18 de noviembre de 2016

El día que se reanudó el reposo por yerros alterado

Era un día horrible. Llovía sin parar. Soplaba un viento frío y el presidente usurpador había movilizado más tropas que la campaña del Desierto de Julio Argentino Roca. El aeropuerto General Pistarini de Ezeiza estaba rodeado por miles de soldados, oficiales, tanques de guerra y armamento pesado. El objetivo de ese impresionante despliegue militar de un ejército que hacía más de cien años que no luchaba contra el extranjero -si consideramos como tal a los hermanos paraguayos en la devastadora Guerra de la Triple Alianza- tenía como finalidad impedir que el pueblo de la República pudiera llegar hasta las instalaciones del aeropuerto para recibir al general Juan Domingo Perón quien, después de 17 años de exilio y proscripción, volvía a su patria. Lo ocurrido esa jornada con las columnas de peronistas cruzando el río Matanzas, con millones de argentinos esperando ver por televisión la llegada de Perón, forma parte ya de la historia. Vale la pena, creo, reflexionar sobre el significado que tuvo ese día, habida cuenta de que las generaciones posteriores a esa fecha no pudieron vivir su trascendente impacto en la conciencia popular argentina.

Juan Domingo Perón fue el proscripto y el desterrado de la Argentina. Las dictaduras militares golpistas y los gobiernos civiles surgidos de la proscripción eran, en muchos casos, permisivos y tolerantes. Establecieron, por ejemplo, la plena autonomía universitaria -hasta 1966-, donde estudiantes y profesores podían votar democráticamente a quien quisieran. El Instituto Di Tella y Marta Minujin podían escandalizar a los transeúntes de Florida y Charcas y, aún escandalosamente, Monseñor Podestá podía reclamar su derecho a amar legítimamente a una mujer. Lo único que verdaderamente no se podía hacer en la Argentina era votar a Perón, que era el único candidato a quien nuestras multitudes querían votar. Durante 17 años, los peronistas -es decir, la mayoría del país-, hizo huelgas, tomó fábricas, saboteó maquinarias, repartió panfletos, llenó las asambleas sindicales, ocupó plazas de todo el país tras el mítico símbolo de la P puesta sobre una V, Perón Vuelve. El presidente radical Arturo Illia, ungido como el paladín de la democracia, no vaciló, en diciembre de 1964, en solicitar a la dictadura brasileña que detuviese al general Perón en el Aeropuesto del Galeão, para impedir que abordase el avión que lo traería a la Argentina.

La información que con mayor avidez leían los estados mayores de las tres Fuerzas Armadas eran los diagnósticos médicos sobre la salud del general radicado en Madrid. Los espías que enviaban a España se convertían en especialistas médicos, que debían interpretar análisis de sangre, de orina y, hasta, de materia fecal de un hombre ya anciano cuyo fallecimiento era esperado día tras día. En su ceguera gorila, solo la muerte del exilado podría permitir la plena vigencia de los derechos constitucionales de los argentinos.

Esa jornada, la del 17 de noviembre de 1972, era la culminación de años de enconada lucha, era el primer paso hacia la plena vigencia de la soberanía política de los argentinos. El presidente militar Alejandro Agustín Lanusse había desafiado al proscripto a presentarse a la Argentina antes del 25 de agosto, con el solo objeto de imponerle su voluntad. “A Perón no le da el cuero” para venir, había desafiado en el Colegio Militar. La mayoría del país había recogido el guante del desafío y el regreso de Perón, en el momento en que él lo determinara, se había convertido en bandera y estaba decidida a garantizarlo.

Esa tarde lluviosa, inclemente como la historia, millones de argentinos lloraron de emoción, de orgullo. Perón había vuelto, estaba pisando tierra argentina y se lo podía ver, en blanco y negro, por los canales de televisión. La historia había recomenzado y el pueblo argentino podía decir, por fin, con Miguel Hernández:

Lo que haya de venir, aquí lo espero
cultivando el romero y la pobreza.
Aquí de nuevo empieza
el orden, se reanuda
el reposo, por yerros alterado,
mi vida humilde, y por humilde, muda.

Y Dios dirá, que está siempre callado.


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