¡Cuba! al fin te verás libre y pura
Como el aire de luz que respiras,
Cual las olas hirvientes que miras
En tus playas la arena besar.
Aunque viles traidores le sirvan,
Del tirano es inútil la saña;
¡Que no en vano entre Cuba y España
Tiende inmenso sus olas el mar!
En su Antología Poética Hispano Americana publicado por la Academia Argentina de Letras con el título Poetas Hispanoamericanos en Buenos Aires, 1949. , don Calixto Oyuela agrega, a renglón seguido de las inflamadas estrofas heredianas: “¡Lástima que no suceda lo mismo entre Cuba y los Estados Unidos!”.
Entre el grito enérgico del poeta caribeño y el comentario irritado del crítico rioplatense se plantea, creo, la tensión de nuestra relación con España.
Las guerras de la Independencia debían afirmar la ruptura y la distancia. La carta jamaiquina del Libertador Bolívar rezuma odio al opresor hispánico, condena sus asesinatos y saqueos, reivindica a Atahualpa y a Moctezuma y desprecia a Carlos IV y a Fernando. José de San Martín insulta a los “godos” y a los “maturrangos”. Por encima de ellos resuena potente el discurso del inca en las Cortes de Cádiz: “Un pueblo que oprime a otro no puede ser libre”, la protesta fundadora del delegado de ultramar en la única instancia que hubiera permitido la creación de una gran nación hispanoamericana.
Por eso, Vicente López y Planes anuncia “oíd el ruido de rotas cadenas”, que también molesta a Oyuela. Por eso denuncia “¿no los veis sobre México y Quito arrojarse con saña tenaz?” La afirmación de la Independencia requería energía espiritual y justificativo moral. La España absolutista que aplasta a las Juntas y que traiciona el espíritu democrático y jacobino de la guerra contra Napoleón se merece la ira de los españoles americanos.
Pero esa soberbia autonómica y ese amor a la libertad no han surgido de la nada. Es el resultado de trescientos años de mixtura, de fusión. De doloroso, sangriento y difícil mestizaje, en el cual ya nada o casi nada queda de aquellos brutales y valientes aventureros, ni de los hombres y mujeres que vieron y sufrieron su llegada.
Para los hispanoamericanos que pasan del siglo XIX al siglo XX, quien se levanta amenazante no es ya el desaparecido imperio español. El Nuevo Mundo ha adquirido su independencia, pero una veintena de pequeñas repúblicas son presa fácil para la voracidad anglosajona yanqui. Con las cañoneras y el Destino Manifiesto, Washington hace aparecer o desaparecer países a su antojo, mientras que el Reino Unido incorpora las llanuras del Plata a su imperio de préstamos y manufacturas.
En ese momento reaparece el sentimiento de pertenencia a otra cultura, a otra religión, a otra lengua. Descubrimos en Nuestra América una relación con un pedazo de Europa que cien años después no terminaba de recuperarse del peso de su imperio y de su pérdida, para entrar al siglo XX.
La idea de la “raza” surge de aquella generación del 90 que vio en Cuba cómo salían derrotados los españoles y entraban, vulgar e inconteniblemente, Teddy Roosevelt y Rudolph Hearst. Y repercute en la América española que ve cómo se arranca a Panamá de Colombia, cómo se pierde Puerto Rico, cómo se intenta invadir Venezuela para cobrar una deuda.
A “la Raza”, como ha escrito en estos días el chileno Pedro Godoy, “el Presidente Irigoyen le confiere en Argentina rango de efeméride”. Y los pueblos la hicieron propia. Y cuando la España de 1812, la de las Juntas y los fueros, se vuelve a levantar contra el despotismo y corre en la península sangre de hermanos, América es apoyo a combatientes populares y refugio de perseguidos. Y cuando el hambre sitia a España, por maniobra inicua y criminal del imperialismo anglosajón, América es trigo para los españoles y Evita Perón el abrazo fraterno y solidario.
Hoy España es para nosotros, herederos de aquellos españoles americanos, de aquellos pueblos en los que se mezcló la sangre de blancos, indios y negros, la que se quedó con nuestro petróleo, la que acumula las ganancias de nuestras telecomunicaciones, la que garantiza con la firma de su testa coronada el cumplimiento del Tratado de Madrid, la que desprecia a los “sudacas”, la que se integra a Europa alejándose de América. Es la que ayuda al golpe escuálido contra Chávez y los venezolanos. Es la que levanta muros sobre las fronteras de la abundancia. Nuevamente renace la vieja tensión de los tiempos de la Independencia.
Pero si Numancia se llamó el mejor regimiento hispanoamericano, incorporado por San Martín a su ejército, seguramente Ayacucho, Junín o Bahía Cochinos podrá llamarse la nueva legión de españoles que asuman sobre sus hombros la tarea que hace ya casi dos siglos les espetara el Inca Yupanqui: “Un pueblo que oprime a otro no puede ser libre”.
En ese momento, la Hispanidad adquirirá su monumental sentido de crear un mundo al que en vano “tiende inmenso sus olas el mar”.
Buenos Aires, 12 de octubre de 2005.
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