13 de enero de 2006

El No a la llamada Constitución europea,
¿nos deja más solos a los suramericanos?

15 de junio de 2005.

En la Grecia clásica y aún entre los germanos de la época romana existía un humanitario instituto que, si bien no daba solución a las causas de las guerras entre los pueblos, aminoraba notablemente sus efectos. En lugar de lanzarse los ejércitos contendientes a una feroz y generalizada degollina, el mejor guerrero de cada mesnada se enfrentaba en una lucha individual. Quien ganaba hacía vencedor a su pueblo, con un notorio ahorro de sangre humana.


La reunión del Consejo Europeo, inmediatamente posterior a los plebiscitos francés y holandés, estuvo a punto de ofrecernos un espectáculo similar al de aquellos primitivos habitantes de la península europea. El campeón del archiducado de Luxemburgo, Jean-Claude Juncker, presidente de turno de la UE, estuvo a punto de trabarse en una franca y limpia pelea a puño limpio, con el campeón de la corona británica y favorito de la federación transatlántica, Anthony Blair, próximo presidente de lo que en algún momento se llamó la Cristiandad. La causa fue la negativa del Reino Unido en aprobar el presupuesto para la UE, como una respuesta a la negativa continental de aprobar la llamada constitución europea.

Después de los rotundos resultados de la voluntad popular francesa y holandesa, y la cobarde negativa del primer ministro británico, Tony Blair, a consultar la opinión de su electorado –lo que nos recuerda a los argentinos la deserción electoral de Menem ante la evidencia de su derrota-, es evidente que la llamada constitución europea no cuenta con el aval ciudadano. La totalidad del sistema mediático y la clase política del viejo mundo se encargaron de amenazar con todo tipo de penurias sobrevinientes a un eventual voto por el “no” –del mismo modo que lo han hecho en nuestros países con respecto a la deuda externa o a la denuncia de la jurisdicción del CIADI-. Ejemplo de ello puede ser la declaración de la Confederación Europea de Sindicatos, donde se sostiene, entre otras consideraciones: “Un rechazo de la Constitución tendría como efecto paralizar la UE durante un periodo indefinido y hacerle así el juego a los numerosos oponentes de la UE, que querrían verla debilitarse y no tener proyecto. La mundialización, el poder del capital multinacional y la necesidad de combatir el neoliberalismo implican que los sindicatos y la sociedad civil necesitan una UE en desarrollo y que se apoye en valores sociales fuertes” (Resolución aprobada por el Comité ejecutivo de la CES el 13 de octubre de 2004 y por el Consejo Confederal de CC.OO. el 19 de octubre de 2004).

Por todo ello, nuestros observadores criollos, obedientes ecos de lo que en materia informativa para consumo masivo allá se produce, han estimado que el proceso de unificación europea ha sufrido un rudo traspié, motivado por una resistencia racista a la incorporación de Turquía, un rechinante chovinismo y una incomprensión provinciana sobre el proceso de integración continental.

Incluso algunos amigos y compañeros han manifestado un dejo de preocupación por estos resultados, en la idea de que, si se detiene o revierte la unidad europea, se dificultaría aún más nuestra propia integración suramericana, ya que perderíamos el efecto de contrapeso a la unipolaridad norteamericana que llegaría a representar una Europa unida políticamente.

Lo primero es una completa mentira pergeñada por la plutocracia imperialista globalizada y su dictadura mediática. Lo segundo es una confusión que intentaremos disolver.

Un estatuto no es una constitución

Creo que el único que ha puesto el acento crítico en este hecho es el argentino Luis María Bandieri en un artículo que ha circulado por Internet (¿Una Constitución para Europa? A propósito del “no” francés). Allí sostiene: “Ante todo, no es una “constitución” sino, a lo sumo, un tratado al que se le asigna un valor constitucional. No fue proyectada, discutida o aprobada por una convención constituyente en regla, elegida por los ciudadanos de la UE –ni siquiera se apeló al recurso de convertir al Parlamento europeo de Estraburgo en una asamblea constituyente- sino por un comité de expertos bajo presidencia francesa, que se apresuró a sepultar en el olvido el concepto de ‘poder constituyente’ que los propios franceses había redondeado más de doscientos años atrás”. Lo que se sometió a votación fue un farragoso y árido tratado de más de 400 artículos sobre oscuras reglamentaciones técnicas que, ni siquiera, proponen una forma política a la unidad de veinticinco países europeos. En realidad, el texto no es más que un estatuto de funcionamiento tecnocrático que intenta regir las relaciones entre los gobiernos de cada uno de los países y el centro burocrático de Bruselas, asiento de las autoridades de la Unión Europea, ninguna de las cuales ha sido ungida por el voto popular.

Ha aparecido en el vocabulario político europeo un nuevo concepto: “eurócratas”. Así son definidos estos funcionarios sin nombre ni rostro que, en connivencia con los grandes centros financieros, pretenden determinar los presupuestos de salud, educación y bienestar social en cada uno de los estados miembros, el precio de la fuerza de trabajo y los índices de desocupación.

Lo que fue rechazado de manera clara y, por ahora, definitiva, fue el engendro que estos eurócratas querían imponer a macha martillo y que lograron hacerlo en aquellos países donde la consulta quedó reducida al corrupto e irrepresentativo ámbito de los parlamentos. Ni siquiera en la europeizada España logró obtener una victoria considerable habida cuenta que “a pesar de los esfuerzos derrochados por el Gobierno y el PSOE, los resultados de este referéndum han sido un fracaso para su política. Un 58% de abstención es una respuesta ciudadana muy importante que el Gobierno y los partidos políticos que han apoyado el Sí deberían tener en cuenta. Sólo uno de cada tres españoles con derecho a voto ha dicho Sí en el referéndum” (Holanda dice, también, NO. Gracias, holandeses... Eugenio Pordomingo, Rebanadas de Realidad - Espacios Europeos, España, 03/06/05).

Las razones del No

Algunas encuestas en boca de urna han dado una clara evidencia de las razones que movieron a los franceses a votar mayoritariamente por el No. Según The Guardian (Dada la oportunidad, el pueblo rechazó la globalización, Diana Johnstone, 30/05/05) el 56 % de los consultados lo hicieron “por el estado de la economía”, lo cual significa por el desempleo ya que en términos de ganancias empresariales, la economía francesa está atravesando un buen período. Pero un 10% de desocupación oficial y el éxodo de importantes empresas a países con mano de obra más barata, constituye una seria amenaza.

Un 46% basó su negativa en la naturaleza “neoliberal” del tratado constitucional. Y un tercer motivo fue el deseo de renegociar la Constitución.

Como se ve, ninguno de los motivos indica un ánimo en contra de la integración. Como ha sostenido el columnista del Asian Times, Henry C.K. Liu, “el problema con la UE es que una buena y progresista idea se volvió neoimperialista y se extendió a algunos países demás”.

Son estos datos los que le han permitido decir a Enrique Lacolla, desde la Voz del Interior, en Córdoba: “Por encima de cualquier otra cosa, el voto francés por el truendoso rechazo a la economía neoliberal y a la parafernalia política que la sustenta”.

En el caso de Holanda, la cuestión es aún más clara. Holanda ha sido siempre uno de los países que más fervientemente sostuvieron a la Unión Europea. Es más, han sido uno de los principales abogados de la incorporación británica y de la ampliación de la Unión de seis a quince países (la llamada UE ampliada). Holanda se ha caracterizado, hasta no hace mucho, por combinar muy bajas cifras de desempleo, altas tasas de crecimiento y un sistema de bienestar social entre los más exquisitos del mundo. Curiosamente, a partir de la firma del Tratado de Maastricht esta situación comenzó a cambiar. La moneda única, la aplicación de reformas hacia un modelo americano de privatizaciones y disolución del Estado ha tenido como resultado una desaceleración del crecimiento y altas tasas de desempleo.
No hay en ninguno de los dos casos oscuras razones chovinistas ni que, como ha dicho un diario británico, “Francia todavía tiene nostalgia de su imperio” (Internacional Herald Tribune).

Lo que ha habido es un claro desafío popular a plantear la unidad europea bajo otras condiciones y al servicio de intereses más vinculados a los ciudadanos que a los centros financieros y burocráticos.

¿A Suramérica le favorece cualquier Unidad Europea?

Hemos sostenido en reiteradas oportunidades nuestra profunda convicción acerca del papel que en la política internacional han comenzado a jugar y jugarán los grandes bloques de poder. Es más, estamos convencidos que la política imperialista ha comenzado a manifestarse, no ya sólo a través de la atomización de estos espacios, sino de la creación dentro de ellos de bases de apoyo a su intención hegemónica.

Esta Unión Europea es muy distinta a la pensada en tiempos de Charles de Gaulle. Recordemos que el líder galo vetó la incorporación del Reino Unido a las negociaciones, en la década del sesenta, y no fue sino hasta después de su muerte, en 1973, que los británicos lograron incorporarse a la mesa de discusión, a la vez que se iba ampliando a nuevos miembros. El presidente de la V República Francesa concebía a la unidad europea como una política en la cual Francia tendía a neutralizar a Alemania y engrandecía su poder ejerciendo una suerte de control sobre todo el proceso.

Si la unidad de la Europa continental, tal como la habían entrevisto De Gaulle y Adenauer, se basaba en la capacidad tractiva de sus respectivas economías y en el prestigio internacional de independencia manifestado por Francia después de la guerra, la incorporación de Gran Bretaña significó la aparición de un polo económico y político que tenía un pie fuera del continente europeo, ligado orgánicamente a Wall Street y a Washington. Después de la caída del bloque soviético y la dramática incorporación de Europa Central y Oriental al mundo capitalista imperialista, este polo “anglo norteamericano” adquirió nueva fuerza y mayor volumen. Para Francia, su objetivo se había alcanzado con la Europa de “los seis” y cada nueva incorporación significaba una disminución de su poder. Como afirma el diplomático australiano James Cumes: “En este contexto, aunque la oposición francesa a ampliar la membresía declinó, no desapareció y la ampliación a 25 –y la decisión de, en principio, permitir la incorporación de Turquía, pudo ser vista como una dilución del concepto francés y del control y la autoridad francesas” (http://www.authorsden.com/jameswcumes , http://VictoryOverWant.org).

Y ha sido justamente este carácter “no europeo” del Reino Unido, origen y cabecera de puente del gran poder plutocrático de los Estados Unidos, lo que llevó las cosas al borde de una escena de pugilato. La sospecha del general De Gaulle sobre esa naturaleza ambigua de Albion reapareció con más fuerza que nunca.

A su vez, la moneda única le dio un extraordinario poder a Alemania, cuyo Banco Central domina el euro. La política monetaria está sujeta a la aprobación alemana para adecuarse a sus necesidades, lo que ha llevado a un analista a sostener que “así como lo que es bueno para EE.UU. no es necesariamente bueno para los otros países o para el mundo en general, lo que es bueno para la economía alemana no es necesariamente bueno para la Unión Europea”.

Esta conformación actual de la Unidad Europea, en la que el papel de Francia y Alemania se ve amenazado tanto por el Reino Unido, como por la miríada de pequeños estados surgidos de la desmembración soviética (Ucrania, Eslovenia, República Checa, Eslovaquia, Bielorrusia, etc.) los que, a través de una incontenible penetración ideológica y económica, juegan hoy la carta estadounidense en el continente europeo, no es, de ninguna manera, el bloque continental necesario para equilibrar el poder de EE.UU. Una Unión Europea administrada por tecnócratas y economicistas, alejada de las necesidades económicas, políticas y culturales de sus propios pueblos, usurpando de ellos la voluntad general, se acerca más al esquema unipolar de poder mundial.

Nuestra Unión Suramericana se ve, así, beneficiada por partida doble con el incontrastable “no” franco holandés. Por un lado, vuelve a poner en el tapete político a los pueblos por encima de los poderes económicos. Y por otro lado, nos da indicios de lo que no tenemos que hacer en la construcción de nuestra unidad continental.


Por Julio Fernández Baraibar