13 de enero de 2006

El despertar del Oso

El despertar del Oso

Publicado en la revista Sudestada
Buenos Aires, 18 de marzo de 2005

La desaparición de la Unión Soviética significó, para la política mundial, el establecimiento de una sola potencia hegemónica, de absoluta superioridad militar y con la capacidad de emitir la única moneda franca del sistema comercial mundial, el dólar. Estas dos herramientas convirtieron a los EE.UU. en el más fuerte poder mundial desde los tiempos del Imperio Romano, cuyo ámbito de expansión nunca trascendió al continente europeo y su prolongación en Asia Menor y el norte de África. La diferencia con el Imperio Romano anterior a su división es, no sólo el monopolio sobre la capacidad de destrucción militar en posesión de los norteamericanos, sino el papel que el interés de las grandes corporaciones privadas juega en el expansionismo yanqui.

Detrás del Imperio Romano estaba la fuerza política y militar del estado mejor estructurado de su época, con la más prodigiosa legislación, basada en el respeto a la propiedad privada individual del ciudadano romano. Detrás del Imperio Americano, es decir del imperialismo yanqui, están las sociedades anónimas, sus directorios, las oscuras empresas petroleras, las tenebrosas empresas de seguridad privada, los grandes fabricantes de armamento, los “entrepreneurs” a los que la prensa occidental ha hecho conocer por sus apariciones en Irak y por algunas de las sangrientas muertes que sus agentes han sufrido en manos de la resistencia nacional iraquí. Detrás del Imperio Americano no está la voluntad del César, sino la anónima voluntad del capital financiero, el ignoto Moloch del lucro privado que se esconde en el gigante de mil cabezas de la asamblea de accionistas.

Es ésta la agresividad que se expresa detrás de las aventuras y bravuconadas bélicas de Bush y su gabinete, elegido de entre la crema de funcionarios e ideólogos de las grandes sociedades anónimas, para dirigir un Estado cuya noción del bien común es solamente la preservación a rajatabla de la preeminencia de la plutocracia yanqui en el mundo capitalista, preeminencia que está lejos de ser una realidad según los fríos números de la economía.

Un gigante noqueado

Pero la desaparición de la Unión Soviética no significó tan sólo eso.

El primer efecto que tuvo fue sobre el conjunto del pueblo soviético. Los trabajadores y los pueblos que integraban la URSS habían sufrido durante 70 años el cerco, la invasión y, nuevamente, el cerco de las potencias imperialistas occidentales y, con un sacrificio colectivo cuya evocación deja atónito, pudieron construir una potencia industrial y militar capaz de aportar el mayor esfuerzo humano a la Segunda Guerra Mundial, neutralizar durante cuarenta años el intento de dominación planetaria del imperialismo yanqui y generar en su sociedad condiciones de vida austeras, pero dignas e igualitarias. El mundo se vino abajo para millones de jubilados rusos y de los pueblos que formaban la antigua Unión Soviética. El sistema de salud pública que garantizaba una expectativa de vida similar a la de Suecia u Holanda colapsó hasta casi desaparecer. Decenas de miles de jóvenes campesinas fueron lanzadas a los prostíbulos de Occidente y a su industria de la pornografía. Las grandes y poderosas empresas estatales, que habían constituido el núcleo central del desarrollo industrial, tecnológico y científico de la URSS fueron asaltadas y saqueadas por condotieros y aventureros surgidos del mercado negro y de los sectores más corruptos del antiguo funcionariado, mientras el gran bloque eslavo era balcanizado y aparecían señores de la guerra en los confines caucásicos sostenidos y alentados por la CIA. Las capitales y los gobiernos surgidos de la fragmentación fueron asediados por ávidos e inescrupulosos asesores, vendiendo su panacea universal: “privatización y desregulación”. Como ha escrito un testigo presencial de aquellos días: “La gente en Rusia está idiotizada por el temor a lo que está sucediendo y a lo que ha sucedido y si se cuelgan patéticamente de la opinión de Occidente es por las mismas razones que los judíos en los campos de concentración colaboraban con sus torturadores de la SS”. (Mark Jones, “Mark Jones on Soviet collapse, Russian trauma”,
http://lists.econ.utah.edu/pipermail/A-list/ )
Después de la pesadilla que significó el período signado por la presidencia del dipsómano Boris Yeltsin, incapaz de mantener una conversación sin su ingesta diaria de dos litros de vodka, el gigante apaleado inició su lenta recuperación.


Putin y la recuperación rusa

El ascenso a la presidencia del ex agente de los servicios de inteligencia soviéticos, Vladimir Putin, y las políticas por él generadas han dado un vuelco de 180 grados a la situación. Se ha reestablecido una autoridad gubernamental. Se han comenzado a reconstruir las estructuras estatales capaces de resistir y enfrentar el saqueo a que la nueva burguesía auspiciada por el imperialismo –llamada oligarquía o mafia por los rusos- ha infligido al enorme país continental, se han lograda tasas de crecimiento económico y, nuevamente Rusia se eleva a la categoría de poder estratégico.
Que esto haya sido obra de un ex agente de la KGB no puede extrañar. En los momentos de crisis profunda y quebrantamiento de las estructuras del Estado, cuyos funcionarios y políticos se convierten en los agentes mismos de su entropía, pareciera que lo último que queda como recurso humano, para una eventual línea de defensa, es el núcleo duro de los sistemas de espionaje, como una especie de extracto estatal capaz de su reconstrucción. Por lo menos es lo ocurrido en la Federación Rusa. La caída de la Unión Soviética con su proclamada –aunque vacía- representatividad proletaria, más el debilitamiento sufrido por los trabajadores en el proceso mismo de la implosión, convirtió a estos en una víctima maniatada de la reacción burguesa imperialista: habían perdido la fuerza social y las herramientas ideológicas que permitieron el triunfo de la Revolución de Octubre.
Pese al enorme deterioro sufrido durante el trágico decenio 1990-2000, la Federación Rusa logró preservar en gran parte la tecnología militar desarrollada durante la carrera armamentística de la Guerra Fría y mantuvo la disciplina del viejo Ejército Rojo, donde posiblemente perduren más vivos los recuerdos de la Segunda Guerra Mundial, de la defensa de Stalingrado y del asedio imperialista.
Al recuperar nuevamente la vertical, el oso ruso comenzó a pasar revista a lo que había quedado de su antiguo poderío. Europa Central es nuevamente parte del Occidente, tal como lo había sido antaño, hasta que las tropas soviéticas impusieron con su presencia gobiernos afines al Kremlin. Los rebeldes eslavos del sur, que custodiaban las costas del Adriático han sido destruidos por una sangrienta guerra civil, alentada por Francia y Alemania, y posteriormente sometidos al más feroz bombardeo de la historia posterior a la Segunda Guerra Mundial por parte de la OTAN. Georgia, la tierra natal de José Djugashvili, conocido como Stalin, el seminarista de Tiflis que llegó a ocupar el lugar de Iván el Terrible, de Pedro el Grande y de Lenin, ha caído en manos de una pandilla privatizadora a través de un golpe de estado financiado por el magnate húngaro de religión judía, George Soros. Los países caucásicos, en los que la influencia musulmana se mantuvo durante los 70 años de poder soviético, que rodean al Mar Negro y se extienden hasta el Caspio, han creado sus propios gobiernos y se someten a la seducción del Departamento de Estado norteamericano. En Chechenia, una guerrilla financiada, sostenida y alentada por la CIA enfrenta al ejército ruso y somete al terrorismo más indiscriminado a las regiones vecinas, llevándolo a la capital misma de la Federación Rusa.

Ucrania, la Pequeña Rusia

Pero, como ha escrito el cordobés Enrique Lacolla, la peor, más arbitraria e importante pérdida sufrida por Rusia ha sido la secesión de Ucrania “cuyas tierras fértiles habían sido ambicionadas por Adolfo Hitler para su Lebensraum y que disponía de una enorme estructura industrial, amén de un arsenal nuclear muy importante; que pertenecía al imperio ruso desde que comenzó su historia y que se encontraba íntimamente entrelazado con el desarrollo del inmenso país” (Dos en Uno, Enrique Lacolla, La Voz del Interior, noviembre de 2004, Córdoba).

La crisis política intensa, aunque de corta duración, vivida en Ucrania con motivo de las últimas elecciones presidenciales, manifestó las contradictorias tendencias existentes de antaño en la sociedad ucraniana, a la vez que hizo evidente las influencias y designios detrás de los dos candidatos presidenciales.

Detrás del derrotado Víctor Yanukovich se encolumnaba la Ucrania oriental, rusófila y ortodoxa, con sus praderas, minas y siderurgia, y la rediviva Rusia de Putin. Detrás de Víctor Yuzhenko se expresaba la Ucrania occidental, proalemana, católica y el imperialismo yanqui y europeo con sus ONGs, sus dólares y euros. Ucrania permaneció unida en un sólo estado por la mesura y sangre fría con que la dirigencia rusa ha actuado en todo este dramático tema. Lejos de la publicidad vulgar y engañosa de la prensa occidental y de las maniobras intervencionistas de europeos y yanquis –cada uno de los cuales actúa con distintos intereses políticos, pues mientras Francia y Alemania buscan sumarlos a la UE, los americanos intentan arrastrar a los países del Este europeo a una alianza con EE.UU. que neutralice la fuerza del eje París-Berlín- la posición asumida por Moscú fue el de reconocer el resultado electoral y poner límites a la posibilidad de Ucrania de sumarse al bloque europeo. Posiblemente la fórmula establecida sea la aceptación de su incorporación a la UE, pero la negativa absoluta a aceptar una incorporación de Ucrania a la OTAN, el pacto militar europeo-norteamericano, que pondría a los ejércitos occidentales a las puertas de Moscú.

Mientras los apólogos de la llamada Revolución Naranja –slogan publicitario inventado por la ONG de George Soros, en el golpe georgiano- dirigen sus dardos contra el presidente de Bielorrusia, quien durante todos estos años ha resistido a los intentos privatizadores y liquidadores de EE.UU. y Europa y mantiene a su país en estrecha colaboración con la Federación Rusa, el Kremlin ha logrado desarrollar una formidable bomba táctica capaz de poner en caja cualquier intento de la Flota Norteamericana.

La industria militar rusa ha desarrollado un proyectil conocido en los círculos de la OTAN como el SS-N-22 “Sunburn”, descrito hace un tiempo por la representante Dana Rohrabacher como “el misil ruso anti navíos, más peligroso en la flota rusa y ahora en la flota china”. La versión original de este misil transportado por naves es lanzada desde un set de cuatro tubos montados en cubierta, pero posteriormente Rusia ha adaptado el “Sunburn” para lanzamiento sumergido desde submarinos, lanzamiento aéreo desde los Sukhoi 27 y lanzamiento individual desde la tierra montados en camiones adaptados para tal fin. Hoy día, los expertos occidentales de defensa clasifican todas las versiones de Sunburn como “los misiles más peligrosos en el mundo.”

El fin del unipolarismo

Todo hace suponer que la pérdida de conocimiento del gigante continental ha llegado a su fin y el árbitro no llegó a contar hasta diez. Lo sepa o no –y seguramente lo sabe- EE.UU. no tiene ante sí la misma situación internacional que enfrentó Bush padre y ni siquiera la del inicio de la invasión de Irak. La vieja geopolítica de fines del siglo XIX vuelve a imponer sus determinaciones y los grandes bloques continentales entrevistos por Friedrich Ratzel han vuelto por sus fueros.

De ahí la importancia estratégica que para nosotros tiene el desarrollo de la Comunidad Suramericana de Naciones lanzada en Cusco, en diciembre del año pasado, y los acuerdos extracontinentales con Rusia, China y la India que buscan tanto la Venezuela de Chávez como el Mercosur. Si la Argentina de Sáenz Peña pudo resistir el empuje de la doctrina Monroe merced a su situación de semicolonia privilegiada del Reino Unido, el nuevo monroísmo debe ser frenado con la construcción de una gran unidad política de nuestro subcontinente y las alianzas tácticas necesarias con las potencias emergentes. Latinoamérica ha comenzado a dejar de ser el patio trasero de los EE.UU.

Por Julio Fernández Baraibar