera votación parlamentaria la conspiración, gestada en el seno del peronismo y de los sectores empresarios (UIA y Clarín), comenzó al día siguiente de su asunción.

Eduardo Duhalde, a la sazón senador nacional, era ya un producto de los 20 años de “democracia colonial”. Incapaz de enfrentar a Menem, se imaginó como su posible sucesor y superador. Su campaña en las elecciones de 1999, enfrentando a de la Rúa, fue lamentable. Consciente de que la política económica liberal de Menem-Cavallo había entrado en un profundo rechazo popular, pero temeroso de contradecir al riojano, sostuvo en la campaña “que la política de Cavallo se había agotado por exitosa”. Temeroso de que Rodríguez Sáa intentase continuar su presidencia provisional hasta completar el período de de la Rúa, reunió a un grupo importante de gobernadores, en su mayoría bastante “menemizados”, le cortó la luz a la residencia presidencial de Chapadmalal, logrando la renuncia del presidente provisional.

Una nueva asamblea legislativa nombró a Eduardo Duhalde como nuevo presidente provisional y hace su célebre e irresponsable compromiso: “El que depositó dólares, recibirá dólares. El que depositó pesos, recibirá pesos”. La sombra ominosa de Videla y Martínez de Hoz, de Alfonsín y Sourrouille, de Menem, de la Rúa y Cavallo volvía a desplegarse sobre el nuevo presidente. Las fuerzas populares de diciembre del 2001 no terminaban de modificar la deletérea influencia que la hegemonía del capital financiero impuso en el sistema político argentino.

Imposible de cumplimentar su irresponsable promesa, Duhalde decretó la inevitable salida de la convertibilidad. El resultado de ello fue un salto de 20 % en el nivel de pobreza de Argentina. Se necesitaron cuatro años de un gobierno exitoso para que la Argentina volviera al nivel de pobreza del 2001, que ya era altísimo.

La incorporación de Roberto Lavagna al Ministerio de Economía logró reimpulsar la economía y terminar con el “corralito” de Cavallo y de la Rúa. Los altos precios de las commodities argentinas fueron de inestimable ayuda. A su vez, mantuvo la moratoria sobre la deuda externa y la Argentina no pagó a ninguno de sus deudores durante el período.

La llamada “Masacre de Avellaneda”, ejecutada por la policía de la Provincia de Buenos Aires, y el repudio que ello generó en una sociedad que, desde el 2001, estaba políticamente movilizada, obligaron a Duhalde a adelantar las elecciones para el mes de abril.

En esas condiciones, se llegó a los comicios. El peronismo, por primera vez en su historia, llevó tres candidatos a presidente: Carlos Menem, Adolfo Rodríguez Sáa y Néstor Kirchner, impulsado este último por el propio Duhalde. El último de los nombrados era desconocido para la inmensa mayoría del país. Detrás de él parecía estar la procelosa sombra de de Eduardo Duhalde, quien había fracasado en lograr la candidatura para el piloto automovilístico y gobernador santafesino Carlos Reuteman. Por razones que aún hoy permanecen ocultas, pero detrás de las cuales se sospecha la mano de su padrino político, Carlos Menem, Reuteman rechazó la propuesta de Duhalde.

Las elecciones del 2003

Las elecciones del 27 de abril de 2003 dieron un menguado triunfo a la fórmula Menem-Romero, con un 24,45%. La fórmula Kirchner-Scioli obtuvo un segundo puesto con 22.25%. La renuncia de Carlos Menem a pasar por las horcas caudinas de una segunda vuelta, que garantizaban su derrota, convirtieron al santacruceño en presidente con tan escasa base electoral.

Lo que ocurrió a continuación es historia reciente. Néstor Kirchner, con una gran habilidad política, logró dar una nueva vida a un peronismo que tenía fuertes síntomas de agotamiento. Las movilizaciones del 2001 parecían haberle dotado de una nueva fuerza popular sobre la que el nuevo presidente buscó y logró apoyarse. En buena parte retomó el programa peronista originario. La reestatización de Aerolíneas Argentinas, del Correo Argentino y TANDANOR, así como la creación de ENARSA y de Agua y Saneamientos Argentinos (AySA) marcaron un nuevo rumbo. El estado volvía a tener un papel rector en el desarrollo económico. Se logró acumular reservas, mientras la exportación de commodities agrarias generaban superavit. La “libreta de Néstor” adquirió, en esos años, el valor de una leyenda.

Esta política tuvo consecuencias notables. La Argentina consiguió, entre 2003 y 2007, un crecimiento económico con tasas del orden del 9% y sus reservas pasaron de U$S14.000 millones a más de U$S 47.000 millones en 2007.

La industria argentina creció a un promedio anual del 10,3% en términos del llamado Índice de Volumen Físico (IVF) que mide, justamente, la evolución mensual de los volúmenes de la producción física de los bienes elaborados por el Sector Industrial. A su vez el salario mínimo subió alrededor de 3,5 veces, pasando de $360, en 2003, a $1240, en 2007. En dos años, entre el 2004 y el 2006, los depósitos bancarios -el corralito había espantado de los bancos a los depositantes- crecieron un 48%.

Aprovechando la declaración de moratoria de la deuda externa formulada por Rodríguez Sáa, Néstor Kirchner propuso a los acreedores privados una quita del 75%, lo que significó una disminución de U$S 61.350 millones sobre el capital adeudado, quita que lo redujo a U$S 20.450 millones. Además del obvio efecto macroeconómico, la imposición de la quita significó un gran fortalecimiento del gobierno que, ya lo dijimos, solo había obtenido 22% de los votos.

En enero del 2006, Kirchner tomó una decisión que implicó una tranquilidad financiera que duraría, por lo menos, un quinquenio: gracias a las reservas acumuladas en solo dos años, la Argentina canceló su deuda con el FMI. Ese día transfirió al fondo U$S 9.530 millones, sobre un pasivo que tenía vencimientos programados hasta el 2009.

Por primera vez, desde el retorno al régimen constitucional, un gobierno argentino tenía la iniciativa en materia tanto política, como económica. Las poderosas movilizaciones del 2001 -y la crisis hegemónica que ellas expresaron- fogoneaban y sostenía el nuevo impulso nacional. También, por primera vez, desde las lejanas jornadas de los años 1969-1973, importantes sectores de clase media, tradicionalmente resistentes al peronismo, se sentían representados por un gobierno peronista. Desde el propio gobierno, Néstor Kirchner, a la vez que restauraba parcialmente la función estatal en la economía, asumía una fuerte campaña por los derechos humanos conculcados por la dictadura procesista lo que amplió la base política del gobierno, que había llegado a la Casa Rosada con un porcentaje de apoyo menor al porcentaje de desocupación.

No es propósito de estas líneas analizar en detalle los gobiernos de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández de Kirchner que fueron, sin duda, los más exitosos y de mayor arraigo popular de todo el período iniciado en 1983 y a los que hemos apoyado con firmeza, desde cada uno de los lugares en que nos tocó dar la pelea. Pero ninguno de los tres gobiernos, pese a su paulatino enfrentamiento con el establishment económico, logró modificar de raíz las condiciones económicas heredadas de la dictadura cívico militar y el menemismo. Ni bien los precios en el mercado internacional de nuestras commodities agrarias comenzaron a bajar -a partir del 2011-, nuevamente la economía argentina comenzó a enrarecerse. En el enfrentamiento con “el campo” el gobierno no propuso modificaciones estructurales en la apropiación de la renta diferencial por parte de los exportadores y el capital financiero. Finalmente, el rechazo en el Senado del proyecto de ley sobre las Retenciones a la exportación de granos, con el voto en contra del vicepresidente de la República, dio inicio a un lento, pero permanente, deterioro político de la presidenta de la Nación.

En las elecciones legislativas del 2009 el oficialismo perdió, por muy escasos votos, ante una alianza de la UCR, la Coalición Cívica y el Partido Socialista, pese a haber acudido a las llamadas “candidaturas testimoniales” del expresidente Kirchner, del gobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli y del Jefe del Gabinete de Ministros, Sergio Massa. Y desde entonces, el peronismo no volvió a ganar ninguna elección legislativa. Mientras tanto, a lo largo de esos años se perfilaba una nueva fuerza opositora centrada en la figura del Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Mauricio Macri, que ofrecía un programa similar a los gobiernos anteriores al 2001.

Las dos presidencias de Cristina se caracterizaron, a nuestro entender, por una profundización de las políticas vinculadas a los derechos humanos, a una reivindicación simbólica de la tradición nacional y popular, por un lado. Y por el otro, en una paulatina pérdida de impulso en el terreno económico. Nuevamente, como en la década del 50 del siglo pasado, el estrangulamiento del sector externo por la caída de precios de nuestras commodities, el fenómeno llamado con el anglicismo de “stop and go” -es decir, la dificultad de ampliar la producción industrial, más allá de ciertos límites, debido, justamente a las trabas en el sector externo- produjeron una paulatina desaceleración sin encontrar los mecanismos necesarios para superar la crisis. A ello se sumó un erróneo y estéril enfrentamiento con una buena parte del movimiento obrero -sobre todo la CGT y los gremios industriales- y un también paulatino deshilachamiento electoral del peronismo en distintas expresiones y dirigentes.

Así, con dificultades económicas y a los tumbos en la interna peronista, llegamos al 2015.

Pese a las notorias mejorías vividas por el pueblo argentino, en comparación al cuadro del 2001, toda la estructura financiera facilitada por el Proceso y el menemismo, todo el chantaje agroexportador, todas las limitaciones de la “democracia colonial” seguían en pie. Habíamos avanzado en el proceso de integración suramericana como no había ocurrido en doscientos años, pero nada estaba consolidado institucionalmente. Todo podía volver a foja cero y reiniciar el ciclo contrarrevolucionario.

La vuelta de los muertos vivos

Eso y no otra cosa significó la derrota del candidato Daniel Scioli en el 2015.

El 10 de diciembre del 2015 asumió el poder político del estado una banda integrada por los representantes y los actores directos de los grandes intereses agrarios, las empresas imperialistas y el capital financiero. En un mes desplegaron su programa político que, aunque conocido, habían intentado ocultar durante la campaña electoral. No quiero extenderme aquí en las medidas económicas desplegadas durante este período, todas ellas redactadas no en la sede del poder político del Estado, sino en los estudios jurídicos, los despachos empresariales y las organizaciones del parasitismo oligárquico.

Todo ese paquete de medidas, impuestas sin la participación del Congreso Nacional, de dudosa legitimidad constitucional y en contra no sólo del 49 % que no votó al presidente herniado, tuvieron como finalidad demoler el sistema defensivo nacional construido dificultosa y parcialmente por los 12 años de la administración de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. Expresaban, en las condiciones nacionales e internacionales del siglo XXI, el programa económico de la Revolución Libertadora y del Proceso de Reorganización Nacional.

Una escasa diferencia dio el triunfo, en el ballotaje, a un gobierno que expresaba, en la campaña, y desplegó posteriormente, desde el poder, el programa histórico de las minorías antinacionales y antipopulares de la Argentina. Un grupo de empresarios transnacionalizados, de banqueros vinculados al gran capital financiero, de tecnócratas formados en los centros imperialistas, comenzó a gobernar el país, con un resultado oprobioso para el pueblo trabajador: endeudamiento externo, apertura indiscriminada de nuestra economía, cierre de fábricas, desocupación, empobrecimiento general de los trabajadores, en especial, de los sectores más vulnerables, caída del mercado interno y del consumo popular y achicamiento del Estado, por un lado, y una gigantesca transferencia de ingresos a las clases vinculadas al sector más concentrado de la economía, a los exportadores e importadores, a los grandes productores de commodities agrarias, al sector financiero y bancario y al capital imperialista, por el otro.

La “democracia colonial” había vuelto por sus fueros. Los argentinos comenzamos a experimentar una contrarrevolución sin haber hecho una revolución.

Al cabo de un año esa política estaba agotada.

En la demagogia de la campaña electoral, Mauricio Macri había prometido quitar todo tipo de impuesto sobre los salarios. A poco de asumir, en lugar de ello hizo desaparecer los impuestos a las exportaciones de commodities -principalmente soja, como se ha dicho- y a la minería -sorprendiendo a las propias empresas mineras que ni siquiera habían bregado por su desaparición-. Al hacerlo generó las condiciones para la desfinanciación del estado y, por lo tanto, se encontró en la imposibilidad técnica de cumplir con uno de sus caballitos de batalla electorales. En medio de una serie de desaguisados técnico-políticos -manejo de tiempos parlamentarios, llamada a sesiones extraordinarias, etc.- y de una desconcertante incapacidad negociadora, el Poder Ejecutivo jugó a todo o nada su proyecto de reforma de dicho impuesto. El resultado fue que, con los votos de toda la oposición -Frente para la Victoria, Partido Justicialista, Frente Renovador y parte del llamado Frente Progresista- fue aprobado un proyecto consensuado que llevaba la impronta del diputado Axel Kicillof.

Antes de cumplir su primer año de gobierno, Mauricio Macri se encontró derrotado en la calle, en el Senado, en Diputados y en los ámbitos internacionales. Para colmo de males para el gobierno, la vicepresidenta de la República, una pobre mujer con un handicap motriz e intelectual, proclamó en los medios que el presidente vetaría esa ley, si era aprobada por el Senado, que ella misma presidía.

Al año siguiente, el gobierno de Macri y el establishment económico-financiero recibió dos golpes formidables.
El alto acatamiento al paro docente y la presencia en las calles de los gremios del magisterio, el día 6 de marzo de 2017, produjeron una primera e importante derrota táctica del gobierno. Sus asesores publicitarios pensaron que una huelga y una demostración podía ser contrarrestada con las triquiñuelas y manipulaciones de una campaña electoral, donde las motivaciones del voto son diversas hasta la infinitud y donde el votante es un individuo aislado en el cuarto oscuro. Pusieron, entonces, en el centro de su dispositivo la imagen -la imagen en su sentido más estricto, una fotografía- de uno de los dirigentes docentes, el compañero Roberto Baradel, y contra él lanzaron su artillería de injurias, calumnias, sospechas y prejuicios. Y actuaron en el error de considerar que el sistema de representatividad de los sectores sindicalizados docentes era similar al de los sectores sindicalizados de los trabajadores industriales donde el conjunto de los afiliados y representados otorga un amplio margen de delegación a los dirigentes sindicales, concentrando en la figura del secretario general la representación del conjunto.

El resultado fue, entonces, una derrota estrepitosa del gobierno y de su táctica de cuño canero. Y allá quedó el presidente Macri inaugurando el ciclo lectivo en un pueblito de la provincia de Jujuy, donde las clases no comenzaron por el alto grado de adhesión a la huelga. La jitanjáfora con la que cerró su discurso sintetiza, mejor que nada, el naufragio intelectual y político del presidente. Vale la pena su transcripción completa, porque posiblemente no se encuentre antecedente alguno de semejante oquedad en, hasta ese momento, ningún presidente, constitucional o no, de la historia argentina:

“Como decía Gandhi profesor, ya que usted citó otro, que para mí hay la persona, un líder que influyó mucho en mi vida: tenemos que ser la reforma, tenemos que ser la sociedad que queremos que exista en el mundo, tenemos que hacerla nosotros, cada uno de nosotros y expresarla la verdad y eso, justamente, parte de decirnos la verdad”.

Al día siguiente, el 7 de marzo de 2017 Macri volvió a sufrir un terrible mandoble político. La CGT y la CTA, junto con organizaciones sociales, habían convocado a un acto en los alrededores del ministerio de Industria. Así lo narró Gabriel Fernández:

“El movimiento obrero argentino brindó este martes una extraordinaria demostración de fuerza en oposición a la política económica del gobierno macrista. Más de medio millón de personas se movilizaron hacia el Ministerio de Industria, cerca de la Plaza de Mayo, para rechazar la apertura económica, el techo a las negociaciones paritarias, la caída del poder adquisitivo y la desindustrialización en general”.

La convocatoria surgió de los sindicatos industriales de la Confederación General del Trabajo, con un fuerte impulso de los nucleados en la Corriente Federal de Trabajadores. Esta demanda fue adoptada como propia por la totalidad de la central y mereció la adhesión de las dos vertientes de la CTA. Junto a organizaciones sociales y políticas populares, llevaron adelante una de las jornadas de protesta más importantes de la historia”4.

Lo demás es historia reciente. En 2017, Cristina pierde las elecciones en la provincia de Buenos Aires, como candidata al Senado Nacional, frente a un rival de muy escaso volumen político, el ministro de Educación de Macri, Esteban Bullrich. No obstante ello, a partir de esas elecciones, el gobierno se desbarranca en una crisis económica.

Como lo he descripto en otro lugar5, al día siguiente, cuando Mauricio Macri pensaba haber alcanzado su apogeo y podría desarrollar sin freno su propuesta, citó, en el CCK, a los CEOs de las grandes empresas imperialistas y nacionales, a los dueños del oligopolio mediático, a los representantes de los intereses terratenientes y exportadores, para anunciarles su inmediato programa: un drástico recorte de las jubilaciones, la creación de un fondo de despidos pagado por el propio trabajador, el aumento de la edad jubilatoria y, hasta, el retorno de las AFJP -los fondos de pensión estatizados por Cristina Fernández de Kirchner-.

Y como sabemos, “siempre es más oscuro justo antes de que aparezca el día”. A partir de ese momento, el gobierno macrista no supo más que de traspiés y fracasos, tanto en sus objetivos programáticos como en la política. Cito lo escrito en aquel momento:

“El viaje a EE.UU, con el intento de destrabar la importación de biodiesel y de limones, que se ha convertido en la cuadratura del círculo de un gobierno con serias dificultades de financiación, fue estéril y lleno de gestos de inútil complacencia con el país anfitrión. Pocos días después de que la Argentina votase en contra del bloqueo económico a Cuba, el presidente pidió a Donald Trump que cortase la importación de petróleo venezolano y toda relación comercial con el país suramericano. Mientras tanto, el gobierno norteamericano volvía a enviar un embajador a Caracas y buscaba restablecer algún modo más normal de relacionamiento, después del fracaso estrepitoso de la oposición prohijada por los EE.UU. En esos mismos días, la firma Standard & Poors declaraba a la Argentina como una de las cinco economías más frágiles del mundo, justamente debido a su altísimo nivel de endeudamiento, junto con Turquía, Pakistán, Egipto y Qatar.

Ya de vuelta en el país, Macri tuvo dos nuevos e importantes traspiés que hicieron evidente la fragilidad de su fortaleza. Una reunión con los gobernadores provinciales, con los que discutiría una nueva distribución de los recursos nacionales e impuestos a ciertos productos de las economías regionales -un 20% de impuesto al vino, por ejemplo- terminó en el más absoluto fracaso ante el rechazo generalizado de la medida, incluso de parte de gobernadores de su propio campo, como el de Mendoza, provincia vitivinícola por excelencia. El malhumor presidencial terminó con una orden al ministro de Hacienda de cancelar los impuestos anunciados.

Y por la tarde vendría el golpe político más fuerte. La CGT, la central obrera, conducida por un triunvirato formado por representantes de los gremios más poderosos y negociadores, se reunió formalmente para rechazar 'de plano' la reforma laboral propuesta por el gobierno. Esa declaración permitió, obviamente, que los gremios más dispuestos a un enfrentamiento con el gobierno, como los empleados bancarios, dieran rienda suelta a su oposición, incluso llamando a un paro de actividades contra el proyecto de reforma laboral”.

Sin aliento y sin financiación privada, Macri y su financista Luis Caputo, alias “el Toto”, acudieron a Donald Trump para lograr que el FMI “saltara todos sus límites financieros y concediera a la Argentina un crédito histórico por más de 55.000 millones de dólares”6.

Había comenzado el fin del primer regreso de los muertos vivos. La Argentina semicolonial había retrocedido muchos casilleros.

Alberto Fernández, el cambio estratégico, el Covid y la deuda

En las elecciones de 2019, el voto popular puso fin al nefasto cuatrenio macrista. Mauricio Macri se convirtió en el único presidente que no pudo reelegir, después de la reforma de 1994. En aquella oportunidad escribimos:

“Ha sido una victoria extraordinaria, si se piensa que en el mes de junio las fuerzas nacionales carecían de un claro rumbo político electoral. La decisión de Cristina Fernández de Kirchner fue una decisión táctica -dirigida a ganar las elecciones- y estratégica- dirigida a cambiar el eje y la forma de enfrentamiento con el bloque dominante-. Alberto Fernández cambió, por así decir, el eje de enfrentamiento. De una política de confrontación, con un fuerte componente ideológico, se pasó a una política de reconstrucción nacional, que implica necesariamente una reconciliación”7.

Eso significó, desde nuestro punto de vista, la decisión de la ex presidenta al designar al antiguo jefe de gabinete de su marido y del cual estuviera políticamente alejada en los últimos 10 años. Tal es así que Fernández fue, durante ese período, asesor político de Sergio Massa y su Partido Renovador. La candidatura de Alberto Fernández, al analizar su trayectoria política en los años de gobiernos kirchneristas y sus puntos de vista expresados en diversos medios, no podía constituir una mera táctica electoral que simplemente sumaba votos remisos a la eventual candidatura de Cristina Fernández de Kirchner o de alguien vinculado a su entorno.

Implicaba, en los hecho, un cambio estratégico. Partiendo de la idea de que la estrategia es un planteamiento general, un plan a largo plazo que define el rumbo general, el enfrentar una nueva etapa, después del estrago macrista, con un hombre de las características políticas de Alberto Fernández significaba, necesariamente, renunciar al enfrentamiento despiadado del período anterior, intentar acercar posiciones dentro del campo enemigo y buscar allí nuevos aliados. Con ese convencimiento votamos al nuevo presidente. Y la no comprensión de este hecho, para nosotros obvio, generaría los grandes conflictos de la vicepresidenta con el presidente de la República.

Al llegar a la presidencia, en diciembre de 2019, Alberto Fernández se encontró con una pavorosa deuda externa de más de 100 mil millones de dólares, con plazos que comenzaban a vencerse en el nuevo año y con intereses y condiciones que secarían las arcas públicas de un estado que, había perdido notablemente su capacidad de recaudación. Era preciso iniciar de inmediato negociaciones con los acreedores externos, para evitar la caída en un default explícito -la Argentina se encontraba ya en un default técnico- que paralizaría por completo la actividad económica y hundiría en la pobreza, de inmediato, a tres o cuatro millones de argentinos más.

Dos objetivos inmediatos, aliviar la situación de los más sumergidos y negociar el pago de la gigantesca deuda externa, eran las condiciones imprescindibles para que la Argentina se pusiera nuevamente de pie. El incumplimiento de cualquiera de los dos, forzosamente unidos como dos hermanos siameses, debilitaría casi definitivamente al gobierno de Alberto Fernández, que en tan solo dos años debería enfrentar una elección legislativa de entretiempo. El chino Sun Tzu recomienda en alguno de sus célebres aforismo sobre la guerra: “Si no puedes ser fuerte, pero tampoco sabes ser débil, serás derrotado”.

Y esto es lo que intentó Fernández.

En febrero de 2020 se conoció un documento, firmado firmado por los dos altos funcionarios del FMI que visitaban Buenos Aires para analizar la situación de la economía argentina, donde se afirmaba:

“A la luz de estos desarrollos, y sobre la base del análisis de la sostenibilidad de la deuda de julio de 2019, el personal del FMI ahora evalúa que la deuda de Argentina no es sostenible. Específicamente, nuestra visión es que el superávit primario que se necesitaría para reducir la deuda pública y las necesidades de financiamiento bruto a niveles consistentes con un riesgo de refinanciamiento manejable y un crecimiento del producto potencial satisfactorio no es económicamente ni políticamente factible.

En consecuencia, se requiere de una operación de deuda definitiva, que genere una contribución apreciable de los acreedores privados, para ayudar a restaurar la sostenibilidad de la deuda con una alta probabilidad. El personal del FMI hizo hincapié en la importancia de continuar un proceso colaborativo con los acreedores privados para maximizar su participación en la eventual operación de deuda”.

El Fondo Monetario Internacional adoptaba el mismo adjetivo con el que el ministro de Economía Martín Guzmán había caracterizado la deuda: “insostenible”. Es decir que el superávit primario -el ajuste- necesario para reducir la deuda pública “no es económicamente ni políticamente posible”.

Y, por lo tanto, pedía a los acreedores privados -los bonistas- “una contribución apreciable”, es decir, les anticipaba que se olvidasen de recibir el 100 % de lo adeudado en carácter de capital y de intereses. El FMI, en ese comunicado de una carilla, le daba la razón al presidente Alberto Fernández y a su ministro de Economía, Martín Guzmán, que, durante las tres semanas anteriores habían recorrido las principales capitales occidentales buscando apoyo para su punto de vista. Desde la sorpresiva visita a Israel, como cada una de las entrevistas con los dirigentes italianos, franceses, alemanes y españoles y, fundamentalmente, con el Papa Francisco tuvieron como único objetivo generar las condiciones políticas para que el FMI fuese un receptor atento al planteamiento argentino.

Escribíamos en enero del 2020:

“El gobierno está llevando a cabo, con enormes dificultades, su compromiso electoral. Soluciones urgentes a los sectores socialmente más castigados y vulnerables, evitar la declaración de un default de la piratesca deuda externa -el default en lo inmediato no haría sino multiplicar el número de vulnerables, sin traerle una solución-, negociar en esas condiciones con los acreedores, intentar con los mecanismos a su alcance, es decir por métodos consensuados, detener la inflación y generar nuevamente las condiciones para un crecimiento del mercado interno, como dinamizador de la economía real.

Todo esto, rodeado de gobiernos hostiles, con un frente político variopinto y disímil, con una debilidad enorme del estado nacional, sin FF.AA. y con una clase dominante miserable y cortoplacista que solo quiere que no le toquen la parte del león que se ha venido llevando todos estos cuatro años”.

Y solo dos meses después, uno de los jinetes del Apocalipsis desplegaba su letal cabalgata sobre la totalidad del género humano. La Peste, el Covid, apilaba muertos en las calles de todas las capitales. El presidente de la República, Alberto Fernández, debió enfrentar la situación más crítica y compleja que gobierno alguno haya tenido en tiempos de paz.

Se trataba, por un lado, de negociar con las aves carroñeras del capital financiero y, por el otro, de instalar camas, respiradores y estructuras sanitarias de todo tipo para enfrentar el huracán letal del Covid 19. La cuarentena inicial sirvió para cubrir esas necesidades, pero obligó al gobierno a sostener, con subsidios estatales, a los millones de compatriotas que, repentinamente, había quedado sin ingresos. Nueve millones de argentinos y argentinas recibieron durante estos meses un subsidio, modesto, pero suficiente para no dejarlos desprotegidos en medio del vendaval. Pero además, ayudó, también por la vía del subsidio, a miles de empresas -grandes, medianas y pequeñas- a pagar los salarios que la caída de la actividad económica les dificultaría hacerlo. Vale la pena mencionar en este punto que incluso las empresas pertenecientes al cartel mediático que, desde la prensa escrita, radiofónica y televisiva, continuaba hostilizando y provocando al gobierno, llegando incluso a hablar de golpe de estado, fueron beneficiarias de esa política.

El 31 de agosto de 2020, en medio de la cuarentena, Alberto Fernández informó que su equipo económico había concluido esa tarea. El 93,7% de los acreedores privados habían entrado en el acuerdo, lo que, por mecanismos del mismo acuerdo, comprometía al 99% de los mismos. ¿Qué significaba esto? Que no habría espacio para que fondos buitres, compradores de bonos deuda defaulteada a bajo precio, pudieran acudir a los tribunales norteamericanos para exigir el pago de la totalidad de lo adeudado en esos bonos. 

El conjunto del sistema capitalista globalizado sintió, bajo la pandemia del Covid, la más poderosa caída de la producción de mercancías que se tenga memoria. Ninguna de las cíclicas y tradicionales crisis de sobreproducción puede compararse con lo que fue la industria mundial en los años 2020 y 2021. Los trabajadores dejaron de ir a su lugar de trabajo y esa ausencia, además de dejar en claro cuál es la clase social que verdaderamente produce la riqueza global, determinó el cese de toda generación de riqueza industrial.

Si esto ocurrió en sociedades industriales pujantes, como la alemana o la china, imaginemos lo que produjo en una sociedad como la Argentina, que había comenzado a sufrir el flagelo de la caída de la producción industrial, el cierre de empresas y la desocupación con los nefastos cuatro años del gobierno del capital financiero presidido por Mauricio Macri. Pero a eso debemos sumarle el inconcebible e irresponsable endeudamiento con el FMI que impuso un corsé de hierro al desenvolvimiento futuro de nuestras capacidades productivas y al manejo independiente y soberano de nuestro propio desarrollo económico. Como todas las economías del mundo, la Argentina sufrió un enorme retroceso en su capacidad productiva, sobre todo en el sector industrial urbano, ante el repliegue de la fuerza laboral a su propia casa y la caída de toda la actividad comercial. El conjunto de la clase obrera (con CUIT, con CUIL o en negro) dejó de producir, cayeron las ventas, cesó (aún con paliativos) la cadena de pagos y el conjunto de nuestra economía se debilitó sustancialmente. Sobre el desastre que significaron los cuatro años de Macri, vino la devastación de la pandemia.

Y ni bien salimos de la pandemia, que el gobierno manejó con gran eficacia, pese a una oposición irresponsable hasta lo criminal, Alberto Fernández y Martín Guzmán, ministro de Economía, debieron enfrentar, justamente, el acuerdo con el FMI. Y ahí comenzó otra vicisitud. Siempre entendimos que el acuerdo logrado con el fondo era el mejor que se podía conseguir, partiendo de la base de que un default solo dificultaba hasta el límite la salida de la crisis heredada y aumentada por la pandemia. De ahí que en enero del 2022 escribimos estas décimas celebratorias del arreglo:

Décimas a don Martín Guzmán

Don Martín Maximiliano

y de apellido Guzmán

se enfrentó con el desmán

dejado por el malsano

que nos endeudó de plano.

Primero, con acreedores

privados tuvo rigores

que achicaron el total

de una deuda que, fatal,

nos dejaba en temblores.

Los del fondo prestamista

apretaron las clavijas.

Don Martín, cual lagartija,

no le dio al apriete pista.

Con maniobras de fondista

hizo largo el regateo

y, tal como yo lo veo,

a resultas del debate,

conseguimos un empate.

No es un resultado feo.

Unos días después, el 1o de febrero, Máximo Kirchner, el hijo de la vicepresidenta de la República, renunciaba a su cargo de jefe del bloque oficialista en la Cámara de Diputados, por “no compartir la estrategia utilizada y mucho menos los resultados obtenidos en la negociación con el Fondo Monetario Internacional (FMI), llevada adelante exclusivamente por el gabinete económico y el grupo negociador que responde y cuenta con la absoluta confianza del presidente de la Nación, a quien nunca dejé de decirle mi visión para no llegar a este resultado”8.

La tensión, que se había sordamente manifestado desde la misma asunción, entre el presidente y su vice había generado un primer efecto público. En un texto, desbordado de buenas intenciones y un agitacionismo propio del movimiento estudiantil, que citaba como principio de autoridad a Néstor Kirchner, quien abonó la deuda con el FMI, el sector conducido por la vicepresidenta rompía virtualmente con un presidente asediado aún por los efectos de la pandemia, por los acreedores externos y por el establishment económico argentino e internacional, en una región rodeada de enemigos políticos.

Alberto Fernández era -y lo había sido desde el principio- un presidente nacional y popular débil, puesto en una situación de gran debilidad nacional. Ha sido un principio rector, comprendido desde el momento mismo en que comencé a interesarme por la política, que la obligación del revolucionario -así hablábamos entonces- ante un gobierno que expresa con debilidad el programa nacional es darle fortaleza, si no se está en condiciones de cambiarlo, por las razones que sean. El sector de la vicepresidenta, expresado por su hijo, no estaba en condiciones de reemplazar a Fernández por varias razones: no tenía posibilidad alguna de un alzamiento revolucionario que lo derrocase; no tenía en sus planes romper la institucionalidad y, sobre todo, no contaba con la representatividad popular suficiente para tomar decisiones en nombre del conjunto. Pese a ello, consideró que romper públicamente con el presidente en un tema tan crucial como el de la deuda, sin darle alternativa alguna que no fuese caer en default, era lo que le correspondía hacer.

No importó para los rebeldes dentro del gobierno la notable política exterior de Fernández en un momento, repito, verdaderamente difícil. La inmediata alianza con el México de López Obrador le salvó la vida al expresidente boliviano Evo Morales. En la mejor tradición del peronismo, el presidente restableció una “tercera posición”, acercándose a los BRICS hasta obtener una invitación a formar parte de dicho acuerdo. Fue capaz de resistir los embates de un Brasil conducido por un delirante antiargentino y visitó en su prisión a Lula, denunciando tanto el golpe en Bolivia, como la persecución al expresidente brasileño.

A partir de ese momento, con el permanente ataque del cristinismo, el gobierno de Alberto Fernández se debilitó aún más y se vio obligado a prescindir de sus colaboradores en el área económica, Martín Guzmán y Matías Kulfas, y del gran ministro de Salud, Ginés García. En esas condiciones, con un gobierno debilitado desde afuera y desde adentro, con un peronismo sin un rumbo claro, y con un candidato producto de agónicos enfrentamientos, se llegó a las elecciones.

El intento de debilitar a la oposición antiperonista inflando un tercer candidato dio como resultado un triunfo en la primera vuelta, sin alcanzar el porcentaje necesario que establece la Constitución. La alianza para la segunda vuelta de los votos del PRO, LLA y UCR pusieron en la presidencia de la República a Javier Milei.

40 años después volvimos a 1982, al día antes de la reconquista de las Islas Malvinas. El ciclo se había cerrado y la Argentina se encontraba en una situación política, económica y social peor que la de entonces.

La democracia colonial había cumplido su objetivo. Como ha escrito Agustín Chenna:

“Eso que parece consecuencia ideológica de Javier Milei es, en realidad, la defensa irrestricta de un interés económico concreto: el de los grandes fondos de inversión transnacionales. De ahí su pelea con Macri, su sostenimiento de Toto Caputo y su tensión con Victoria Villarruel. Javier Milei es el empleado ideal que necesitaban los poderes económicos mundiales para cambiar de una buena vez la estructura económica argentina. Lo que resta decir es que eso sería imposible si la oposición a Javier Milei no fuera también la oposición ideal que necesitaban los poderes concentrados: perdida, miope, bien separada del pueblo, cada vez menos representativa y más cooptada por las ideas de las fundaciones bancadas por esos mismos poderes”9.

Sin cuestionar las bases mismas de esa democracia colonial, sin transformar revolucionariamente, es decir, de raíz y sin temor, el sistema impuesto hace 40 años por el bloque anglosajón en la batalla de Malvinas, la Argentina no podrá encontrar el rumbo del desarrollo industrial soberano, la autonomía política y una justa carga de los esfuerzos a favor de los trabajadores y el pueblo.

Ese es el profundo desafío que debemos enfrentar.

8 de noviembre de 2024.

1Cuarenta años de peronismo, Ediciones del Mar Dulce, Buenos Aires, 1985, página140.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente!

Néstor dijo...

Es exactamente así