Segunda Crónica
El reino se conmovió. Desde todos los rincones, desde los condados más cercanos a las marcas más lejanas y pegadas a la frontera, se vertían todo tipo de rumores, acusaciones e historias. De golpe, la imagen y la fama de la bruja Arinak rodó por el piso. Ya nadie temía las oscuras mezclas de sus tortas o su legendario poder cartomántico. Los sobreprecios en hierbas mágicas como la salvia y la artemisa, que purifican la energía y potencian los hechizos, del muérdago, que conecta con la divinidad y el beleño, que trae el sueño y las imágenes del estupor y la locura, muy usadas en los males de los súbditos, produjeron una ola de indignación.
Cuando Yago Hispánico, el monje herético que administraba el Cofre de los Baldados, hizo conocer, en la plaza frente al palacio, los palimpsestos que demostraban el infame comercio, el palacio real se tambaleó.
El gnomo Yelim, habitualmente locuaz y coprolálico, se sumió en un perturbado silencio, solo roto para evocar sus herméticos y diabólicos saberes o para intentar torpes cuchufletas. Arinak, que habitualmente sumaba su dificultad para expresarse a no tener nada que decir, comenzó a hablar de todo tipo de cuestiones, a excepción de las que desvelaban a la multitud fuera del palacio.
Los hermanos del Palíndromo, que habían sumado sus intereses a los de Yelim y Arinak también estaban en la comidilla pública. Famosos por su codicia, estos selkies libaneses, aparecían como beneficiarios de los estragos con las hierbas mágicas.
La horda de sirvientes que abarrotaba los pasillos y las múltiples salas palaciegas intentó desmentir las noticias y rumores. Uno de los primeros fue el hechicero Wilhelm Frank, eterno habitante de esos pasillos. Ahí había logrado sobrevivir a todos los reyes y reinas que gobernaron Hopea Maa en los últimos 70 años, gracias al pacto demoníaco de su padre, El Verdugo de Junio. Frank tomó bajo sus hombros el papel de Chambelán y buscó acusar, sin mucho éxito, a los muchos enemigos de Yelim, como autores de la maledicencia.
La maga Pechos Bellos, que habitualmente acunaba a Yelim en sus delirios y que atesoraba, en sus graneros, los alimentos que escaseaban en la mesa de los humildes labradores, apareció en los palimpsestos de Hispánico como uno de los funcionarios del reino a quien había confiado sus secretos. Su silencio no ayudó a disipar las sospechas.
Quien sí salió en abierta defensa del honor de la bruja Arinak fue un pequeño y codicioso geniecillo árabe llamado Lujam Al Saghira . En el mercado y en todas las esquinas donde se solían reunir los súbditos, Lujam intentó explicar las incoherencias de las acusaciones y habladurías. Pero muy pocos prestaban ya atención a Lujam Al Saghira. Hacía más de cuatro lustros que mentía, propalando, tanto en la plaza como en el mercado, los bandos y proclamas de los monarcas a los que el pueblo temía.
Quien encaró la tormenta con un notable despliegue de tranquilidad y calma fue la Sacerdotisa de los Cuarteles, Bichacruel. Devota de la Religión de la Espada y la Capucha, la sacerdotisa había dedicado su juventud al cuidado de los sanguinarios Caballeros de la Picana, a quienes el reino, ante el regocijo del pueblo, había confinado a lejanas mazmorras y que se habían convertido ya en un ominoso recuerdo. Lejos de preocuparse, la sacerdotisa Bichacruel observaba con interés, y no sin cierta sorna, el espectáculo del gnomo y la bruja. En su imaginación se cocinaba la fantasía de ocupar ese lugar y realizar su único anhelo, abrir las mazmorras y dejar en libertad a los viejos criminales. Veía que todo ese escándalo de las hierbas mágicas, de los sobreprecios y los pagos misteriosos ayudaba a la pendiente de la pareja real y la acercaba al trono de Arribalasavia, como se conocía al sillón real.
En el otro lado del reino, en la torre de La Cautiva, en el Condado de Achse, en la Santa Orden de Caballería Púrpura se imponía una justificada esperanza. Tanto el Duque Sergei, como el Marqués de la Fermosa Curva celebraban también las desventuras palaciegas. Se aproximaba un día en la que todos los súbditos podrían hacer conocer su opinión, como lo hacían cada dos años, en fechas ya determinadas por el Calendario de la Urna. La deserción de conocidos lenguaraces de Yelim y Anirak no hacían sino alimentar su expectativa.
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