Era
un día horrible. Llovía sin parar. Soplaba un viento frío y el
presidente usurpador había movilizado más tropas que la campaña
del Desierto de Julio Argentino Roca. El aeropuerto General Pistarini
de Ezeiza estaba rodeado por miles de soldados, oficiales, tanques de
guerra y armamento pesado. El objetivo de ese impresionante
despliegue militar de un ejército que hacía más de cien años que
no luchaba contra el extranjero -si consideramos como tal a los
hermanos paraguayos en la devastadora Guerra de la Triple Alianza-
tenía como finalidad impedir que el pueblo de la República pudiera
llegar hasta las instalaciones del aeropuerto para recibir al general
Juan Domingo Perón quien, después de 17 años de exilio y
proscripción, volvía a su patria. Lo ocurrido esa jornada con las
columnas de peronistas cruzando el río Matanzas, con millones de
argentinos esperando ver por televisión la llegada de Perón, forma
parte ya de la historia. Vale la pena, creo, reflexionar sobre el
significado que tuvo ese día, habida cuenta de que las generaciones
posteriores a esa fecha no pudieron vivir su trascendente impacto en
la conciencia popular argentina.
Juan
Domingo Perón fue el proscripto y el desterrado de la Argentina. Las
dictaduras militares golpistas y los gobiernos civiles surgidos de la
proscripción eran, en muchos casos, permisivos y tolerantes.
Establecieron, por ejemplo, la plena autonomía universitaria -hasta
1966-, donde estudiantes y profesores podían votar democráticamente
a quien quisieran. El Instituto Di Tella y Marta Minujin podían
escandalizar a los transeúntes de Florida y Charcas y, aún
escandalosamente, Monseñor Podestá podía reclamar su derecho a
amar legítimamente a una mujer. Lo único que verdaderamente no se
podía hacer en la Argentina era votar a Perón, que era el único
candidato a quien nuestras multitudes querían votar. Durante 17
años, los peronistas -es decir, la mayoría del país-, hizo
huelgas, tomó fábricas, saboteó maquinarias, repartió panfletos,
llenó las asambleas sindicales, ocupó plazas de todo el país tras
el mítico símbolo de la P puesta sobre una V, Perón Vuelve. El
presidente radical Arturo Illia, ungido como el paladín de la
democracia, no vaciló, en diciembre de 1964, en solicitar a la
dictadura brasileña que detuviese al general Perón en el Aeropuesto
del Galeão, para impedir que abordase el avión que lo traería a la
Argentina.
La
información que con mayor avidez leían los estados mayores de las
tres Fuerzas Armadas eran los diagnósticos médicos sobre la salud
del general radicado en Madrid. Los espías que enviaban a España se
convertían en especialistas médicos, que debían interpretar
análisis de sangre, de orina y, hasta, de materia fecal de un hombre
ya anciano cuyo fallecimiento era esperado día tras día. En su
ceguera gorila, solo la muerte del exilado podría permitir la plena
vigencia de los derechos constitucionales de los argentinos.
Esa
jornada, la del 17 de noviembre de 1972, era la culminación de años
de enconada lucha, era el primer paso hacia la plena vigencia de la
soberanía política de los argentinos. El presidente militar
Alejandro Agustín Lanusse había desafiado al proscripto a
presentarse a la Argentina antes del 25 de agosto, con el solo objeto
de imponerle su voluntad. “A Perón no le
da el cuero” para venir, había desafiado en el Colegio Militar. La
mayoría del país había recogido el guante del desafío y el
regreso de Perón, en el momento en que él lo determinara, se había
convertido en bandera y estaba decidida a garantizarlo.
Esa
tarde lluviosa, inclemente como la historia, millones de argentinos
lloraron de emoción, de orgullo. Perón había vuelto, estaba
pisando tierra argentina y se lo podía ver, en blanco y negro, por
los canales de televisión. La historia había recomenzado y el
pueblo argentino podía decir, por fin, con Miguel Hernández:
Lo
que haya de venir, aquí lo espero
cultivando
el romero y la pobreza.
Aquí
de nuevo empieza
el
orden, se reanuda
el
reposo, por yerros alterado,
mi
vida humilde, y por humilde, muda.
Y
Dios dirá, que está siempre callado.
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