El titular que desearon leer once
presidentes norteamericanos, a punto de intentar cientos de veces
hacerlo realidad, ha aparecido hoy en los diarios, las pantallas y
los celulares de todo el mundo:
Ha muerto Fidel Castro.
La mañana se torna un torrente
incontrolable de pensamientos, recuerdos, reflexiones que se remontan
a una noticia, leída de niño, a los once años, en un kiosco de
Necochea. Era verano y, por primera vez, mis padres habían cambiado
el cercano Mar del Plata por el más sureño balneario de la suave
pendiente. En esa noticia supe que un grupo de jóvenes de barba
negra y vestidos con traje militar de fajina -como se decía
entonces- habían volteado a un “tirano”, gobernaban la isla de
Cuba y fusilaban a cómplices del presidente derrocado. Fue ese día
que escuché de boca de mi padre una sentencia terrible que me ha
acompañado toda la vida: “Eso es lo que tendrían que haber hecho
aquí con los peronistas”. La gran confusión había comenzado.
Llevo casi sesenta años indagando el mecanismo político y
psicológico de aquella tremenda expresión paterna.
Aquellos barbudos y, sobre todo, su
jefe Fidel Castro han sido protagonistas permanentes de toda la
historia transcurrida entre aquel verano -bajo el gobierno de Arturo
Frondizi y los constantes planteamientos militares y un presidente
norteamericano al que llamaban “Aic” (Ike)- y este fin de
primavera, en un mundo mucho más desesperanzado, donde el futuro
parece no ser más lo que solía ser.
Este latinoamericano hijo de gallegos y
educado por los jesuítas, gozó en vida del tesón y la constancia
que caracteriza a los cantábricos y la lucidez y cultura que han
tenido los hermanos de Ignacio de Loyola. Y con esa firmeza y esa
sabiduría, Fidel Castro se convirtió en uno de los más grandes
patriotas de nuestro continente en el espacio de dos siglos. El siglo
XX conoció su irreductible nacionalismo capaz de sobrevivir a puro
coraje la desaparición de la gran potencia que le había permitido
navegar las procelosas aguas de la Guerra Fría. Y el siglo XXI se
nutrió de las enseñanzas, reflexiones y advertencias producto de su
experiencia y su notable y permanente actualización sobre los
grandes temas del género humano y, en especial, de nuestro
continente.
Lo conocí personalmente en pleno
inicio del “período especial”. Estaba en el Festival de Cine
Latinoamericano de La Habana, en la recepción oficial en el Palacio
de la Revolución. De pronto se abrió una de las puertas del enorme
salón y apareció Fidel, acompañado por Gabriel García Márquez,
Eduardo Galeano, Mario Benedetti, nuestra Susú Pecoraro y otras
figuras que participaban del Festival.
Más alto que casi todos los
concurrentes, erguido, con una suave sonrisa en medio de la barba
entrecana, con su legendario uniforme de fajina verde oliva, pasó
por el medio de una doble fila de invitados y le dio la mano a todos
y cada uno. Estreché la suya con mis dos manos. Atiné a decirle
“Comandante, los argentinos estamos con Ud.”. Eran los tiempos de
las “relaciones carnales”. Me miró con fijeza a los ojos. Sentí,
lo recuerdo con precisión emocional, que estrechaba la mano de
Alejandro Magno, de Jorge Washington, de Napoleón Bonaparte y de
José de San Martín, que la historia de siglos de lucha por la
liberación de los pueblos y sus hombres y mujeres, por la dignidad
de la raza humana se condensaba en esos ojos que me miraban.
Después, durante la recepción pude
ser testigo de una discusión, a viva voz aunque en un tono
mutuamente respetuoso, entre Fidel y un desconocido periodista
californiano. Fidel se había encontrado con él en la fiesta y no
tuvo mejor ocurrencia que ponerse a discutir sobre una
caracterización que el rubio norteamericano había hecho sobre el
liberalismo. El tipo a quien el imperialismo norteamericano había
intentado matar año tras año discutía con un ignoto periodista con
la misma pasión y vehemencia con que lo hacía en sus años mozos en
la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana. El retórico
jesuita y el empecinado gallego se habían confabulado esa noche para
rebatir la opinión de alguien con quien no estaba de acuerdo.
Fidel Castro fue un gigante. Nuestra
generación y las siguientes tuvieron la gloria de ver su titánica
lucha y sus posteriores reflexiones sobre el mundo que nos dejaba.
Cuando las grandes utopías y sueños de las multitudes del siglo XX
eran sepultadas por la sobrevivencia de un régimen social que
amenaza la existencia del ser humano sobre la tierra, Fidel pudo
entregar la posta de su poder soberano, mantener el rumbo calmo y
sereno de la más equitativa sociedad de América, la más justa,
libre y soberana, gozar de la compañía de hombres y mujeres que, en
representación de sus pueblos, tomaban la antorcha de la unidad
latinoamericana y, por fin, disfrutar de las mieles de ver que el
gigante contra el cual había mantenido un desigual combate le
proponía sentarse a conversar.
Posiblemente, también haya tenido el
gusto de reencontrarse con el espíritu de aquellos maestros jesuitas
de los años adolescentes que, en la figura del Papa de Roma, lo
visitaron en su retiro.
No hubo Santa Elena ni Elba para este
unificador de pueblos. Lo conocimos triunfante y lo despedimos con
los laureles de la victoria rodeando su majestuosa cabeza.
Ha comenzado la era de un mundo sin
Fidel, pero en el que sus hijos, nietos y bisnietos ya están
continuando su obra prodigiosa.
Buenos Aires, 26 de noviembre de 2016
3 comentarios:
Gracias, Maestro, por compartir esta hermosa reflexión y experiencia sobre el gran patriota Fidel..
Un texto brillante Julio, y recordar algo de estas historias salidas de su propia voz en el curso del Independencia lo hacen más contundente. Un gigante Fidel, sin dudas. Gracias y lo comparto.
Gracias, Julio. Que hayas tenido el privilegio de estrechar la mano del Comandante y mirarlo a los ojos, y que compartas la experiencia, suma emoción y cercanía a este aniversario. En mi caso, lo más cerca que estuve del Gigante fue a 15 metros de sus cenizas encerradas en el Grano de Maíz de Santa Ifigenia, y puedo asegurar que esa sola proximidad electriza. Lo digo yo también con “precisión emocional “. Llegará el tiempo en que la historia no sólo lo absuelva sino le agradezca el enorme avance civilizatorio que su Revolución legó a la humanidad.
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